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«Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito» The Communion of the Apostles (La communion des apôtres) Full view

«Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito»

Domingo de la Semana 6ª de Pascua. Ciclo A
Lectura del Santo Evangelio según San Juan 14, 15-21

«Yo rogaré al Padre y Él les enviará otro Paráclito que esté siempre con ustedes». Esta frase del Evangelio (San Juan 14, 15-21) unifica la liturgia de la Palabra previo a la Ascensión y a Pentecostés. La naciente Iglesia ha vivido una larga experiencia de encuentro con Jesucristo Resucitado y ahora anuncia su partida. Pero Jesucristo nunca dejará sola a su Iglesia. Revela el misterio Trinitario y promete la presencia de un Defensor: el Espíritu Santo. Este discurso de despedida del Señor nos hace crecer en la esperanza cristiana y exclamar, junto con el salmista, que el evento de Pentecostés es una «obra admirable» y que toda la tierra ha de aclamar al Señor pues ha hecho prodigios por los hombres.

Así los samaritanos, apóstatas del judaísmo, serán admitidos con alegría a la comunidad cristiana por la acción del Espíritu Santo que no hace acepción de personas, bastando sólo su conversión y aceptación de la Palabra de Dios (Hechos de los Apóstoles 8,5-8.14-17). También, con la fuerza del Espíritu que resucitó a Jesús podrán los cristianos hacer el bien y así glorificar a Cristo en sus corazones; dando razón de su esperanza a todo el que se la pidiere (Primera carta de San Pedro 3,15-18).

«Yo enviaré otro Paráclito»

El Evangelio de este Domingo contiene la primera de las cinco promesas del Espíritu Santo que hace Jesús a sus apóstoles en su discurso de despedida durante la última cena: «Yo pediré al Padre, y os dará otro Paráclito…, el Espíritu de la verdad…» (Jn 14,16.17). Lo primero que llama la atención es el nombre dado al Espíritu Santo: «Paráclito». Este término es propio de San Juan en el Nuevo Testamento. Pertenece a un contexto jurídico y designa a quien viene en ayuda de otro, sobre todo en el curso de un proceso judicial. Habrá que traducirlo, entonces, por asistente, defensor, abogado. Con este término queda insinuado el tema del conflicto de los discípulos con el mundo que vamos a leer en la Carta de San Pedro. En este conflicto ellos no tienen que temer porque el Padre les dará un Paráclito. San Juan da al Espíritu Santo el nombre de «Paráclito» destacando el rol de asistencia que tiene en la tierra.

Algo que también nos llama la atención es que Jesús no promete «un Paráclito», sino «otro Paráclito». Si éste es «otro», ¿quiere decir que hay ya uno? En efecto. El primer gran defensor, el que ha estado con los discípulos y los ha asistido hasta ese momento, es Jesús mismo. Pero Jesús está anunciando su partida; cuando él haya partido, vendrá el Espíritu Santo, que es llamado «otro Paráclito», porque continuará entre los discípulos la obra realizada por Jesús. En esta misma ocasión, dirigiéndose al Padre, Jesús destaca su rol de «defensor» en relación a sus discípulos: «Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido» (Jn 17,12). Esta es la tarea que tendrá ahora el Espíritu Santo.

«No os dejaré huérfanos»

Jesús anuncia su partida inminente; pero asegura que volverá pronto a los suyos: «No os dejaré huérfanos : volveré a vosotros». Este regreso no se refiere a las apariciones de Cristo Resucitado, sino a una presencia suya espiritual, interior y permanente, según su promesa que leemos en la última frase del Evangelio de San Mateo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Entonces sólo los discípulos lo verán: «Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis». La capacidad de ver a Jesús vivo junto a los suyos será la obra del Espíritu Santo. Jesús dice claramente cuál es la condición para que alguien pueda verlo: «El que me ame… yo me manifestaré a él». Podemos precisar aun más esta condición: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama». Por tanto, para ver a Jesús es necesario amarlo, pero en la forma concreta de observar su voluntad. Esta condición no la cumple el mundo. Por eso Jesús dice: «El mundo ya no me verá». Los discípulos, en cambio, sí la cumplen: «Vosotros sí me veréis».

