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«¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!»

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor. Ciclo C – 14 de abril de 2019
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 22, 14 -23, 56

El Dios que se hace Hombre y nos salva. El Siervo de Yahveh (Isaías 50, 4-7) sufre golpes, insultos y salivazos, pero el Señor le ayuda y le enseña el sentido del dolor. San Pablo, en el himno cristológico de la carta a los Filipenses (Filipenses 2, 6-11), canta a Cristo que «se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo». En la narración de la Pasión según San Lucas (San Lucas 22, 14 -23, 56), Jesús afronta sufrimientos indecibles e incontables, a la manera de un esclavo, pero sabe que todo está dispuesto por el Padre y por ello le confía su Espíritu. Su abajamiento le mereció la exaltación y la gloria de la Resurrección. La exaltación de los Ramos y la Pasión (San Lucas 19, 28-40) están en mutua referencia, aunque el primer paso suene a triunfo y el segundo a humillación. Las lecturas de la Misa que median entre el Evangelio de los Ramos y la lectura de la Pasión hacen como un puente que une los dos misterios de la vida de Jesús.

La Semana Santa

En todo el orbe católico se celebra hoy día el Domingo de Ramos, que conmemora la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, donde había de consumar el sacrificio de sí mismo en la cruz para salvación de todo el género humano. Con esta celebración concluyen los cuarenta días de la Cuaresma y se da comienzo a la Semana Santa. Los días más santos son los del Triduo pascual: desde el Jueves Santo en la tarde hasta el Domingo de Resurrección. En los países de tradición cristiana se cesa del trabajo en estos días para destinarlos a la contemplación de los misterios que nos dieron la salvación. El que los considera simplemente un «fin de semana largo» no ha entendido nada del misterio cristiano y demuestra que no tiene interés en Cristo.

La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén

En el Evangelio de Lucas la entrada de Jesús en Jerusalén adquiere una gran importancia. En efecto, desde el versículo 9,51 hasta el capítulo 10, se nos presenta a Jesús «subiendo a Jerusalén». Cuando empezó a moverse hacia ese destino el evangelista lo destaca así: «Sucedió que como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén» (Lc 9,51). La «asunción» de Jesús es el conjunto de su Pasión, Muerte y Resurrección. La expresión textual dice: «endureció su rostro para dirigirse a Jerusalén». Indica una resolución firme con un propósito deliberado. Jesús sabía bien a qué iba a Jerusalén. Sucesivamente, el Evangelio recordará a menudo este movimiento hacia la ciudad santa.

Gran parte de la lectura que relata la entrada en Jerusalén se concentra sobre el hecho de que Jesús entró en la ciudad montado en un asno. En efecto, antes de entrar, Jesús se detuvo al pie del monte de los Olivos, que está al frente de la ciudad, y desde allí mandó a dos de sus discípulos a Betania a buscar un asno, dándoles esta instrucción: «Encontraréis un pollino atado, sobre el que no ha montado todavía ningún hombre: desatadlo y traedlo». Todo deja entender que es algo que el mismo Jesús había arreglado con conocidos suyos. Por eso bastaría decir a los dueños del asno: «El Señor lo necesita», para que lo dejaran ir. Y así ocurrió. «Y echando sus mantos sobre el pollino, hicieron montar a Jesús». Y en esta cabalgadura entró en Jerusalén.

¿Por qué reviste tanta importancia esta circunstancia? Es que así estaba anunciado que entraría en Jerusalén el Rey de Israel. El profeta Zacarías lo ve ocurrir así y exclama: «¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! Ha aquí que viene a ti tu Rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna» (Zac 9,9). Así lo quiso hacer Jesús para dejar claro que en Él se cumple eso y «todo lo que los profetas escribieron acerca del Hijo del hombre». La gente entendió el gesto y su significado. Por eso al paso de Jesús montado sobre el pollino «extendían sus mantos por el camino… y llenos de alegría se pusieron a alabar a Dios a grandes voces: ‘¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor!».

