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«Recibid el Espíritu Santo»

Solemnidad de Pentecostés. Ciclo C – 5 de junio de 2022

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 20,19-23

El Domingo de Pentecostés es la culminación del ciclo Pascual. Con esta solemne festividad se cierra la cincuentena pascual en la que hemos celebrado el misterio de Cristo Resucitado y Glorioso y se inicia nuevamente el Tiempo Ordinario. No es que el Espíritu Santo aparezca por primera vez al fin del tiempo Pascual, su presencia es notoria ya desde la Pascua de Resurrección, como vemos en el Evangelio de este Domingo. Antes de su Ascensión, el Señor había preparado a sus discípulos más cercanos: «les conviene que me vaya, porque si no lo hago, no podré enviarles al Espíritu Paráclito[1]», es decir, al defensor y consolador. Con la venida del Espíritu Santo sobre María, la Madre de Jesús y los apóstoles, comienza un tiempo nuevo, el que se extenderá hasta la segunda venida del Señor. Se inaugura la acción y la misión de la Iglesia (Hechos de los Apóstoles 2, 1- 11). El Espíritu Santo, alma de la Iglesia, es el principio de unidad que edifica la comunidad creyente en un solo Cuerpo, el de Cristo, con la pluralidad de carismas y funciones (1Corintios 12, 3b- 7. 12-13).

La Promesa del Padre

Poco antes de ascender al cielo, Jesús había mandado a sus discípulos «que no se ausentasen de Jerusalén, sino que esperasen la Promesa del Padre». Ciertamente los apóstoles se habrán preguntado: ¿Cuál promesa? Por eso Jesús continúa: «Seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días». Y aclara más aún: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,4.5.8). Y luego Jesús fue llevado al cielo. Después de esta precisa instrucción de Jesús, nadie se atrevió a moverse de Jerusalén. La «Promesa del Padre» había de ser un don de valor incalculable que nadie se quería perder. Es así que cuando volvieron del monte de la Ascen­sión, los apóstoles subieron a la estancia superior, donde vivían, y allí se dispusieron a esperar. El relato continúa nombrando a todos los apóstoles, uno por uno; a esta cita no falta ninguno, ni siquiera Tomás: «Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo sentir, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1,14). Allí estaba congregada la Iglesia fundada por Jesús alrededor de la Madre del Maestro Bueno: María de Nazaret. La naciente Iglesia estaba a la espera de algo que no conocía y que vendría en fecha in­cier­ta. Mientras no llegara, no podía moverse. La Promesa del Padre llegó el día de Pente­costés, que era una fiesta judía que se celebra­ba cincuenta días después de la Pascua de los judíos. Entonces comenzaron a moverse…

La fiesta de Pentecostés

Tres eran las principales fiestas judías antiguas que perduraban en el tiempo de Jesús. Provenían de tiempo inmemorial, cuando Israel no existía aún como nación. Más tarde, habían sido asumidas como una disposi­ción divina y codifi­cadas en la ley dada a Moisés. Allí se establece: «Tres veces al año me celebra­rás fiesta. Guar­darás la fiesta de los Ázi­mos… en el mes de Abib, pues en él saliste de Egipto… También guardarás la fiesta de la Siega de las primicias de lo que hayas sembrado en el campo. Y la fiesta de la Recolección al término del año» (Ex 23,14-17). La primera de estas fiestas consistía en el sacrifi­cio de un cordero y su comida, según un determinado ritual.

Esta fiesta coincidió con la salida de Israel de su cauti­verio en Egipto, ocasión en que la sangre del cordero tuvo un rol tan determinante en la salvación del Pueblo de Dios. Esta fiesta adquirió el nombre hebreo “pésaj”[2] que se tradujo al latín «pascha» y al castellano «pascua». En el tiempo de Cristo, la «pascua de los judíos» consistía en el sacrificio y comida del corde­ro pascual en memoria del gran hecho salvífico del éxodo (la liberación de Israel de su exilio en Egipto). El Evan­gelio es cons­tante en afirmar que Jesucristo murió en la cruz cuando se celebraba la pascua de los judíos y se sacrificaba el cordero pascual. A Jesucristo se le llamó el «Cordero de Dios» porque su muerte en la cruz fue un sacrificio ofre­cido a Dios por el perdón de los pecados.

