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«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios» 43b2881e60145f85f9d1be1a4284ecf1 Full view

«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios»

Domingo de la Semana 6ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 17 de febrero de 2019
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 6, 17.20-26

Las lecturas de este Domingo nos muestran el único y el auténtico camino para la verdadera felicidad que el hombre busca infatigablemente a lo largo de toda su vida. La ruta, que no es la que el “mundo” ofrece, sigue este itinerario: las bienaventuranzas de Jesús (San Lucas 6, 17.20-26). Ellas proclaman la dicha del Reino para aquellos que son pobres porque han puesto en Dios su única riqueza confiando plenamente en Él (Jeremías 17, 5-8) y confirman así su esperanza en Jesucristo resucitado (primera carta de San Pablo a los Corintios 15, 12.16-20).

Las bienaventuranzas

Las bienaventuranzas son una de las enseñanzas más conocidas del Evangelio de Jesucristo, y también una de las más impactantes. Nadie que se ponga sinceramente ante estas sentencias puede dejar de sentirse interpelado, más aún si el que las lee es un cristiano y, por tanto, cree que el Evangelio es la misma Palabra de Dios. Hay sólo dos reacciones posibles: o se da crédito a estas palabras y se toman actitudes consecuentes que cambien nuestra vida; o se despachan con cinismo, como hicieron los oyentes de San Pablo en el areópago de Atenas: «Sobre esto ya te oiremos otra vez» (Hech 17,32).

Las bienaventuranzas se encuentran en los Evangelios de Mateo y Lucas. Pero ambas versiones difieren. En Mateo las bienaventuranzas son nueve, están dichas en tercera persona (salvo la última) y tienen la finalidad de exponer un programa de vida conforme con el Reino de los cielos (ver Mt 5,3.10). En Lucas, en cambio, son sólo cuatro, están dichas en segunda persona («bienaventurados vosotros») y, sobre todo, Lucas transmite además las correspondientes cuatro maldiciones.

¿A quiénes se dirige Jesús con el pronombre «vosotros»?

En el episodio precedente Jesús ha elegido los doce apóstoles. Bajando con ellos, se detuvo en un paraje llano donde estaba una multitud de discípulos suyos y una gran muchedumbre del pueblo, que habían venido para oírlo y ser curados de sus enfermedades. Era cierto que la fama de Jesús y de sus milagros se había difundido como el fuego. Lo escuchaban, entonces, tres categorías de personas: los doce, los demás discípulos y el pueblo. Entre estos últimos había todo tipo de personas, rico y pobre; hambriento y satisfecho; afligido y gozador. Todos nos podemos reconocer en este heterogéneo auditorio.

 ¡Un mensaje paradojal!

Si en el tiempo de Jesús esta enseñanza ya tenía toda su fuerza paradojal, ¡qué decir hoy día en que estamos sumidos y agobiados por el consumismo y en que la felicidad de una persona se mide por su poder adquisitivo! Hoy día todo parece decir: «Dichosos los que pueden comprar muchos bienes y gozar mucho de los placeres que ofrece este mundo». Toda la publicidad nos quiere convencer de que en eso consiste la felicidad. Y desde pequeños vamos poco a poco cediendo a estos “falsos criterios”. Jesús, en cambio, nos advierte: «¡Ay de ellos!, porque ya han recibido su consuelo». No se nos dice qué les espera después, pero su destino será tal, que hay que compadecerse de ellos, a pesar de sus efímeras alegrías actuales: «¡Ay de ellos!».

La principal de las bienaventuranzas es la primera, con su opuesta maldición. En ellas se establece un claro contraste entre los pobres y los ricos: «Bienaventurados vosotros, los pobres… ¡Ay de vosotros, los ricos!». No se puede negar que ésta es una afirmación insólita y muy opuesta, como ya hemos dicho a los criterios que hoy rigen. Si Jesús se hubiera detenido allí, su afirmación habría sido inexplicable; pero Él sigue adelante indicando por qué unos son dichosos y otros desgraciados.

Igualmente descubrimos en la Primera Lectura del profeta Jeremías una contraposición de sabor sapiencial que plantea la antítesis entre el hombre que confía totalmente en Dios y el que se fía solamente de los hombres, apartando su corazón de Dios. El primero es árbol fecundo, plantado junto al agua, y el segundo es cardo árido en la estepa del desierto. Estas ideas también las tenemos presentes en el bello salmo responsorial: «¡Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni en la senda de los pecadores se detiene, ni en el banco de los burlones se sienta, más se complace en la ley de Yahveh, su ley susurra día y noche! Es como un árbol plantado junto a corrientes de agua, que da a su tiempo el fruto, y jamás se amustia su follaje; todo lo que hace sale bien» (Salmo 1, 1- 3).

