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¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
¿Dónde encontrar las respuestas a nuestras inquietudes más profundas?
¿Cuáles son las razones para creer?

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«Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo»

Domingo de la Semana 3ª de Cuaresma. Ciclo C – 24 de marzo de 2019
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 13,1-9

A partir de este tercer Domingo de Cuaresma la liturgia de la Palabra se centra abiertamente en el tema de la conversión de vida como preparación para la renovación de nuestras promesas bautismales. La conversión, antes que sea demasiado tarde, es la respuesta adecuada al amor de Dios (San Lucas 13,1-9). Así habremos aprendido la lección del pueblo de Israel (Primera carta de San Pablo a los Corintios 10,1-6.10-12), a quien Dios reveló su nombre y lo liberó de la esclavitud de Egipto por medio de Moisés (Éxodo 3,1-8ª 13- 15).

¡El que se crea estar de pie…cuidado que no se caiga!

El posible error de leer el Evangelio de este Domingo es creernos seguros, condenando fácilmente la conducta del pueblo judío. Pero San Pablo en su carta a los Corintios nos avisa: «¡cuidado no te caigas!» Y desarrolla todo un análisis del Antiguo Testamento iluminado por la luz del Nuevo Testamento. Es decir, la historia del pueblo de Israel sucedió como ejemplo y fue escrita para escarmiento nuestro. Sin embargo, leemos en el siguiente versículo: «No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito» (1 Cor 10,13).

Recordemos que la ciudad de Corinto era una ciudad griega abarrotada de gentes de muy distintas nacionalidades y era famosa por su comercio, su cultura, por las numerosas religiones que en ella se practicaban y, lamentablemente famosa, por su bajo nivel moral. La iglesia en Corinto había sido fundada por el mismo Pablo en su segundo viaje misionero (entre los años 50- 52) y ahora recibía malas noticias sobre ella. Al encontrarse con algunos miembros de la iglesia de Corintio que habían venido a verlo para pedirle consejo sobre la comunidad, Pablo escribe esta importante carta.

 ¿Pensáis que ellos eran más culpables que los demás?

El Evangelio de hoy nos revela el método que tenía Jesús para exponer su enseñanza. A partir de una situación real concreta que está viviendo el pueblo lo instruye en las verdades de la fe. En ese momento todos estaban impactados por dos hechos sangrientos y fuera de lo común. El primero se refiere a la extrema crueldad de Pilato, agravada por la profanación del culto. El incidente debe de haber transcurrido en la Pascua, cuando los laicos podían tomar parte del sacrificio. Pilato los mandó matar cuando ofrecían los sacrificios, así pudo mezclar la sangre humana con la de las víctimas. El hecho de que ahora le den la noticia a Jesús, prueba que no distaba mucho del suceso. El segundo, es un hecho fortuito: en esos días se había desplomado la torre de Siloé y había aplastado a dieciocho personas inocentes. Reducidos a escala, estos hechos se asemejan a los que diariamente golpean al mundo de hoy y de los cuales tenemos noticia a diario. Con su enseñanza Jesús nos ayuda a leer e interpretar esos hechos.

Ante ambos hechos Jesús repite el mismo comentario: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos porque padecieron estas cosas?… ¿pensáis que esos dieciocho eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén?» La mentalidad primitiva, presente también hoy en algunas personas, habría afirmado que ellos habían sufrido esa muerte tan trágica como castigo por su excesiva maldad. «Eso te lo ha mandado Dios, ¡algo habrás hecho!», solemos escuchar ante una enfermedad o una desgracia. Pero Jesús rechaza esa mentalidad y responde Él mismo a su pregunta: «No, os lo aseguro». Las víctimas de los desastres naturales, de los accidentes y de la maldad del hombre mismo no han padecido eso porque sean «más pecadores que los demás». Esta es la primera enseñanza de Jesús. Su pregunta contiene, sin embargo, la afirmación del pecado de todos los hombres; es decir, «las víctimas son tan pecadores como los demás». Así resulta reafirmada la enseñanza de que todos los males son siempre consecuencia del pecado y de la ruptura del hombre, de todos los hombres. No existe ningún mal, ni natural, ni accidental, ni intencional, que no sea consecuencia del pecado del hombre.