La segunda de las fiestas judías, llamada también la fiesta de las semanas, debía celebrarse siete semanas después de la Pascua (ver Lev 23,15-16). En la traducción griega de la Biblia, ese espacio de tiempo de cincuenta días, dio origen al nombre «Pentecos­tés», que significa literalmente «quincuagésimo». Origi­nalmente era una fiesta agrícola de la siega; pero, visto que se celebraba cincuenta días después de la Pascua, que conmemoraba la salida de Egipto, pronto esta fiesta se asoció al don de la ley en el Sinaí y se celebraba la renovación de la alianza con el Señor. En el Talmud[3] se transmite la sentencia del Rabi Eleazar: «Pente­costés es el día en que fue dada la Torah (la ley)». Este término también sufrió una reinterpretación cristiana y hoy día Pentecostés conmemora la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles en forma de lenguas de fuego, porque este hecho fundacional de la Iglesia coinci­dió con ese día. De esta manera Dios, en su divina pedagogía, nos enseña que por el don del Espíritu Santo nace el Nuevo Pueblo de Dios que es la Iglesia; así como la entrega de la ley mosaica había constituido el antiguo pueblo de Israel.

El Viento: signo del Espíritu Santo 

Y ocurrió en esta forma: «Ese día vino de repente un ruido del cielo, como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban… y quedaron todos llenos de Espíritu Santo» (Hech 2,2.4). El viento impetuoso es un signo del Espíritu de Dios[4], que, llenando el corazón de cada uno de los fieles, dio vida a la Iglesia. La Iglesia es una nueva creación de Dios y fue animada por el soplo de Dios. El poder creador del Espíritu de Dios está afirmado en la primera frase de la Biblia: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión… y un viento (espíritu) de Dios aleteaba por encima de las aguas» (Gen 1,1-2). Por la acción de este Espíritu se opera el ordenamiento del mundo: la luz, el firmamento, el retroceso de las aguas y la aparición de la tierra seca, la generación de los vegetales, plantas y árboles, los astros, el hombre. Nos recuerda también, el episodio de la creación del hombre. El libro del Génesis relata este hecho maravilloso en forma escueta: «El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, y sopló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser vi­viente» (Gen 2,7).

Es el mismo gesto de Cristo Resucitado que nos relata el Evangelio de hoy. Apareciendo ante sus apóstoles con­gregados aquel día primero de la semana, después de salu­darlos Jesús «sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíri­tu San­to». El soplo de Cristo es el Espíritu Santo y tiene el efecto de dar vida a la Igle­sia naciente. En esta forma, Jesús reivindica para sí una propiedad divina: su soplo es soplo divino, su soplo es el Espíritu de Dios. Un soplo que produce tales efectos lo puede emitir sólo Dios mismo.

El perdón de los pecados

Después de darles el Espíritu Santo, Jesús agrega estas palabras: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quie­nes se los retengáis, les quedan reteni­dos». El perdón de los pecados es una prerrogativa exclusiva de Dios. Tenían razón los fariseos cuando en cierta ocasión pro­testaron: «¿Quién puede perdo­nar pecados sino sólo Dios?» (Mc 2,7). En esa ocasión Jesús demostró que Él puede perdonar los pecados; y aquí nos muestra que puede también conferir este poder a los após­toles y a sus suce­so­res. Y lo hace comunicándoles su Espíritu. Es que el perdón de los peca­dos es como una nueva crea­ción; es un paso de la muerte a la vida[5], y ya hemos visto que Dios da vida infun­diendo su Espíritu. El pecado destruye el amor en el corazón del hombre, hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. El perdón del pecado no es solamente una declaración que Dios no considera el pecado, sino que transforma radicalmente el corazón del hombre infundién­dole el amor. Pero esto sólo el Espíritu puede hacerlo, pues «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5).

«Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados»

La Segunda Lectura realiza el paso del primer Pentecostés a la perenne asistencia del Espíritu Santo  en la vida cotidiana de la Iglesia, donde el Espíritu actúa mediante los carismas y los ministerios. El contexto previo es la consulta que los corintios habían hecho a Pablo sobre los criterios para distinguir los carismas auténticos de los falsos. El Apóstol establece dos criterios de autenticidad; uno es doctrinal y el otro comunitario. El doctrinal es la confesión de Jesús como el Señor. El que hace está confesión está animado por el Espíritu Santo. El segundo criterio es que en todo carisma que sirve al bien común del grupo creyente se manifiesta la acción del Espíritu que es riqueza y vida. La diversidad de los carismas auténticos en los miembros de la comunidad no obsta a la unidad dentro de la misma. Su origen es el Espíritu de Dios, en el que todos hemos sido bautizados para construir un solo Cuerpo: la Iglesia.

