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«Señor tu sabes que te amo»

Domingo de la Semana 3ª de Pascua. Ciclo C – 5 de mayo de 2019
Lectura del Santo Evangelio según San Juan 21, 1-19

Después de la Resurrección de Jesucristo, ha llegado para los apóstoles la hora de la misión. A Pedro, Cristo resucitado le dice por tres veces cuál ha de ser su misión: «Apacienta mis ovejas» (San Juan 21, 1-19). Después de Pentecostés los discípulos comenzaron a poner en práctica la misión que habían recibido, predicando la Buena Nueva: Cristo ha resucitado (Hechos de los Apóstoles 5,27b-32. 40b – 41). Forma parte de la misión el que los hombres no sólo conozcan a Cristo, el Cordero degollado, sino que también lo reconozcan y adoren como Dios y Señor (Apocalipsis 5,11-14).

«Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres»

Llama la atención en estos primeros capítulos del libro de los Hechos de los Apóstoles «la valentía» y la sabiduría (Hch 4,13) de Pedro y de los apóstoles que a pesar de ser «prohibidos severamente» por el Sanedrín de «enseñar en ese nombre» no cesan de predicar la Buena Nueva. Llegado el momento de la prueba, Pedro y los apóstoles, tendrán oportunidad de testimoniar su amor y su fe en Cristo resucitado proclamando que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Los apóstoles serán entonces azotados pero ellos marchan contentos por haber recibido los primeros ultrajes por el nombre de Jesús.

A todas luces no son los mismos apóstoles que antes de la resurrección eran tímidos y miedosos; ahora son audaces y serviciales. El encuentro con Jesús Resucitado ha cambiado definitivamente sus vidas. La predicación abierta de la Buena Nueva y el testimonio de radicalidad cristiana incomoda ya desde aquellos tiempos, como nos advierte San Pablo: «Y todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones» (2Tim 3,12).

 «Revelación de Jesucristo…»

El término «Revelación» (en griego Apocalipsis) en el lenguaje del Nuevo Testamento se aplica generalmente a la manifestación de Jesucristo en la Parusía o segunda venida. San Juan, hallándose desterrado en la isla de Patmos, debió de escribir este libro durante las persecuciones a los cristianos del Emperador Tito Flavio Domiciano (entre el 90 – 95) a pesar de ser popular entre el Ejército, los senadores le odiaron por sus intentos de dominarles y en especial por su adopción del título de «dominus et deus» (señor y dios). Domiciano fue asesinado el 96 en una conspiración de los oficiales de la corte y de su esposa, la emperatriz Domicia. San Juan escribe una serie de visiones o «revelaciones» en un lenguaje vivo, lleno de imágenes. Este estilo especial se denomina «apocalíptico» y aparece ya en el libro de Daniel en el Antiguo Testamento. Los cristianos comprendían el significado de aquellas imágenes utilizadas por Juan. El gran mensaje del libro del Apocalipsis es que Dios es el soberano que lo domina todo. Jesús es el Señor de la historia. Al fin de los tiempos, Dios, por medio de Cristo, derrotará a todos sus enemigos. El pueblo fiel será recompensado con «un nuevo cielo y una nueva tierra» (Ap 21,1).

La tercera aparición de Jesús

El Evangelio de este Domingo nos relata la tercera aparición de Cristo resucitado a sus apóstoles. Mientras las dos primeras apariciones habían sido a puertas cerradas, en el cenáculo , ésta fue al aire libre, a orillas del mar de Tiberíades, en Galilea. Allí mismo habían visto a Jesús por primera vez, Pedro y Andrés, Santiago y Juan; y allí los había llamado: «¡Seguidme! Os haré pescadores de hombres» (Mc 1,17). El que toma la iniciativa es Pedro que dice: «Voy a pescar», los otros lo siguen. Inmediatamente llama la atención el hecho de que ellos, después de haber dejado su oficio de pescadores para seguir a Jesús, lo retomen tan rápidamente como si nada hubiera pasado. Pero «aquella noche no pescaron nada». Entonces al amanecer acontece la aparición de Jesús. Después de la pesca milagrosa ellos comen con Jesús a la orilla del lago. «Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ‘¿Quién eres?’, sabiendo que era el Señor». Entonces Jesús se dirige a Pedro para hacerle la triple pregunta acerca de su amor. ¿Por qué no se lo había preguntado en alguna de las otras apariciones?… Porque tenía que ser en este escenario, el de la primera llamada.

En la segunda parte de esta aparición Jesús se dirige a Pedro y le pregunta: «Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?». Pedro antes le había asegurado: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré» (Mt 26,33); equivale a decir: «Yo te amo más que todos». Pero esa frase no había resultado verdadera, porque también él se había escandalizado de Jesús y lo había negado ¡tres veces! Por eso Jesús lo interroga ahora también tres veces. Pero hay pequeñas diferencias en las preguntas: «¿Me amas más que éstos… me amas… me quieres?».

