«No tentarás al Señor tu Dios»
Domingo de la Semana 1ª de Cuaresma. Ciclo A
Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 4,1-11
Una de las constantes en las lecturas de este primer Domingo de Cuaresma es la relación con el tentador y el mal. En este sentido el Evangelio (San Mateo 4,1-11) nos ofrece un tema central para la vida cristiana: Jesucristo nos muestra cómo se puede vencer a la tentación. Por otro lado, vemos en la lectura del Génesis (Génesis 2, 7-9; 3,1-7), cómo Adán y Eva ceden al tentador. Sin embargo, así como por un sólo hombre ha entrado el pecado en la creación; por un solo hombre, Jesucristo el Verbo Encarnado, ha venido la gracia y la Salvación (Romanos 5,12-19).
La Iglesia celebra hoy el primer Domingo de Cuaresma, que como su nombre lo indica, es un período de cuarenta días que terminará con el Domingo de Resurrección donde celebramos la Pascua del Señor. Comienza, por tanto, cuarenta días antes de esa fecha – un día miércoles – con el signo austero y expresivo de las cenizas, que puestas sobre nuestra frente, nos recuerdan una verdad rotunda: «Polvo eres y en polvo te convertirás».
La primera caída y el Nuevo Adán
«Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, ya que todos pecaron» (Rm 5,12). Esta frase de la carta de San Pablo a los Romanos se refiere al pecado de Adán, padre de toda la humanidad. Por ese pecado de Adán entró la muerte en el mundo, pues a él Dios le había dicho: «Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gn 2,17). Podemos entender que Adán muriera, porque él pecó habiendo sido advertido. Pero… ¿por qué «alcanzó la muerte a todos los hombres»?
El Catecismo de la Iglesia Católica nos responde esta difícil pregunta: «Todo el género humano es en Adán «sicut unum corpus unius hominis» («Como el cuerpo único de un único hombre»). Por esta «unidad del género humano», todos los hombres están implicados en el pecado de Adán, como todos están implicados en la justicia de Cristo. Sin embargo, la transmisión del pecado original es un misterio que no podemos comprender plenamente.
Pero sabemos por la Revelación que Adán había recibido la santidad y la justicia originales no para él solo sino para toda la naturaleza humana: cediendo al tentador, Adán y Eva cometen un pecado personal, pero este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído. Es un pecado que será transmitido por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales. Por eso, el pecado original es llamado «pecado» de manera análoga: es un pecado «contraído», «no cometido», un estado y no un acto» (Catecismo de la Iglesia Católica, 404).
El Evangelio nos muestra justamente lo opuesto al pecado de Adán. El mismo que hizo caer a Adán e introdujo la muerte en el mundo va a intentar ahora hacer caer a Jesús. Pero el desenlace es completamente distinto. Dios había sentenciado a la serpiente antigua, refiriéndose a uno que sería «descendencia de la mujer»: «Él te pisoteará la cabeza, mientras acechas tú su talón» (Gn 3,15). Si Adán es considerado la cabeza de la humanidad, Cristo, el nuevo Adán; lo es con mucho más razón. Si por el pecado de Adán entró la muerte, por la fidelidad de Cristo nos viene la vida.
Esto es lo que Él mismo declara: «He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). San Juan nos dice: «en él estaba la vida» (Jn 1,4). Este don es el que quería destruir el diablo y es el que destruye cada vez que nos tienta. Pero fue vencido por Cristo ya que «si por el delito de un solo hombre comenzó el reinado de la muerte,…cuánto más ahora, por un solo hombre, Jesucristo, vivirán todos» (Rm 5,17).
«Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu…»
El Evangelio de hoy comienza con el adverbio de tiempo «entonces». Pero este adverbio no tiene sentido sino en relación a lo que precede. Y lo que precede inmediatamente es la voz del Padre que, en el bautismo de Jesús en el Jordán, declara: «Este es mi Hijo amado en quien me complazco» (Mt 3,17). ¿Qué relación hay entre esta declaración del Padre y las tentaciones en el desierto? Por otro lado, el Espíritu que se vio bajar sobre Jesús en forma de paloma, es el que ahora lo lleva al desierto; y lo lleva con una finalidad: «ser tentado por el diablo». ¿Cómo es posible que el Espíritu lo ponga en la situación de ser tentado?
Para responder a estas preguntas, debemos recordar que en la Biblia hay otro período caracterizado por el número cuarenta, esta vez «cuarenta años». Se trata del tiempo que Israel peregrinó por el desierto de Sinaí después de su salida de Egipto antes de entrar en la tierra prometida. Ese tiempo también fue un período de prueba. Pero ¿qué relación tiene Israel con el «Hijo de Dios»? También a Israel, Dios lo llama «su hijo». Cuando manda a Moisés a pedir al Faraón la salida de Israel, le ordena decir estas palabras: «Así dice Yahveh: Israel es mi hijo, mi primogénito… Deja ir a mi hijo para que me dé culto» (Ex 4,22-23). Y el mismo Moisés dice al pueblo: «Acuérdate de todo el camino que Yahveh tu Dios te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón: si ibas o no a guardar sus mandamientos» (Deut 8,2).
Siglos más tarde, comentando esos hechos, el profeta Oseas transmitía esta queja de Dios: «Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí» (Os 11,1-2). Ese hijo, que Dios reconoce como «su hijo primogénito», fue infiel.
Ahora, en cambio, respecto de Jesús, el Padre declara: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mt 3,17). E inmediatamente después de estas palabras, sigue el viaje de Jesús al desierto y las tentaciones. Allí Jesús, igual que ese otro hijo que fue Israel, pasará un tiempo de prueba en el desierto; pero él se comportará como un Hijo fiel a su Padre, reparando así la infidelidad y el pecado de su pueblo.
«Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes»
La Encarnación consiste en que el Hijo de Dios, sin dejar de ser verdadero Dios, se hizo «verdadero Hombre» y sufrió todo lo que tiene que sufrir un hombre: «Fue probado en todo igual que nosotros, excepto el pecado» (Hb 4,15). Jesús fue tentado, para enseñarnos que sufrir la tentación no es moralmente reprobable sino que responde a la condición de nuestra humanidad.
Después de ayunar cuarenta días, Jesús sintió hambre, como es natural, y tuvo un fuerte deseo de comer. Él, que pudo nutrir a las multitudes, ¿no podía convertir las piedras en pan? Sí, podía. Pero eso habría significado hacer un milagro para saciar su hambre. Y esta era la tentación. Esta era la acción que el diablo le sugería: convertir las piedras en panes. ¿Por qué habría sido pecado ceder a ella, qué habría tenido de malo?
Ceder a ella habría sido vaciar de todo su significado la Encarnación; ya no habría sido «igual a nosotros en todo», si para saciar su hambre o para resolver cualquier otra necesidad le hubiera bastado hacer un milagro. Habría sido infiel a su misión y a la voluntad de su Padre. Tal vez esto recordaba Jesús cuando advierte a los discípulos: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado» (Jn 4,34). Esta tentación se parece mucho a la que sufrió en la cruz: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz». Jesús podía bajar de la cruz. Pero eso habría sido frustrar toda la Salvación; no habría cumplido su misión de «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo».
«Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito…»
La segunda tentación es semejante a la primera, pero es más sutil. Jesús había rechazado la primera tentación apoyándose en la Palabra de Dios y ya que es así, para satisfacerlo, el tentador toma «una palabra que sale de la boca de Dios» y le sugiere, en esta segunda tentación, realizar su condición de Mesías con ostentación de poder, con legiones de ángeles a sus órdenes; y la Escritura parecía apoyar esta visión. Pero Dios tenía previsto algo diferente.