«Si no os convertís…todos pereceréis del mismo modo»

La atención ahora es trasladada desde las víctimas a los oyentes y, en último término, a cada uno de nosotros. En otras palabras, Jesús nos dice: «Vosotros sois igualmente pecadores, o más pecadores, que esos galileos y que esos dieciocho que murieron aplastados, y si no os convertís -lo repite dos veces-, todos pereceréis del mismo modo». El único modo de escapar a un fin tan trágico es convertirse. Muchas veces pensamos: ¿De qué tengo que convertirme yo? ¿Qué tengo que cambiar…si no soy malo? Y esta pregunta nos lleva a formularnos la siguiente pregunta… ¿en qué consiste la conversión?

Las facultades superiores del ser humano son la inteligencia y la voluntad. Estas son las facultades que lo distinguen como ser racional y libre, es decir, dueño de sus actos. El término «conversión» toca a ambas facultades, pero más directamente a la inteligencia. Lo dice claramente el término griego «metanóia». El prefijo «meta» significa «cambio», y el sustantivo «nous» significa «inteligencia, mente». El concepto se traduce por «cambio de mente, cambio de percepción de las cosas». Y en esto consiste principalmente la conversión. Nosotros, en cambio, cuando nos preguntamos de qué tenemos que convertirnos, examinamos a menudo nuestra voluntad, es decir, las culpas cometidas por debilidad, por falta de una voluntad más firme. ¡Y muchas veces no descubrimos ninguna falta en este rubro! Por eso, aunque hace diez años que uno no se confiesa, se pregunta: ¿de qué me voy a confesar? ¿Yo no he hecho cosas tan malas? No he matado…no he robado…no he sido infiel a mi pareja… Sin embargo, si examináramos nuestros criterios y nuestro modo de ver las cosas y la conducta consecuente a ellos, y la comparamos con los criterios de Cristo, encontraríamos muchas cosas de qué confesarnos.

Cuando alguien cambia de modo de pensar y adopta los criterios de Cristo, entonces ha tenido una verdadera conversión. Entonces entra el segundo aspecto del concepto de «metanoia»: el dolor por la conducta anterior y el arrepentimiento. El apóstol San Pablo ofrece un ejemplo magnífico de auténtica y profunda conversión. Mientras vivía en el judaísmo, en lo que respecta al cumplimiento, es decir, a la voluntad, era irreprochable. El mismo lo dice: «Yo era hebreo e hijo de hebreos… en cuanto al cumplimiento de la ley, intachable» (Fil 3,5-6). En cuanto a la voluntad, no tenía nada que reprocharse. Pero luego agrega: «Todo lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Fil 3,7-8). Ahora puede asegurar: «Nosotros tenemos la mente de Cristo» (1Cor 2,16). La conversión verdadera consiste en buscar tener los mismos criterios de Cristo.

 La parábola de la viña estéril

En su primera predicación Jesús había agregado una nota de urgencia: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca: Convertíos…». Esta misma urgencia es la que imprime Jesús a su llamado a la conversión con la parábola que constituye la segunda parte del Evangelio de hoy. Accediendo a los ruegos del viñador, el Señor consiente en tener paciencia y esperar aún otro año para que la viña dé su fruto. Queda así fijado un día perentorio: «Si dentro de ese plazo no da fruto, la cortas». Esta parábola está ciertamente dirigida al pueblo de Israel al cual Dios había mandado sin cesar sus profetas sin embargo también en la predicación a los gentiles se les advierte que se ha acabado ya el tiempo de la conversión. Recordamos la predicación de Pablo ante los intelectuales griegos cuando fue invitado a hablar en el Areópago de Atenas: «Dios, pasando por alto los tiempos de la ignorancia, anuncia ahora a los hombres que todos y en todas partes deben convertirse, porque ha fijado el día en que va a juzgar al mundo según justicia…» (Hech 17,30-31).

