«No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos»
Domingo de la Semana 12ª del Tiempo Ordinario. Ciclo A
Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 10,26 – 33
En el Evangelio de este Domingo escuchamos por tres veces la invitación de Jesús: «No tengáis miedo» . Jesús advierte a sus apóstoles sobre las dificultades que encontrarán en su actividad apostólica y los instruye sobre el falso temor a los hombres y el verdadero temor de Dios. Es, pues, una invitación llena de vigor a la confianza, a la seguridad en Dios Padre (San Mateo 10,26 – 33). La experiencia que vive el profeta Jeremías es semejante. Dios le ha llamado a dar un mensaje de destrucción para Jerusalén: «y les dices: Así dice Yahveh Sebaot: «Asimismo quebrantaré yo a este pueblo y a esta ciudad, como quien rompe una vasija de alfarero la cual ya no tiene arreglo» (Jr 19,11). Es un mensaje impopular que hiere los oídos de sus oyentes. Incluso sus amigos le dan la espalda y se vuelven contra él maquinando insidias e intrigas.
Sin embargo, Jeremías se levanta con una confianza magnífica: «el Señor está conmigo como un fuerte guerrero» ( Jeremías 20,10-13). La segunda lectura tenemos nuevamente un texto de la carta a los Romanos ( Romanos 5,12-15). También aquí el elemento de confianza y seguridad subyace a la exposición del pecado y de la Reconciliación obtenida en Jesucristo. El tema de fondo de la liturgia es, por tanto, una contraposición entre el miedo del mundo, de los hombres y de la desesperación del pecado y la confianza en Dios que cuida providentemente de sus creaturas y se muestra como aquel «guerrero fuerte» que anima y fortalece a los suyos. El bien ha triunfado sobre el mal y la muerte gracias a Cristo Jesús.
«Yahveh está conmigo como fuerte guerrero»
El profeta Jeremías vivió unos 100 años después que Isaías. En el año 627 A.C. recibe, muy joven, el llamado a la vocación profética. Mientras redactaba sus escritos, el poder de Asiria, el gran imperio del norte, se derrumbaba. Babilonia era ahora la nueva amenaza para el Reino de Judá. Durante 40 años, Jeremías advirtió a su pueblo que vendría sobre él el juicio divino por su idolatría y su pecado. Finalmente se cumplieron sus palabras en el año 587 A.C. cuando el ejército babilónico, comandado por Nabucodonosor, destruyó Jerusalén y el templo, y desterró a sus habitantes.
Jeremías rehusó llevar una vida fácil en la corte de Babilonia y probablemente terminó sus días en Egipto. Los capítulos del libro de este profeta no siguen un orden cronológico de los acontecimientos. Ello se debe, seguramente, al proceso de su composición por su secretario Baruc quien reunió diversas profecías e incluso pertenecientes a diversas épocas del largo ministerio del profeta. Los mensajes dirigidos por Dios a Judá por intermedio de Jeremías se dieron durante los reinados de los últimos cinco reyes: Josías, Joacaz, Joacín, Joaquín, y Sedecías.
En el pasaje de este Domingo Jeremías ha anunciado la destrucción de Jerusalén (ver Jr 19) y Fasur (o Pasjur, hijo de Imer, sacerdote y oficial importante en el templo) lo manda azotar y lo echa en el cepo, sujetándolo por el cuello, los brazos y pies mediante grillos. Luego el profeta dirá una serie de maldiciones e imprecaciones que no son sino enfáticas expresiones muy usadas en el Oriente para expresar un vivo dolor. El terror rodea al profeta por todas partes; acaba de ser azotado injustamente, solamente por haber anunciado la palabra de Yahveh, sus enemigos triunfan y el mismo Dios parece haberle desamparado. Si Jesucristo en la hora de su suprema agonía exclama: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?»(Mt 27,46); ¡cuánto más comprensibles son las profundas quejas del profeta!
Sin embargo, vemos inmediatamente el divino consuelo que Jeremías halla después de este desahogo. Pues la persecución es una de las ocho bienaventuranzas anunciadas por Jesucristo: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» Mt 5,11-12)
La misión apostólica
El Domingo pasado leíamos el comienzo del discurso de la misión apostólica. Allí se narraba el momento en que Jesús, llamando a sus doce discípulos, los envió a proclamar «que el Reino de los cielos está cerca». Jesús los envía, después de darles diversas instrucciones acerca de lo necesario para esta misión y sobre el modo de proceder al llegar a cada ciudad o pueblo en que entren. En seguida les predice las persecuciones que deberán padecer y los previene: «Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mi causa seréis llevados ante gobernado¬res y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles» (Mt 10,17-18). Se habla aquí de dar testimonio ante gobernadores y reyes y, sobre todo, «¡ante los gentiles!». Es evidente que Jesús está hablando de la misión universal, la que encomendó a sus apóstoles antes de su Ascensión al cielo.
Uno de los aspectos de esta misión de salvación es la persecución. Jesús es crudamente claro y los previene contra toda falsa expectativa. Si el apóstol quiere ser fiel a su misión sufrirá persecución: «Seréis odiados por todos por causa de mi nombre… cuando os persigan en una ciudad huid a otra, y si también en ésta os persiguen, marchaos a otra…». Si la misión es la misma que Jesús recibió de su Padre, entonces la suerte que espera a sus enviados es la misma que tuvo él: «No está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo. Ya le basta al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su amo. Si al dueño de la casa lo han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos!». Llamar a Jesús con el nombre del príncipe de los demonios es lo máximo; nadie podría imaginar algo más falso. Los enviados de Jesús deberán esperar ser llamados cosas peores. Y no sólo esto, sino que, por su fidelidad a la verdad que tienen que anunciar, deberán también esperar ser sometidos a muerte, como lo fue Jesús. Aquí comienza el Evangelio de este Domingo.
