«¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?»
Tiempo de Navidad. Epifanía del Señor. Ciclo B – 7 de enero de 2018
Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 2, 1- 12
Tal vez nunca se expresa con mayor claridad la universalidad de la salvación aportada por Cristo como leemos en la lectura del Evangelio de la Solemnidad de la Epifanía del Señor. Queda muy claro también que Israel, el pueblo elegido al cual había sido prometido el Salvador, cuando Éste llegó, no lo reconoció; en cambio, estos hombres que vienen del Oriente lo reconocen como Rey y Señor; y lo adoran (San Mateo 2, 1- 12).
Ya desde su nacimiento Jesucristo, como había sido anunciado por el sabio Simeón, es un “signo de contradicción” para los hombres. Para unos, como los sabios Magos del Oriente o como San Pablo, proveniente de la diáspora, es «epifanía», es decir clara manifestación del misterio de Dios ( Efesios 3,2- 6). Esta «epifanía» es anunciada en la Primera Lectura por el profeta Isaías, según la cual todos los pueblos se sentirán atraídos por la «luz y la gloria de Jerusalén» ( Isaías 60,1- 6).
El gran Misterio
Jesús, nació en Belén de Judá, pero existía el peligro real de que su nacimiento pasara totalmente inadvertido. Es cierto que el ángel del Señor anunció a los pastores su nacimiento y éstos reaccionaron como era de esperar. Fueron corriendo y verificaron la verdad de lo anunciado. Pero esos pastores no tenían voz ni poder de comunicación. Es cierto también que el anciano Simeón, a impulsos del Espíritu Santo, acudió al templo cuando sus padres presentaban a Jesús y lo reconoce como: «Luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,32). También la profetisa Ana hablaba de Él a todos los que esperaban la liberación de Israel (ver Lc 2,36).
Pero todo esto quedaba en un círculo muy reducido de personas. Entre ellas estaba sobre todo Santa María, quien «guardaba estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19). Nadie conoció mejor que ella el misterio de Jesucristo. Este es el misterio del que escribe San Pablo en su carta a los Efesios: «Me fue comunicado por una revelación el conocimiento del misterio de Cristo; misterio que en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado por el Espíritu». El anciano Simeón, en los albores del misterio, y San Pablo, después de su pleno desarrollo, ambos iluminados por el Espíritu Santo, afirman, la irradiación universal del mensaje reconciliador aportado por Jesucristo.
La estrella y el rey de los judíos
El Evangelio de hoy nos habla de unos Magos del Oriente que son guiados por una estrella a Jerusalén en busca del «Rey de los judíos» que acaba de nacer. Para comprender el sentido del texto evangélico debemos remontarnos a una antigua profecía que Balaam , otro vidente de Oriente, pronunció sobre Israel cuando recién salió de Egipto y se estaba formando como nación: «Lo veo, aunque no para ahora; lo diviso, pero no de cerca: de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel… Israel despliega su poder, Jacob domina a sus enemigos» (Nm 24,17-19). En el antiguo Oriente, la estrella era el signo de un rey divinizado. Nada más natural que entender la profecía de Balaam como referida al Mesías, el descendiente prometido a David cuyo reino no tendría fin (ver 2Sam 7,12-13). Los magos preguntan por el «Rey de los judíos» porque David era de la tribu de Judá.
Se trata de un rey que es Dios; por eso su objetivo es «adorarlo». Pero ¡qué desilusión al observar que en Jerusalén nadie sabía nada! «Al oír estas palabras, Herodes y con él toda Jerusalén se turbaron». ¡Ignoraban lo que estaba ocurriendo en medio de ellos! Pero no ignoraban el significado de la pregunta formulada por los Magos. El «rey de los judíos» era un título que quería decir mucho y no podía pasar inadvertido para un hebreo. Es el mismo título que fue dado por Pilato a Jesús (de manera irónica, por cierto) para expresar la causa de su muerte en la cruz. Por eso Herodes se inquieta y convoca a los entendidos en las profecías, a los sacerdotes y escribas, para interrogarlos acerca de algo que, a primera vista, parece no tener relación con la pregunta de los Magos: ¿En qué lugar debía nacer el Cristo? Cristo no era todavía un nombre propio (así llamamos nosotros ahora a Jesús) y por eso el sentido de la pregunta sería: «¿Dónde está anunciado que tiene que nacer el Ungido del Señor?».