El verbo griego que se traduce por «amar» viene de la raíz «ágape» y destaca el aspecto espiritual del amor, su dimensión sobrenatural; el verbo griego que se traduce por «querer» viene de la raíz «filos», que significa «amigo» y destaca el aspecto afectivo del amor. En ambas formas debe amarlo Pedro más que todos. Pedro responde siempre de manera afirmativa. Entonces Jesús le dice respectivamente: «Apacienta mis corderos… pastorea mis ovejitas… apacienta mis ovejitas». «Apacentar » y «pastorear » no son idénticos: un verbo indica la misión de cuidar que se alimenten, y el otro la misión de guiarlo. Cristo encomienda a Pedro el cuidado de todo el rebaño: de los fieles y de los demás pastores; y le confía la misión de nutrirlo -con el alimento de la palabra y del pan de vida- y de gobernarlo.

Sobre la base del amor de Pedro, no de su capacidad intelectual, ni de su riqueza, ni de su dones o poder humano, sino sólo del amor; Jesús le confía lo que Él más amaba, aquello por lo cual no había vacilado en dar su vida: le confía el cuidado de «sus ovejitas». Las ovejas son de Cristo, Él las redimió con su sangre; pero se las encomienda a Pedro. Tenemos así un criterio seguro: una oveja pertenece a Cristo Pastor, solamente cuando sigue a Pedro Pastor. Estas son las ovejas que «no conocen la voz de los extraños, que huyen de ellos y no los siguen» (ver Jn 10,5). En el lugar en que este hecho ocurrió se ha alzado un pequeño santuario que lleva el nombre: «el primado de Pedro».

«¡Sígueme!»

La última palabra que Jesús pronuncia en el Evangelio es la palabra: «¡Sígueme!» y está dirigida a Pedro (ver Jn 21,22). Es hermoso constatar que también su primera palabra dirigida a alguien en particular es la palabra «¡Seguidme!» (Mc 1,17), dirigida a Pedro y a su hermano Andrés. Es como si todo el Evangelio quedara incluido entre estos dos llama¬dos de Jesús. Ahora sí que Pedro lo puede seguir, pero ahora sabe bien de qué se trata; ahora es con la cruz y en una muerte semejante a la suya. Por eso el evangelista dice que Jesús le indicó el género de muerte con que iba a dar gloria a Dios. Sabemos que Pedro tuvo la posibilidad de morir una muerte igual a la de Jesús: crucificado. Pero juzgó que esto era un honor excesivo para él y suplicó ser crucificado cabeza para abajo. Entonces se cumplió su promesa: «Yo daré mi vida por ti». Entonces resultó confirmada su respuesta: «Tú sabes que te amo».

Una palabra del Santo Padre:

«Esta tarde este altar de la Confesión se convierte de este modo en nuestro lago de Tiberíades, en cuyas orillas volvemos a escuchar el estupendo diálogo entre Jesús y Pedro, con las preguntas dirigidas al Apóstol, pero que deben resonar también en nuestro corazón de obispos.

«¿Me amas tú?». «¿Eres mi amigo?» (cf. Jn 21, 15 ss). La pregunta está dirigida a un hombre que, a pesar de las solemnes declaraciones, se dejó llevar por el miedo y había negado.

«¿Me amas tú?». «¿Eres mi amigo?». La pregunta se dirige a mí y a cada uno de nosotros, a todos nosotros: si evitamos responder de modo demasiado apresurado y superficial, la misma nos impulsa a mirarnos hacia adentro, a volver a entrar en nosotros mismos.

«¿Me amas tú?». «¿Eres mi amigo?». Aquél que escruta los corazones (cf. Rm 8, 27) se hace mendigo de amor y nos interroga sobre la única cuestión verdaderamente esencial, preámbulo y condición para apacentar sus ovejas, sus corderos, su Iglesia. Todo ministerio se funda en esta intimidad con el Señor; vivir de Él es la medida de nuestro servicio eclesial, que se expresa en la disponibilidad a la obediencia, en el abajarse, como hemos escuchado en la Carta a los Filipenses, y a la donación total (cf. 2, 6-11).

Por lo demás, la consecuencia del amor al Señor es darlo todo —precisamente todo, hasta la vida misma— por Él: esto es lo que debe distinguir nuestro ministerio pastoral; es el papel de tornasol que dice con qué profundidad hemos abrazado el don recibido respondiendo a la llamada de Jesús y en qué medida estamos vinculados a las personas y a las comunidades que se nos han confiado. No somos expresión de una estructura o de una necesidad organizativa: también con el servicio de nuestra autoridad estamos llamados a ser signo de la presencia y de la acción del Señor resucitado, por lo tanto, a edificar la comunidad en la caridad fraterna.