 Una palabra del Santo Padre:

«En el período de la Cuaresma, la Iglesia, en nombre de Dios, renueva la llamada a la conversión. Es la llamada a cambiar de vida. Convertirse no es cuestión de un momento o de un período del año, es un compromiso que dura toda la vida. ¿Quién entre nosotros puede presumir de no ser pecador? Nadie. Todos lo somos. Escribe el apóstol Juan: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, Él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia» (1 Jn 1, 8-9). Es lo que sucede también en esta celebración y en toda esta jornada penitencial. La Palabra de Dios que hemos escuchado nos introduce en dos elementos esenciales de la vida cristiana.

El primero: Revestirnos del hombre nuevo. El hombre nuevo, «creado a imagen de Dios» (Ef 4, 24), nace en el Bautismo, donde se recibe la vida misma de Dios, que nos hace sus hijos y nos incorpora a Cristo y a su Iglesia. Esta vida nueva permite mirar la realidad con ojos distintos, sin dejarse distraer por las cosas que no cuentan y que no pueden durar mucho, por las cosas que se acaban con el tiempo. Por eso estamos llamados a abandonar los comportamientos del pecado y fijar la mirada en lo esencial. «El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (Gaudium et spes, 35). He aquí la diferencia entre la vida deformada por el pecado y la vida iluminada de la gracia. Del corazón del hombre renovado según Dios proceden los comportamientos buenos: hablar siempre con verdad y evitar toda mentira; no robar, sino más bien compartir lo que se posee con los demás, especialmente con quien pasa necesidad; no ceder a la ira, al rencor y a la venganza, sino ser dóciles, magnánimos y dispuestos al perdón; no caer en la murmuración que arruina la buena fama de las personas, sino mirar en mayor medida el lado positivo de cada uno. Se trata de revestirnos del hombre nuevo, con estas actitudes nuevas.

El segundo elemento: Permanecer en el amor. El amor de Jesucristo dura para siempre, jamás tendrá fin porque es la vida misma de Dios. Este amor vence el pecado y dona la fuerza de volver a levantarse y recomenzar, porque con el perdón el corazón se renueva y rejuvenece. Todos lo sabemos: nuestro Padre no se cansa jamás de amar y sus ojos no se cansan de mirar el camino que conduce a casa, para ver si regresa el hijo que se marchó y se perdió. Podemos hablar de la esperanza de Dios: nuestro Padre nos espera siempre, no nos deja sólo la puerta abierta, sino que nos espera. Él está implicado en este esperar a los hijos. Y este Padre no se cansa ni siquiera de amar al otro hijo que, incluso permaneciendo siempre en casa con él, no es partícipe, sin embargo, de su misericordia, de su compasión. Dios no está solamente en el origen del amor, sino que en Jesucristo nos llama a imitar su modo mismo de amar: «Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34). En la medida en que los cristianos viven este amor, se convierten en el mundo en discípulos creíbles de Cristo. El amor no puede soportar el hecho de permanecer encerrado en sí mismo. Por su misma naturaleza es abierto, se difunde y es fecundo, genera siempre nuevo amor».

Papa Francisco. Celebración de la Penitencia y Reconciliación. Viernes 28 de marzo de 2014.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. «En la oración tiene lugar la conversión del alma hacia Dios, y la purificación del corazón», nos dice San Agustín. ¿He buscado al Señor en la oración diaria?

2. ¿Cuáles son los criterios que debo de cambiar? ¿Qué criterios tiene Jesús que yo no tengo? Haz una lista.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1427 – 1433.

 

Written by Rafael De la Piedra