 ¿Cuándo cambiará la situación presente?

Muchas veces, viendo el mal que va ganando espacio en el mundo, nos hemos preguntado: ¿Cuándo cambiará esta situación? ¿Es que Dios cierra su oído y su vista al mal en el mundo? La respuesta la encontramos en la última bienaventuranza: «Grande será vuestra recompensa en el cielo». La situación futura tendrá lugar después de la muerte y será eterna. Esta enseñanza es formulada aquí por medio de proposiciones universales; pero Jesús también la expuso de manera más viva y dramática por medio de una parábola: la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro (ver Lc 16,19-31). Esto es exactamente lo que promete Dios a los hombres. Esta es la promesa que nosotros debemos de acoger. ¡Y no nos hagamos vanas ilusiones!

Esto queda más claro en las dos siguientes bienaventuranzas -sobre los que padecen hambre y los que lloran – que son una formulación más concreta de la primera, pues aquí resuena como un campanazo el adverbio de tiempo «ahora»: los que padecen hambre y lloran ahora, por este breve tiempo presente, serán saciados y reirán por toda la eternidad; en cambio, los que están saciados y ríen ahora, por este breve tiempo presente, padecerán hambre y llorarán por toda la eternidad ¡y sin remedio! Por eso los primeros son dichosos y los segundos desgraciados.

San Pablo estaba bien asentado en esta enseñanza de las bienaventuranzas de Jesús como lo revela esta certeza que expresa en su segunda carta a los Corintios: «No desfallecemos, aún cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando… En efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna» (2Cor 4,16-17). La tribulación presente es leve y dura un momento; la gloria futura es un pesado caudal que supera toda medida y dura eternamente. Esta certeza se fundamenta, justamente, en la resurrección de Jesucristo ya que: «Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana» (1Cor 15,17).

 ¿La pobreza es querida por Dios?

Hay que enfrentar un problema y deshacer una crítica que muchos en la historia superficialmente han hecho al cristianismo. Se le acusa de que con esta doctrina los cristianos se evaden de la realidad histórica actual y piensan solamente en el cielo. Alguno se preguntará: ¿En qué quedan todos los esfuerzos por superar la pobreza si Cristo enseña: «bienaventurados los pobres»?

En realidad, el cristianismo es la única religión que no se evade de la historia y por lo tanto no es «escapista»; justamente porque su Dios, siendo eterno e inmutable, entró en la historia y se hizo hombre, dando a la dignidad del hombre toda su grandeza. Y para responder a la segunda pregunta, debemos reconocer que no hay un camino más seguro para superar la pobreza que, precisamente, amar la pobreza. Éste es el único camino eficaz. Si todos, escuchando la enseñanza de Cristo, amáramos la pobreza siendo Dios nuestra única y verdadera riqueza, entonces habría, tal vez, una mejor y más justa distribución de los bienes materiales entre los hombres.

La Iglesia desde su Enseñanza Social nos enseña, nos guía y nos ilumina de manera clara y concreta sobre la postura que debemos tener ante los problemas sociales que ciertamente existen y ante los cuales hay que tener una clara postura: ser solidarios, buscar el bien común, buscar y respetar a la persona humana (desde la concepción hasta su muerte natural) y vivir la subsidiariedad. El cristiano no es el que cree en «fuerzas cósmicas», en «piedras filosofales», en «otras vidas»; no. El cristiano es el que vive el amor y caridad aquí y ahora. El que entendió esto más profundamente fue San Francisco de Asís, que en su testamento breve escribía: «Que los hermanos se amen siempre entre sí como yo los he amado y los amo; que siempre amen y observen a nuestra Señora de la Santa Pobreza y que sean siempre fieles súbditos de los prelados de la santa Madre Iglesia».


Una palabra del Santo Padre:

«El Evangelio de Mateo coloca el texto del «Padre nuestro» en un punto estratégico, en el centro del discurso de la montaña (cf. 6, 9-13). Mientras tanto, observemos la escena: Jesús sube la colina, cerca del lago, se sienta; a su alrededor tiene a su círculo de sus discípulos más íntimos y después una gran multitud de rostros anónimos. Es esta asamblea heterogénea la que recibe por primera vez la consigna del «Padre nuestro».