No es que esto se dé por descontado: también el amor más grande, en efecto, cuando no se alimenta continuamente, se debilita y se apaga. No sin motivo el apóstol Pablo pone en guardia: «Tened cuidado de vosotros y de todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes para pastorear la Iglesia de Dios, que Él se adquirió con la sangre de su propio Hijo» (Hch 20, 28).

La falta de vigilancia —lo sabemos— hace tibio al Pastor; le hace distraído, olvidadizo y hasta intolerante; le seduce con la perspectiva de la carrera, la adulación del dinero y las componendas con el espíritu del mundo; le vuelve perezoso, transformándole en un funcionario, un clérigo preocupado más de sí mismo, de la organización y de las estructuras que del verdadero bien del pueblo de Dios. Se corre el riesgo, entonces, como el apóstol Pedro, de negar al Señor, incluso si formalmente se presenta y se habla en su nombre; se ofusca la santidad de la Madre Iglesia jerárquica, haciéndola menos fecunda.

¿Quiénes somos, hermanos, ante Dios? ¿Cuáles son nuestras pruebas? Tenemos muchas; cada uno de nosotros conoce las suyas. ¿Qué nos está diciendo el Señor a través de ellas? ¿Sobre qué nos estamos apoyando para superarlas? Como lo fue para Pedro, la pregunta insistente y triste de Jesús puede dejarnos doloridos y más conscientes de la debilidad de nuestra libertad, tentada como lo es por mil condicionamientos internos y externos, que a menudo suscitan desconcierto, frustración, incluso incredulidad. No son ciertamente estos los sentimientos y las actitudes que el Señor pretende suscitar; más bien, se aprovecha de ellos el Enemigo, el Diablo, para aislar en la amargura, en la queja y en el desaliento.

Jesús, buen Pastor, no humilla ni abandona en el remordimiento: en Él habla la ternura del Padre, que consuela y relanza; hace pasar de la disgregación de la vergüenza —porque verdaderamente la vergüenza nos disgrega— al entramado de la confianza; vuelve a donar valentía, vuelve a confiar responsabilidad, entrega a la misión. Pedro, que purificado en el fuego del perdón pudo decir humildemente «Señor, Tú conoces todo; Tú sabes que te quiero» (Jn 21, 17). Estoy seguro de que todos nosotros podemos decirlo de corazón. Y Pedro purificado, en su primera Carta nos exhorta a apacentar «el rebaño de Dios […], mirad por él, no a la fuerza, sino de buena gana […], no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa; no como déspotas con quienes os ha tocado en suerte, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño» (1 P 5, 2-3).

Sí, ser Pastores significa creer cada día en la gracia y en la fuerza que nos viene del Señor, a pesar de nuestra debilidad, y asumir hasta el final la responsabilidad de caminar delante del rebaño, libres de los pesos que dificultan la sana agilidad apostólica, y sin indecisión al guiarlo, para hacer reconocible nuestra voz tanto para quienes han abrazado la fe como para quienes aún «no pertenecen a este rebaño» (Jn 10, 16): estamos llamados a hacer nuestro el sueño de Dios, cuya casa no conoce exclusión de personas o de pueblos, como anunciaba proféticamente Isaías en la primera Lectura (cf. Is 2, 2-5).

Por ello, ser Pastores quiere decir también disponerse a caminar en medio y detrás del rebaño: capaces de escuchar el silencioso relato de quien sufre y sostener el paso de quien teme ya no poder más; atentos a volver a levantar, alentar e infundir esperanza. Nuestra fe sale siempre reforzada al compartirla con los humildes: dejemos de lado todo tipo de presunción, para inclinarnos ante quienes el Señor confió a nuestra solicitud. Entre ellos, reservemos un lugar especial, muy especial, a nuestros sacerdotes: sobre todo para ellos que nuestro corazón, nuestra mano y nuestra puerta permanezcan abiertas en toda circunstancia. Ellos son los primeros fieles que tenemos nosotros Obispos: nuestros sacerdotes. ¡Amémosles! ¡Amémosles de corazón! Son nuestros hijos y nuestros hermanos».

Papa Francisco. Homilía en la Profesión de Fe con los Obispos de la Conferencia Episcopal Italiana. Basílica Vaticana Jueves 23 de mayo de 2013

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Realicemos una visita al Santísimo Sacramento y con humildad, hagamos nuestra la frase de Pedro: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero».

2. Los apóstoles no tuvieron miedo de anunciar al Señor. ¿En qué ocasiones concretas podría anunciar al Señor? Hagamos una lista de las situaciones concretas.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 551 – 553

Written by Rafael De la Piedra