Jesús, entonces, no se manifestará al mundo (Jn 14,22). Y esto será porque al Paráclito, que deberá realizar su presencia espiritual entre los hombres, «el mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce». La expresión «no puede» indica una incapacidad radical. La condición para recibir el Espíritu Santo es justamente la fe en Jesucristo. El Padre quiere dar el Paráclito a petición de Jesús, pero el mundo es incapaz de recibir este don del Padre, porque no cree en Jesús. Al final de la frase Jesús indica otro motivo para esta incapacidad del mundo de recibir el Espíritu: «porque no lo ve ni lo conoce».

¿Cómo puede alguien «ver» el Espíritu?

El Evangelista San Juan usa aquí el verbo «theorein». Pero este verbo no se aplica nunca a una visión puramente espiritual. Si Jesús reprocha al mundo no «ver» el Espíritu, quiere decir que no logra percibirlo a través de sus manifestaciones exteriores. Se trata aquí de las manifestaciones del Espíritu en la Persona, en el ministerio y en la palabra de Jesús mismo. Puesto que el mundo se ha mostrado incapaz de «ver-percibir» el Espíritu Santo actuando en la persona de Jesús, ahora no puede «reconocerlo». Por eso dice Jesús que el mundo es incapaz de recibir el Espíritu; el mundo no está en la disposición requerida para recibir este don del Padre. La situación de los discípulos es diametralmente opuesta. Es a los discípulos a quienes el Padre dará el Paráclito, y por tanto, a ellos se manifestará Jesús. Los discípulos, a diferencia del mundo, pueden recibir el Paráclito, porque ellos desde ahora están en la disposi¬ción requerida: «vosotros sí lo conocéis, porque mora con vosotros».

Jesús se refiere a la situación de los discípulos antes de su partida. Durante la vida pública de Jesús, el Espíritu estaba actuando en él. Y estando en Jesús, «mora con los discípulos», que fueron llamados para estar siempre con Jesús (ver Mc 3,14; Jn 1,39). Recordamos que la señal dada a Juan el Bautista es ésta: «Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es quien bautiza con Espíritu Santo» (Jn 1,33). Y los discípulos, a diferencia del mundo, son capaces de «ver», es decir discernir, el Espíritu en acción en la vida, obras y palabras de Jesús. En efecto, ellos ya «creían y sabían que Jesús era el Santo de Dios» (Jn 6,64). Por eso, Jesús dice en la última cena que ellos «conocen el Espíritu». Esta experiencia del Espíritu, este conocimiento aún rudimentario e implícito que ellos tienen, es una condición suficiente para que puedan recibir el don del Espíritu.

Este Espíritu, el mundo no lo puede recibir, porque “el mundo” no echa de menos a Jesús. El mundo piensa que puede hacerlo todo sin Jesús. El contraste entre los discípulos y el mundo fue expresado por Jesús en esa misma ocasión cuando advirtió a sus discípulos: «Vosotros lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará». El mundo no necesita un Consolador ni un Defensor, pues se siente satisfecho y autosuficiente. Los discípulos, en cambio, recibirán el Espíritu y entonces se cumplirá lo anunciado por Jesús: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16,20).

El Pentecostés samaritano

En la Primera Lectura vemos cómo se verifica la promesa de Jesús: el Espíritu Santo desciende por medio de Pedro y de Juan sobre los samaritanos, convertidos a la fe y bautizados en el nombre de Jesús, gracias a la predicación y curaciones del diácono Felipe (ver Hch 8, 5-17). Este pasaje constituye una suerte de «Pentecostés samaritano» al igual que en la casa del centurión romano Cornelio (ver Hch 10,44) donde baja el Espíritu Santo en suelo «pagano». Ambos casos son el eco del gran Pentecostés «judío» que leemos al principio de los Hechos de los Apóstoles (2,1-4). Es muy significativa la apertura de Samaría a la Buena Nueva, pues era una zona hostil al judaísmo. Diríamos que es casi pagana para los judíos, aunque con buena imagen en los distintos relatos evangélicos. Los samaritanos que estaban excluidos de la comunidad judía como herejes, entran ahora en la comunidad cristiana, el Nuevo pueblo de Dios, para adorar al Padre en espíritu y verdad, como Jesús dijo a la Samaritana (ver Jn 4,23).