La colocación, como se ha mencionado, es muy significativa; porque en esta larga enseñanza, que lleva el nombre de «discurso de la montaña» (cf. Mateo 5, 1-7, 27), Jesús condensa los aspectos fundamentales de su mensaje. La introducción es como un arco decorado para la fiesta: las Bienaventuranzas. Jesús corona con felicidad una serie de categorías de personas que en su tiempo, —¡pero también en el nuestro!— no fueron muy considerados. Bienaventurados los pobres, los mansos, los misericordiosos, los humildes del corazón… Esta es la revolución del Evangelio. Donde está el Evangelio, hay revolución. El Evangelio no deja quietud, nos empuja: es revolucionario. Todas las personas capaces de amor, los operadores de paz que hasta entonces habían terminado en los márgenes de la historia, son, en cambio, los constructores del Reino de Dios. Es como si Jesús dijera: adelante vosotros, que lleváis en el corazón el misterio de un Dios que ha revelado su omnipotencia en el amor y en el perdón.

Desde este portal de entrada, que revierte los valores de la historia, surge la novedad del Evangelio. La Ley no debe ser abolida, sino que necesita una nueva interpretación, lo que lo lleva de nuevo a su significado original. Si una persona tiene un buen corazón, predispuesto al amor, entonces entiende que cada palabra de Dios debe encarnarse hasta sus últimas consecuencias. La ley no debe abolirse, pero necesita una nueva interpretación que la reconduzca a su sentido original. Si una persona tiene un buen corazón, predispuesto al amor, entonces comprende que cada palabra de Dios debe estar encarnada hasta sus últimas consecuencias. El amor no tiene confines: se puede amar al propio cónyuge, al propio amigo y hasta al propio enemigo con una perspectiva completamente nueva. Dice Jesús: «Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mateo 5, 44-45)

He aquí el gran secreto que está en la base de todo el discurso de la montaña: sed hijos del Padre vuestro que está en los cielos. Aparentemente estos capítulos del Evangelio de Mateo parecen ser un discurso moral, parecen evocar una ética tan exigente que parece impracticable, y, en cambio, descubrimos que son sobre todo un discurso teológico. El cristiano no es alguien que se compromete a ser mejor que los demás: sabe que es pecador como todos. El cristiano sencillamente es el hombre que descansa frente al nuevo Arbusto Ardiente, a la revelación de un Dios que lo lleva el enigma de un nombre impronunciable, sino que pide a sus hijos que lo invoquen con el nombre de «Padre», que se dejen renovar por su poder y que reflejen un rayo de su bondad para este mundo tan sediento de bien, así en espera de buenas noticias.

He aquí, por lo tanto, cómo Jesús introduce la enseñanza de la oración del «Padre nuestro». Lo hace distanciándose de dos grupos de su tiempo. En primer lugar, los hipócritas: «No seáis como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados, para ser vistos de los hombres» (Mateo 6, 5). Hay personas que pueden tejer oraciones ateas, sin Dios y lo hacen para ser admirados por los hombres. Y cuántas veces vemos el escándalo de aquellas personas que van a la iglesia y se quedan allí todo el día o van todos los días y luego viven odiando a los demás o hablando mal de la gente. ¡Esto es un escándalo! Mejor no ir a la Iglesia: vive así, como si fueras ateo. Pero si tú vas a la iglesia, vive como hijo de Dios, como hermano y da un verdadero testimonio, no un contratestimonio. La oración cristiana, en cambio, no tiene otro testigo más creíble que la propia conciencia, donde se entrecruza, intenso, un diálogo continuo con el Padre: «Cuando vayas a orar, entra en tu aposento y después de cerrar la puerta, ora a tu padre, que está allí en lo secreto» (Mateo 6, 6)».

Papa Francisco. Audiencia General. Miércoles 2 de enero de 2019.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. ¿Cómo vivo el mensaje de las bienaventuranzas en mi vida cotidiana?

2. ¿Vivo realmente el espíritu de pobreza? ¿Cuáles son mis riquezas, ya que «dónde está mi tesoro ahí estará mi corazón» (ver Mt 6,21)?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1716- 1724.

Written by Rafael De la Piedra