Herodes ha pasado a la historia como un hombre sanguinario y enfermo de celos por el poder, que no vacilaba en quitar de en medio a quien pudiera disputarle el trono, aunque fuera su propio hijo. Pero al leer el relato queda la sensación de que un rey, con todos los ejércitos a su disposición, no podía temer a un niño anónimo nacido en la minúscula aldea de Belén, aunque allí se hubiera anunciado que debía nacer el Ungido del Señor.
Para comprender la matanza de todos los niños de Belén y sus alrededores, ordenada por Herodes, hay que conocer las Escrituras y captar la esperanza de salvación que había en Israel. Hay que remontarse muy atrás, más de diez siglos antes del nacimiento de Jesús. En tiempos del profeta Samuel, cuando Israel se estaba organizando como nación y dándose sus instituciones, pidieron a Dios que les diera un rey, para que los gobernara, igual que las demás naciones. La cosa podía ser grave, pues era un dogma en Israel, que «Yahveh es Rey».
La petición, sin embargo, fue concedida y manda Dios a Samuel a que busque entre los hijos de Jesé, que vivía en Belén, el rey prometido. Cuando Samuel llegó a Belén convocó a Jesé y a sus hijos y fueron desfilando uno tras otro ante el profeta. Pero quien fue elegido fue el pequeño David que estaba guardando el rebaño. Fue llamado y, por mandato de Dios, ungido por Samuel. Y a partir de entonces, vino sobre David el espíritu de Yahveh (ver 1S 16,1ss). Israel esperaba un «ungido», nacido en Belén como David y lleno del espíritu del Señor. Por eso Herodes temía, aunque el nacido en Belén fuera de origen humilde.
Herodes dice a los magos cínicamente: «Id e indagad cuidadosamente sobre ese niño; y cuando lo encontréis comunicádmelo, para ir también yo a adorarle». Pero ya sabemos que los estaba engañando. Lo que quiere Herodes es eliminarlo. Su lucha es contra el Ungido del Señor, el Mesías, el Cristo. Su lucha es contra Dios mismo. A él se le deben citar las palabras del sabio Gamaliel acerca del anuncio del Evangelio: «Si la obra es de Dios no podréis destruirla» (Hch 5,39). La historia ha demostrado el desenlace de esta lucha: Herodes acabó tristemente y Jesucristo reina en el corazón de millones de hombres y mujeres.
Los Magos del Oriente
La denominación «Magos de Oriente» que se da a los personajes que llegan a Jerusalén guiados por la estrella, indica personajes de proverbial sabiduría, sabios astrólogos de pueblos muy lejanos y considerados exóticos desde el punto de vista de Israel. Si algo se puede afirmar claramente de ellos es que están alejadísimos de Israel y de sus tradiciones. La tradición los llama «reyes», porque influye la profecía de Isaías sobre Jerusalén, que se lee en esta solemnidad: «¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz…! Caminarán las naciones a tu luz y los reyes al resplandor de tu alborada… las riquezas de las naciones vendrán a ti… todos ellos de Sabá vienen portadores de oro e incienso y pregonando alabanzas al Señor» (Is 60,1-6). Así queda en evidencia que el que ha nacido en el mundo es el «Rey de reyes y Señor de señores» (Ap 19,16).
Ellos tuvieron noticia del nacimiento del Salvador, pues el que ha nacido es el Salvador de todo hombre. Por eso, llegando donde estaba el Niño con María su madre, «postrándose, lo adoraron». Un judío tiene prohibido estrictamente por la ley postrarse ante nadie fuera del Dios verdadero. Aquí los magos se postran y adoran a Jesús. Y el Evangelista San Mateo lejos de reprobar esta actitud la aprueba.