Una palabra del Santo Padre:

«Un Padre de la Iglesia, Orígenes, en una de sus homilías sobre Jeremías, refiere un dicho atribuido a Jesús, que las Sagradas Escrituras no recogen, pero que quizá sea auténtico; reza así: «Quien está cerca de mí está cerca del fuego» (Homilía sobre Jeremías L. I [III]). En efecto, en Cristo habita la plenitud de Dios, que en la Biblia se compara con el fuego. Hemos observado hace poco que la llama del Espíritu Santo arde pero no se quema. Y, sin embargo, realiza una transformación y, por eso, debe consumir algo en el hombre, las escorias que lo corrompen y obstaculizan sus relaciones con Dios y con el prójimo.

Pero este efecto del fuego divino nos asusta, tenemos miedo de que nos «queme», preferiríamos permanecer tal como somos. Esto depende del hecho de que muchas veces nuestra vida está planteada según la lógica del tener, del poseer, y no del darse. Muchas personas creen en Dios y admiran la figura de Jesucristo, pero cuando se les pide que pierdan algo de sí mismas, se echan atrás, tienen miedo de las exigencias de la fe. Existe el temor de tener que renunciar a algo bello, a lo que uno está apegado; el temor de que seguir a Cristo nos prive de la libertad, de ciertas experiencias, de una parte de nosotros mismos. Por un lado, queremos estar con Jesús, seguirlo de cerca; y, por otro, tenemos miedo de las consecuencias que eso conlleva.

Queridos hermanos y hermanas, siempre necesitamos que el Señor Jesús nos diga lo que repetía a menudo a sus amigos: «No tengáis miedo». Como Simón Pedro y los demás, debemos dejar que su presencia y su gracia transformen nuestro corazón, siempre sujeto a las debilidades humanas. Debemos saber reconocer que perder algo, más aún, perderse a sí mismos por el Dios verdadero, el Dios del amor y de la vida, en realidad es ganar, volverse a encontrar más plenamente. Quien se encomienda a Jesús experimenta ya en esta vida la paz y la alegría del corazón, que el mundo no puede dar, ni tampoco puede quitar una vez que Dios nos las ha dado.

Por lo tanto, vale la pena dejarse tocar por el fuego del Espíritu Santo. El dolor que nos produce es necesario para nuestra transformación. Es la realidad de la cruz: no por nada en el lenguaje de Jesús el «fuego» es sobre todo una representación del misterio de la cruz, sin el cual no existe cristianismo. Por eso, iluminados y confortados por estas palabras de vida, elevamos nuestra invocación: ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Enciende en nosotros el fuego de tu amor! Sabemos que esta es una oración audaz, con la cual pedimos ser tocados por la llama de Dios; pero sabemos sobre todo que esta llama —y sólo ella— tiene el poder de salvarnos. Para defender nuestra vida, no queremos perder la eterna que Dios nos quiere dar. Necesitamos el fuego del Espíritu Santo, porque sólo el Amor redime. Amén».

Papa Benedicto XVI. Homilía 23 de Mayo 2010 en la Solemnidad de Pentecostés.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. San Pedro nos dice: «dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza». ¿Soy capaz de dar razón de mi fe y de mi esperanza? ¿Qué medios concretos coloco para poder conocer mejor lo que creo?

2. ¿Cómo puedo prepararme, en familia, para la gran fiesta del Espíritu Santo que será en dos semanas? Leamos las partes de la Biblia en donde se menciona la presencia del Espíritu Santo.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 683 – 690. 1817-1821.

https://www.youtube.com/watch?v=ymtUFn9jwYs

Written by Rafael De la Piedra