Los fariseos al ver las aclamaciones de la gente piensan que son excesivas y que Jesús no merece ser aclamado como Rey y Mesías. Por eso dicen a Jesús: «Maestro, reprende a tus discípulos». Lo hacen con su habitual falta de sinceridad, llamándolo «Maestro», no porque adhieran a su doctrina, sino por temor a la gente. Jesús responde: «Os digo que si éstos callan, gritarán las piedras». Jesús, no obstante, su humildad, responde reafirmando su condición de Rey y Mesías. Por algo ha querido llegar a Jerusalén en esa forma. Y lo hace con una frase enigmática que sólo Él podía pronunciar. En efecto, sólo Él puede asegurar, que en la hipótesis de que la multitud callara, gritarían las piedras. Cuando Jesús fue crucificado «estaba el pueblo mirando» (Lc 23,35), en silencio. Ya no gritan. Ha llegado el momento de que griten las piedras. Y así fue. Cuando Jesús murió, «tembló la tierra y las rocas se partieron» (Mt 27,51).

La Pasión del Señor según San Lucas

El relato de la Pasión según San Lucas, al igual que su Evangelio, está destinado a cristianos no judíos provenientes del paganismo. Lucas relaciona los hechos de la Pasión con el ministerio apostólico de Jesús que ha precedido, y con el tiempo de la Iglesia, subsiguiente a la resurrección del Señor. Sabido que el relato de Lucas es el de la misericordia y perdón. Dos de las palabras que leemos en Lucas y que son pronunciadas por Jesús antes de morir, son de perdón y consuelo, aún en medio de su propio dolor: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (23,34) y «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (23,43) dirigidas al buen ladrón.

El Misterio de la Cruz de Cristo

En la Pasión del Señor Jesús se cumplió el repetido anuncio sobre su muerte violenta en Jerusalén. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué fue de esa manera tan cruel y violenta? La respuesta más profunda y válida solamente Dios puede darla, pues estamos pisando el terreno insondable del Plan amoroso de la redención realizada por Jesucristo. Sin embargo, si es importante que entendamos que ni Dios Padre ni Jesús quisieron el sufrimiento, la Pasión dolorosa y la muerte violenta por sí mismas pues son realidades negativas sin valor autónomo. Eso hubiera sido un sadismo absurdo por parte del padre y masoquismo patológico por parte de Jesús. El valor del dolor, Pasión y Muerte de Cristo radica en el significado que reciben desde una finalidad superior, es decir desde el Plan Reconciliador de Dios.

Nos consta la repugnancia natural de Jesús, como hombre que era, ante los sufrimientos de su pasión, tanto físicos (torturas, flagelación, corona de espinas, crucifixión), como síquicos (traición de Judas, negaciones de Pedro, deserción de discípulos, etc.). No obstante…«no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42). Este es el motivo y la razón de la obediencia de Cristo; el querer del Padre que es la salvación de los hombres por el amor que le tiene.

Jesús carga la Cruz de su Pasión por fidelidad al Padre y por su amor solidario con toda la humanidad. El valor redentor de la Cruz viene de la realidad de que Jesús, siendo inocente, se ha hecho, por puro amor, solidario con los culpables y así ha transformado, desde dentro su situación. Y así, por obra de Cristo, cambia radicalmente el sentido del sufrimiento y del dolor productos del pecado. El mal del sufrimiento, en el misterio redentor de Cristo, queda superado y de todos modos transformado: se convierte en la fuerza para la liberación del mal, para la victoria del bien.

Una palabra del Santo Padre:

«El Evangelio que se ha proclamado antes de la procesión (cf. Mt 21,1-11) describe a Jesús bajando del monte de los Olivos montado en una borrica, que nadie había montado nunca; se hace hincapié en el entusiasmo de los discípulos, que acompañan al Maestro con aclamaciones festivas; y podemos imaginarnos con razón cómo los muchachos y jóvenes de la ciudad se dejaron contagiar de este ambiente, uniéndose al cortejo con sus gritos. Jesús mismo ve en esta alegre bienvenida una fuerza irresistible querida por Dios, y a los fariseos escandalizados les responde: ‘Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras’ (Lc 19,40).