Es lo que Jesús explica a Pedro cuando éste quiere evitar que sea aprendido: «¿Piensas que no puedo rogar a mi Padre, que pondría al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles? Mas ¿cómo se cumplirían las Escrituras de que (el Mesías tiene que padecer)?» (Mt 26,53-54). Jesús rechazó la tentación y fue fiel a su misión, tal como se la había encomendado su Padre, hasta las últimas consecuencias. El «no tenía apariencia ni presencia… despreciable y deshecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias» (Is 53,2-3).
«Todo esto te daré si postrándote me adoras»
La tercera tentación es la más burda. El diablo está vencido, pero intenta seducir a Jesús con la riqueza. De Jesús, el Verbo eterno de Dios, está escrito: «Todo fue hecho por El y para El» (Col 1,16). Pero El se Encarnó y como hombre nació en un pesebre y no tenía donde reclinar su cabeza. Si hubiera cedido al deseo de tener riquezas -en esto consistió la tentación- no habría asumido hasta el último de los hombres, como era la misión que le encomendaba su Padre. Renunciar a cumplir nuestra vocación a la santidad, renunciar al bien y a la verdad por el afán de las riquezas, eso es abandonar a Dios y adorar al diablo. Jesús rechaza la tentación citando el primero de los mandamientos: «Sólo al Señor tu Dios adorarás».
Una palabra del Santo Padre:
«El rico sólo reconoce a Lázaro en medio de los tormentos de la otra vida, y quiere que sea el pobre quien le alivie su sufrimiento con un poco de agua. Los gestos que se piden a Lázaro son semejantes a los que el rico hubiera tenido que hacer y nunca realizó. Abraham, sin embargo, le explica: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces» (v. 25). En el más allá se restablece una cierta equidad y los males de la vida se equilibran con los bienes.
La parábola se prolonga, y de esta manera su mensaje se dirige a todos los cristianos. En efecto, el rico, cuyos hermanos todavía viven, pide a Abraham que les envíe a Lázaro para advertirles; pero Abraham le responde: «Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen» (v. 29). Y, frente a la objeción del rico, añade: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto» (v. 31).
De esta manera se descubre el verdadero problema del rico: la raíz de sus males está en no prestar oído a la Palabra de Dios; esto es lo que le llevó a no amar ya a Dios y por tanto a despreciar al prójimo. La Palabra de Dios es una fuerza viva, capaz de suscitar la conversión del corazón de los hombres y orientar nuevamente a Dios. Cerrar el corazón al don de Dios que habla tiene como efecto cerrar el corazón al don del hermano.
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma es el tiempo propicio para renovarse en el encuentro con Cristo vivo en su Palabra, en los sacramentos y en el prójimo. El Señor ―que en los cuarenta días que pasó en el desierto venció los engaños del Tentador― nos muestra el camino a seguir. Que el Espíritu Santo nos guíe a realizar un verdadero camino de conversión, para redescubrir el don de la Palabra de Dios, ser purificados del pecado que nos ciega y servir a Cristo presente en los hermanos necesitados. Animo a todos los fieles a que manifiesten también esta renovación espiritual participando en las campañas de Cuaresma que muchas organizaciones de la Iglesia promueven en distintas partes del mundo para que aumente la cultura del encuentro en la única familia humana. Oremos unos por otros para que, participando de la victoria de Cristo, sepamos abrir nuestras puertas a los débiles y a los pobres. Entonces viviremos y daremos un testimonio pleno de la alegría de la Pascua».
Papa Francisco. Mensaje para la Cuaresma 2017.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿Qué voy hacer para poder vivir lo que la Iglesia me recomienda de manera especial para este tiempo de Cuaresma: la limosna, el ayuno y la oración?
2. Vale la pena memorizar cada una de las respuestas de Jesús y utilizarlas como armas poderosas contra las tentaciones de nuestro tiempo. ¿Qué tan consciente soy de cómo el demonio me tienta?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 397- 409; 538 – 540