¡No tengan miedo!
En el pasaje que leemos, Jesús exhorta tres veces a sus apóstoles a no tener miedo. Lo primero que no hay que temer es que la Buena Nueva pudiera ser silenciada y la obra de Cristo pudiera quedar sin efecto, como quisieron hacer las autoridades judías, que dicen a Pedro y Juan: «Os habíamos prohibido severamente enseñar en ese Nombre, y vosotros habéis llenado Jerusalén con vuestra doctrina» (Hch 5,28). Ante esta amenaza de silenciar a los apóstoles, Jesús les dice por primera vez: «No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo sobre los terrados». Jesús asegura que el mensaje evangélico es indetenible por parte de los hombres y que su obra es indestructible. Esta predicción se ha revelado verdadera, pues en la historia se ha visto que mientras más se ha tratado de ahogar la Palabra, más se ha difundido.
Por segunda vez Jesús los exhorta a no temer, esta vez se trata de no temer a la muerte violenta que podrían sufrir los apóstoles: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma». Aquí tendrá cumplimiento esta palabra: «Aunque mueran, vivirán». Es el espectáculo impresionante que han dado los mártires de todos los tiempos; han desafiado a la muerte y a sus verdugos esperan¬do en la vida eterna, confiados en la promesa de Cristo: «Al que me reconozca delante de los hombres, lo reconoceré también yo ante mi Padre que está en el cielo». Entonces Jesús agrega a quién ¡hay que temer!: «Temed a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en el infierno». Hay que temer, por encima de todas las cosas, la sentencia que recibirán en el juicio los que hayan despreciado a Cristo: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt 25,41). A estos Jesús dirá: «No os conozco» (Mt 7,23), pues así lo había advertido: «Quien me niegue ante los hombres, lo negaré también yo ante mi Padre que está en los cielos».
El tercer motivo para deponer todo temor a los hombres, es que estamos en las manos de nuestro Padre y él nos ama y nos protege. Dios nos conoce más que lo que cada uno se conoce a sí mismo y le interesamos más. Tanto nos ama que para salvarnos entregó a su propio Hijo. El es más íntimo a nosotros que nosotros mismos. Y para decirlo de una manera más impactante, Jesús asegura que Dios tiene computado el número de todos nuestros cabellos y que no cae uno solo sin que él lo permita, «sin el consentimiento de vuestro Padre». ¡Cuánto más vela nuestro Padre por nuestra vida! Si creemos en esta palabra, ¿a quién temeremos?
Una palabra del Santo Padre:
«¡Contemplad y reflexionad! Dios nos ha creado para compartir su misma vida; nos llama a ser sus hijos, miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo, templos luminosos del Espíritu del Amor. Nos llama a ser “suyos”: quiere que todos seamos santos. Queridos jóvenes, ¡tened la santa ambición de ser santos, como Él es santo!
Me preguntaréis: ¿pero hoy es posible ser santos? Si sólo se contase con las fuerzas humanas, tal empresa sería sin duda imposible. De hecho conocéis bien vuestros éxitos y vuestros fracasos; sabéis qué cargas pesan sobre el hombre, cuántos peligros lo amenazan y qué consecuencias tienen sus pecados. Tal vez se puede tener la tentación del abandono y llegar a pensar que no es posible cambiar nada ni en el mundo ni en sí mismos.
Aunque el camino es duro, todo lo podemos en Aquel que es nuestro Redentor. No os dirijáis a otro si no a Jesús. No busquéis en otro sitio lo que sólo Él puede daros, porque «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hc 4,12). Con Cristo la santidad –proyecto divino para cada bautizado– es posible. Contad con él, creed en la fuerza invencible del Evangelio y poned la fe como fundamento de vuestra esperanza. Jesús camina con vosotros, os renueva el corazón y os infunde valor con la fuerza de su Espíritu.
Jóvenes de todos los continentes, ¡no tengáis miedo de ser los santos del nuevo milenio! Sed contemplativos y amantes de la oración, coherentes con vuestra fe y generosos en el servicio a los hermanos, miembros activos de la Iglesia y constructores de paz. Para realizar este comprometido proyecto de vida, permaneced a la escucha de la Palabra, sacad fuerza de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía y de la Penitencia. El Señor os quiere apóstoles intrépidos de su Evangelio y constructores de la nueva humanidad.
Pero ¿cómo podréis afirmar que creéis en Dios hecho hombre si no os pronunciáis contra todo lo que degrada la persona humana y la familia? Si creéis que Cristo ha revelado el amor del Padre hacia toda criatura, no podéis eludir el esfuerzo para contribuir a la construcción de un nuevo mundo, fundado sobre la fuerza del amor y del perdón, sobre la lucha contra la injusticia y toda miseria física, moral, espiritual, sobre la orientación de la política, de la economía, de la cultura y de la tecnología al servicio del hombre y de su desarrollo integral».
San Juan Pablo II. 29 de junio de 1999.
Mensaje a los Jóvenes con ocasión de la XV Jornada Mundial de la Juventud
https://www.youtube.com/watch?v=qkCR3r6_7KU
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. Lee pausadamente el Salmo 27 (26): «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién he de temer? ¿por quién he de temblar?»
2. «Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados», nos dice el Señor en el Evangelio. ¿En qué situaciones concretas proclamo la Palabra del Señor? ¿Tengo miedo de hacerlo…?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 543- 550.