Es que están ante el verdadero Dios. También sus regalos indican la percepción que se les ha concedido del misterio de este Niño: «Abrieron sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra». Un antiguo comentario aclara el sentido: «Oro, como a Rey soberano; incienso, como a Dios verdadero y mirra, como al que ha de morir». Estos Magos de Oriente tenían un conocimiento del misterio de Cristo mucho más claro que los mismos sabios de Israel. De esta manera se quiere expresar que Jesús es el Salvador de todo ser humano.
Una palabra del Santo Padre:
«“¿Dónde está el Rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella y hemos venido a adorarlo” (Mt 2, 2). Con estas palabras, los magos, venidos de tierras lejanas, nos dan a conocer el motivo de su larga travesía: adorar al rey recién nacido. Ver y adorar, dos acciones que se destacan en el relato evangélico: vimos una estrella y queremos adorar.
Estos hombres vieron una estrella que los puso en movimiento. El descubrimiento de algo inusual que sucedió en el cielo logró desencadenar un sinfín de acontecimientos. No era una estrella que brilló de manera exclusiva para ellos, ni tampoco tenían un ADN especial para descubrirla. Como bien supo decir un padre de la Iglesia, «los magos no se pusieron en camino porque hubieran visto la estrella, sino que vieron la estrella porque se habían puesto en camino» (cf. San Juan Crisóstomo). Tenían el corazón abierto al horizonte y lograron ver lo que el cielo les mostraba porque había en ellos una inquietud que los empujaba: estaban abiertos a una novedad.
Los magos, de este modo, expresan el retrato del hombre creyente, del hombre que tiene nostalgia de Dios; del que añora su casa, la patria celeste. Reflejan la imagen de todos los hombres que en su vida no han dejado que se les anestesie el corazón.
La santa nostalgia de Dios brota en el corazón creyente pues sabe que el Evangelio no es un acontecimiento del pasado sino del presente. La santa nostalgia de Dios nos permite tener los ojos abiertos frente a todos los intentos reductivos y empobrecedores de la vida. La santa nostalgia de Dios es la memoria creyente que se rebela frente a tantos profetas de desventura. Esa nostalgia es la que mantiene viva la esperanza de la comunidad creyente la cual, semana a semana, implora diciendo: «Ven, Señor Jesús».
Precisamente esta nostalgia fue la que empujó al anciano Simeón a ir todos los días al templo, con la certeza de saber que su vida no terminaría sin poder acunar al Salvador. Fue esta nostalgia la que empujó al hijo pródigo a salir de una actitud de derrota y buscar los brazos de su padre. Fue esta nostalgia la que el pastor sintió en su corazón cuando dejó a las noventa y nueve ovejas en busca de la que estaba perdida, y fue también la que experimentó María Magdalena la mañana del domingo para salir corriendo al sepulcro y encontrar a su Maestro resucitado. La nostalgia de Dios nos saca de nuestros encierros deterministas, esos que nos llevan a pensar que nada puede cambiar.
La nostalgia de Dios es la actitud que rompe aburridos conformismos e impulsa a comprometerse por ese cambio que anhelamos y necesitamos. La nostalgia de Dios tiene su raíz en el pasado pero no se queda allí: va en busca del futuro. Al igual que los magos, el creyente «nostalgioso» busca a Dios, empujado por su fe, en los lugares más recónditos de la historia, porque sabe en su corazón que allí lo espera el Señor. Va a la periferia, a la frontera, a los sitios no evangelizados para poder encontrarse con su Señor; y lejos de hacerlo con una postura de superioridad lo hace como un mendicante que no puede ignorar los ojos de aquel para el cual la Buena Nueva es todavía un terreno a explorar».
Papa Francisco. Homilía en la Solemnidad de la Epifanía del Señor. 6 de enero de 2017
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1. Dos actitudes realmente opuestas ante el Niño Jesús: los magos del Oriente y Herodes. Ante el misterio de Jesús Sacramentado en el altar, ¿cuál es mi actitud?
2. Los sabios del Oriente le hacen tres ofrendas al Niño. ¿Qué le voy a ofrecer a Jesús para este año que iniciamos?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 525 -526. 528-530.