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«Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios»

Domingo de la Semana 29 del Tiempo Ordinario. Ciclo A – 22 de octubre 2017
«Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios»

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 22, 15-21

«Yo soy el Señor, y no hay otro, no hay ningún Dios fuera de mí». El tema por el cual podemos relacionar las lecturas dominicales de esta semana es la soberanía y el señorío del Señor. La Primera Lectura (Isaías 45 1.4-6) nos muestra como Ciro, rey de Persia, es un instrumento de la providencia aún sin saberlo, para proteger al pueblo elegido y conducirlo nuevamente a la «tierra prometida». Isaías hace una lectura teológica y profética de estos hechos históricos.

El Evangelio (San Mateo 22, 15-21), en el mismo contexto que los anteriores domingos, nos narra un tenso encuentro entre Jesús y los discípulos de los fariseos junto con los herodianos. Estos tienden a Jesús una celada para hacerlo caer. Le presentan un dilema, al parecer, insoluble: ¿se debe dar, sí o no, el tributo al César? Pero Jesús ofrece una respuesta que sorprende a todos, adversarios y discípulos: «Dad al César lo que es del César y dad a Dios lo que es de Dios». Con estas palabras, Jesús, no sólo confunde a sus adversarios, sino que nos enseña cual debe de ser la recta jerarquía en nuestra relación con Dios y el orden temporal. Las palabras de Jesús están llenas de sabiduría divina; nos muestran que, en última instancia, todo lo debemos a Aquel que nos dio la vida: «Al oír esto, quedaron maravillados, y dejándole, se fueron» (Mt 22,22). Este Domingo iniciamos la lectura de la carta a los Tesalonicenses. En sus primeras palabras a la comunidad de Tesalónica, Pablo reconoce la centralidad de Jesús en ella (Primera carta del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 1,1-5b).

Los fariseos y los herodianos

Hoy leemos uno de los episodios más conocidos del Evangelio ya que contiene una de las frases más populares de Cristo: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Las hostilidades contra Jesús han aumentado hasta el punto que los fariseos y los herodianos, que en situación normal son completamente opuestos, se han puesto de acuerdo para eliminar a Jesús. Los fariseos en su fidelidad a la Torah, la ley de Dios escrita, desprecian las leyes impuestas por Roma y se someten a ellas de mala gana. Por su parte, los herodianos, siguiendo la política de Herodes, son convivientes con el poder de Roma, son colaboracionistas. Pero contra Jesús están unidos: «Los fariseos celebraron consejo sobre la forma de sorprender a Jesús en alguna palabra. Y le enviaron a sus discípulos, junto con los herodianos, a decirle: Maestro… dinos, qué te parece, ¿es lícito pagar el tributo al César, sí o no?».

Los fariseos y los herodianos tienen opiniones opuestas sobre el tema de los impuestos exigidos por Roma. Para los fariseos la dominación de Roma era una humillación; era intolerable que el Pueblo de Dios estuviera sometido a esos paganos incircuncisos que no conocen la Ley, y lo peor de todo era la obligación de tener que sostenerlos con el pago de impuestos. En cambio, los herodianos eran los judíos que se habían vendido a Roma, porque habían sido puestos por el poder imperial en los puestos de la administración, como fue el caso de Herodes, nombrado por Roma tetrarca de Galilea. Ellos eran favorables al pago de impuestos a Roma. En este tema no había cómo complacer a fariseos y herodianos. Entre ambos eran más peligrosos los herodianos. En efecto, ellos fueron los responsables directos de la muerte de Jesús.

La pregunta y la paradoja

La cuestión que los fariseos y los herodianos le proponen a Jesús, después de halagarlo sospechosamente, es bastante comprometedora ya que toda la Palestina era tributaria de Roma. Es interesante notar que la alabanza que hacen de Jesús ya la quisiera para sí cualquier fariseo: «Eres veraz y enseñas el camino de Dios con franqueza». Pero es una alabanza hipócrita, porque ellos mismo no lo creen.

La pregunta sobre el pago de los impuestos, tomada en sí misma, podría haber sido una pregunta bien intencionada de uno de los discípulos de Jesús para conocer su opinión. En las escuelas rabínicas se discutía si era lícito o no, como judíos, pagar el impuesto a un usurpador pagano. Pero ésta era una pregunta llena de malicia, pensada con la intención de sorprenderlo, era una trampa que se le ponía para que Jesús cayera en ella. Respondiera que sí o que no, igual habría caído en desgracia. Si Jesús hubiera respondido que no es lícito a un judío pagar tributo a un pueblo pagano que estaba dominando al pueblo escogido de Dios e imponiendo sus leyes y costumbres, se habría hecho culpable de sedición contra Roma. Y en esto Roma era de un totalitarismo celoso, rayaba en la adoración del poder civil, es decir, del César. En este caso, Jesús se habría opuesto a los herodianos y se habría hecho reo de muerte.

Si en cambio, hubiera legitimado el pago de impuestos al César, se habría hecho odioso al pueblo judío, para quienes el pago de impuestos a Roma era molesto y reprobable; en este caso, Jesús habría legitimado la función de los publicanos (los recaudadores del impuesto exigido por Roma al pueblo sometido), que eran odiados por el pueblo. Éste era el deseo de los fariseos. A ellos les bastaba que Jesús se hiciera odioso al pueblo y así perdiera influencia. Hacerlo también parecería ser una aprobación tácita del dominio extranjero sobre el pueblo de Dios, y, consiguientemente, renunciar a la esperanza mesiánica.