Pero este Jesús, que justamente según las Escrituras entra de esa manera en la Ciudad Santa, no es un iluso que siembra falsas ilusiones, un profeta ‘new age’, un vendedor de humo, todo lo contrario: es un Mesías bien definido, con la fisonomía concreta del siervo, el siervo de Dios y del hombre que va a la pasión; es el gran Paciente del dolor humano. Así, al mismo tiempo que también nosotros festejamos a nuestro Rey, pensamos en el sufrimiento que él tendrá que sufrir en esta Semana. Pensamos en las calumnias, los ultrajes, los engaños, las traiciones, el abandono, el juicio inicuo, los golpes, los azotes, la corona de espinas…, y en definitiva al via crucis, hasta la crucifixión.

Él lo dijo claramente a sus discípulos: ‘Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga’ (Mt 16,24). Él nunca prometió honores y triunfos. Los Evangelios son muy claros. Siempre advirtió a sus amigos que el camino era ese, y que la victoria final pasaría a través de la pasión y de la cruz. Y lo mismo vale para nosotros. Para seguir fielmente a Jesús, pedimos la gracia de hacerlo no de palabra sino con los hechos, y de llevar nuestra cruz con paciencia, de no rechazarla, ni deshacerse de ella, sino que, mirándolo a Él, aceptémosla y llevémosla día a día.

Y este Jesús, que acepta que lo aclamen aun sabiendo que le espera el ‘crucifícalo’, no nos pide que lo contemplemos sólo en los cuadros o en las fotografías, o incluso en los vídeos que circulan por la red. No. Él está presente en muchos de nuestros hermanos y hermanas que hoy, hoy sufren como Él, sufren a causa de un trabajo esclavo, sufren por los dramas familiares, por las enfermedades… Sufren a causa de la guerra y del terrorismo, por culpa de los intereses que mueven las armas y dañan con ellas. Hombres y mujeres engañados, pisoteados en su dignidad, descartados… Jesús está en ellos, en cada uno de ellos, y con ese rostro desfigurado, con esa voz rota pide que se le mire, que se le reconozca, que se le ame
No es otro Jesús: es el mismo que entró en Jerusalén en medio de un ondear de ramos de palmas y de olivos. Es el mismo que fue clavado en la cruz y murió entre dos malhechores. No tenemos otro Señor fuera de él: Jesús, humilde Rey de justicia, de misericordia y de paz.

Papa Francisco. Homilía Domingo de Ramos. 9 de abril de 2017.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. No son infrecuentes los casos de jóvenes y adultos que ante el fracaso escolar o profesional, ante una decepción amorosa, ante un escándalo de corrupción, prefieren acabar con la vida, a enfrentarse con el rostro doloroso de la situación. ¿Por qué? No han descubierto el tesoro escondido en el dolor. Para el cristiano es un tesoro escondido de asimilación del estilo de Cristo, de valor redentor. San Juan Pablo II ha tenido la osadía de hablar del Evangelio del sufrimiento, ciertamente del sufrimiento de Cristo, pero, junto con Él, del sufrimiento del cristiano. Estamos llamados a vivir este Evangelio en las pequeñas penas de la vida, estamos llamados a predicarlo con sinceridad y con amor. ¿Cómo vivo esta realidad en mi vida cotidiana?

2. ¿Cómo voy a vivir mi Semana Santa? ¿Qué esfuerzos voy a hacer para vivir con el Señor y desde el corazón de la Madre, los misterios centrales de mi fe?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 599- 623

https://www.youtube.com/watch?v=7sdX47WxIKE

Written by Rafael De la Piedra