Una palabra del Santo Padre:

«Vayamos, pues, al comienzo de la Iglesia, al día de Pentecostés. Y fijémonos en los Apóstoles: muchos de ellos eran gente sencilla, pescadores, acostumbrados a vivir del trabajo de sus propias manos, pero estaba también Mateo, un instruido recaudador de impuestos. Había orígenes y contextos sociales diferentes, nombres hebreos y nombres griegos, caracteres mansos y otros impetuosos, así como puntos de vista y sensibilidades distintas. Todos eran diferentes. Jesús no los había cambiado, no los había uniformado y convertido en ejemplares producidos en serie. No. Había dejado sus diferencias y, ahora, ungiéndolos con el Espíritu Santo, los une. La unión —la unión de la diversidad— se realiza con la unción. En Pentecostés los Apóstoles comprendieron la fuerza unificadora del Espíritu. La vieron con sus propios ojos cuando todos, aun hablando lenguas diferentes, formaron un solo pueblo: el pueblo de Dios, plasmado por el Espíritu, que entreteje la unidad con nuestra diversidad, y da armonía porque en el Espíritu hay armonía.

Pero volviendo a nosotros, la Iglesia de hoy, podemos preguntarnos: “¿Qué es lo que nos une, en qué se fundamenta nuestra unidad?”. También entre nosotros existen diferencias, por ejemplo, de opinión, de elección, de sensibilidad. Pero la tentación está siempre en querer defender a capa y espada las propias ideas, considerándolas válidas para todos, y en llevarse bien sólo con aquellos que piensan igual que nosotros. Y esta es una fea tentación que divide. Pero esta es una fe construida a nuestra imagen y no es lo que el Espíritu quiere. En consecuencia, podríamos pensar que lo que nos une es lo mismo que creemos y la misma forma de comportarnos. Sin embargo, hay mucho más que eso: nuestro principio de unidad es el Espíritu Santo. Él nos recuerda que, ante todo, somos hijos amados de Dios; todos iguales, en esto, y todos diferentes. El Espíritu desciende sobre nosotros, a pesar de todas nuestras diferencias y miserias, para manifestarnos que tenemos un solo Señor, Jesús, y un solo Padre, y que por esta razón somos hermanos y hermanas. Empecemos de nuevo desde aquí, miremos a la Iglesia como la mira el Espíritu, no como la mira el mundo. El mundo nos ve de derechas y de izquierdas, de esta o de aquella ideología; el Espíritu nos ve del Padre y de Jesús. El mundo ve conservadores y progresistas; el Espíritu ve hijos de Dios. La mirada mundana ve estructuras que hay que hacer más eficientes; la mirada espiritual ve hermanos y hermanas mendigos de misericordia. El Espíritu nos ama y conoce el lugar que cada uno tiene en el conjunto: para Él no somos confeti llevado por el viento, sino teselas irremplazables de su mosaico».

Papa Francisco. Solemnidad de Pentecostés. Domingo 31 de mayo de 2020

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

1. El Espíritu actúa en lo más íntimo del ser humano, actúa iluminando la inteligencia para que pueda conocer a Cristo y habilitando la voluntad para que pueda amar a Dios y al prójimo. ¿Cómo vivo el amor a Dios y al prójimo?

 2. ¿Cómo es mi relación con el Espíritu Santo? ¿Soy dócil a sus mociones (movimientos interiores) en mi vida?

 3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 683- 701. 731- 741

[1] Paráclito (en griego, el llamado, el auxiliador). Descripción de Jesucristo y del Espíritu Santo en los escritos juaninos. Aunque tuvo originalmente un sentido de defensor (en latín advocatus que significa abogado); Sam Juan lo usa en sentido activo, como «el protector», «el que fortalece» o, si traducimos con menos exactitud, «el consolador».

[2] Término de origen y significado oscuros pero que algunos remontan al pasaje del Ex 12,23.

[3] Talmud: (en hebreo: enseña). Tradición judaica que representa casi un milenio de tradición rabínica. Consiste en una enorme cantidad de textos de interpretación bíblica, explicación de las leyes y de sabiduría práctica que originalmente se transmitía de forma oral. Adquirió su forma escrita antes de 550 d.C.

[4] Es claro que la efusión del Espíritu Santo está relacio­nada con el viento. Esta relación resulta más evidente si se considera que en las lenguas bíblicas la misma palabra dice «viento» y «espíritu», en hebreo «rúaj» y en griego «pnéuma».

[5] «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14).

Written by Rafael De la Piedra