La respuesta del Maestro Bueno

Jesús, conociendo su intención, se libra de la trampa. Nadie puede acusarlo, porque los envuelve en la misma red que le han tendido. Jesús dice: «Mostradme la moneda del tributo». Ellos le presentan un denario, que ciertamente tenía la imagen del César. Roma había impuesto su moneda como signo de dominación. Entonces Jesús les pregunta: «¿De quién es esta imagen y la inscripción?» Ellos responden: «Del César». Han caído en la trampa. Jesús concluye de esa respuesta: «Dad al César, lo que es del César». La frase tiene un doble sentido; uno para satisfacer a los herodianos y otro para satisfacción de los fariseos, de manera que no pudieran acusarlo ni de sedicioso ni de colaboracionista. «Devolved al César lo que es del César», puede entenderse: «Pagad el impuesto». De esta manera, no resistía el poder de Roma. Pero también puede entenderse: «Liberaos de la odiosa imagen del César y de su dominación, devolviéndo-le lo suyo». De esta manera, daba satisfacción a los judíos. De todas maneras, fue acusado de sedición. La acusación que llevaron a Pilato era ésta: «Hemos encontrado a éste alborotando a nuestro pueblo, prohibiendo pagar tributos al César» (Lc 23,2). Como vemos, era mentira.

Pero la pregunta también tenía una intención religiosa: «¿Es lícito, es decir, conforme a la ley de Dios, pagar el tributo?» Por eso Jesús agrega: «Dad a Dios lo que es de Dios». Si el denario tiene impresa la imagen del César y por eso debe devolverse al César lo suyo, el hombre tiene impresa «la imagen de Dios». Por tanto, él se debe completamente a Dios. Hemos sido creados por Dios, a imagen de Dios y para Dios. Dios es nuestro origen, nuestro divino prototipo y nuestro fin; por eso nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en Dios donde encuentra su fin último y su felicidad. El hombre debe obedecer la ley humana civil siempre que ésta no sea contraria a la ley divina natural. Si ocurre esa desgraciada circunstancia, el hombre debe resistir la ley civil porque «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres« (Hch 5,29). Y lo debe hacer aunque esto le acarree inconvenientes y persecución, porque la pureza y paz de la con¬ciencia moral es superior a cualquier bienestar o ventaja material.

 «Yo soy el Señor y no hay otro»

La lectura del profeta Isaías pertenece al llamado «Libro de la Consolación de Israel» que se da al fin del destierro: la esclavitud del pueblo ha concluido y se prepara para un nuevo «éxodo o salida» bajo la guía de Dios. En el capítulo 45, Ciro, Rey de Persia del 550 al 530 a.C., recibe el título reservado a los reyes de Israel: «ungido de Yahveh» que luego se convirtió en el título del «rey – salvador esperado». En realidad no fue poco lo que Ciro hizo en favor de Israel: él puso fin a la deportación en Babilonia -a partir del 538-restituyó los objetos de oro y plata expropiados por Nabucodonosor y publicó el edicto de la reconstrucción del Templo. El libro de Isaías hace una lectura de estos hechos históricos a partir de la consideración de Dios como el « Señor de la Historia». Israel ha aprendido que el Señor no es solamente el único Dios de Israel, sino que es, en absoluto, el único Dios existente.

En la segunda lectura, Pablo alaba la fidelidad y tenacidad de la comunidad que coloca su esperanza firme en nuestro Señor Jesucristo así como su coherencia de vida: «fe con obras». Después de haber predicado y consolidado la comunidad en la ciudad de Tesalónica, capital de la provincia romana de Macedonia (en Grecia septentrional), les escribe dos cartas. Esta primera carta es de gran interés pues está escrita sólo 30 años aproximadamente después de la muerte de Jesús, y nos presenta algunas de las costumbres y modos de vida de las primeras comunidades cristianas.

Una palabra del Santo Padre:

«Usted me pregunta también cómo entender la originalidad de la fe cristiana, ya que esta se basa precisamente en la encarnación del Hijo de Dios, en comparación con otras creencias que giran entorno a la absoluta trascendencia de Dios. La originalidad, diría yo, radica en el hecho de que la fe nos hace partícipes, en Jesús, en la relación que Él tiene con Dios, que es Abbá y, de este modo, en la relación que Él tiene con todos los demás hombres, incluidos los enemigos, en signo del amor.

En otras palabras, la filiación de Jesús, como ella se presenta a la fe cristiana, no se reveló para marcar una separación insuperable entre Jesús y todos los demás: sino para decirnos que, en Él, todos estamos llamados a ser hijos del único Padre y hermanos entre nosotros. La singularidad de Jesús es para la comunicación, y no para la exclusión. Por cierto, de aquello se deduce también -y no es poca cosa-, aquella distinción entre la esfera religiosa y la esfera política, que está consagrado en el «dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César», afirmada claramente por Jesús y en la que, con gran trabajo, se ha construido la historia de Occidente.

La Iglesia, por lo tanto, está llamada a diseminar la levadura y la sal del Evangelio, y por lo tanto, el amor y la misericordia de Dios que llega a todos los hombres, apuntando a la meta ultraterrena y definitiva de nuestro destino, mientras que a la sociedad civil y política le toca la difícil tarea de articular y encarnar en la justicia y en la solidaridad, en el derecho y en la paz, una vida cada vez más humana».

Papa Francisco. Carta del Papa al director del diario La Repubblica, 11 septiembre de 2013.

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Estamos dispuestos a reconocer lo que somos: imagen y semejanza de Dios. ¿Vivo de acuerdo a mi dignidad de hijo de Dios?

2. El Papa Benedicto XVI es muy claro al decir que la fe implica coherencia y testimonio en el ámbito público a favor de la justicia y de la verdad. ¿Soy coherente con mi fe en todos los momentos de mi vida?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2235-2240. 2242

 

 

Written by Rafael De la Piedra