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«El que esté sin pecado que tire la primera piedra» Maria-Magdalena-Mel-Gibson Full view

«El que esté sin pecado que tire la primera piedra»

Domingo de la Semana 5ª de Cuaresma. Ciclo C – 7 de abril de 2019
Lectura del Santo Evangelio según San Juan 8, 1-11

El Domingo pasado hemos conocido el corazón del Padre misericordioso. Este Domingo la Iglesia nos invita a meditar sobre el perdón y el amor reconciliador que Dios regala al pecador para que se convierta en una criatura nueva; para que recupere su dignidad perdida por el pecado. Esto lo vemos en el hermoso pasaje de la mujer adúltera (San Juan 8, 1-11) o del pueblo israelita, sumido en el desierto de Babilonia (Isaías 43,16-21).

Este horizonte plenificador que el Señor nos ofrece nos debe de impulsar a trabajar día a día, colaborando con la gracia de Dios, en favor de nuestra santificación personal. Nada se compara con la felicidad que el Señor nos ofrece o como leemos en la carta a los Filipenses; «todo es basura para ganar a Cristo» (Filipenses 3, 8-14).

La hipocresía de los fariseos

A medida que Jesús cumplía con la misión encomendada por su Padre, el pueblo sencillo comenzaba a darle crédito y decían: «Cuando venga el Cristo, ¿hará más señales que las que ha hecho éste?» (Jn 7,31). Los fariseos, en cambio, cuando se enteraron de que la gente hacía esos comentarios acerca de Él, «enviaron guardias para detenerlo» (Jn 7, 32). Los guardias partieron con el propósito de traerlo detenido; pero debieron volver sin él y, a la pregunta de los sumos sacerdotes y fariseos sobre los motivos de su fracaso, no pudieron dar más explicación que ésta: «Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre» (Jn 7,46).

En el Evangelio de este Domingo vemos cómo los fariseos comprobarán «cómo habla este hombre» y así alejarse de Él derrotados. El hecho ocurrió al día siguiente en el Templo cuando predicaba nuevamente a todo el pueblo. Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio de todos y le dicen: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?». El título de «Maestro» que dan a Jesús pone en evidencia su hipocresía. Poco antes, los fariseos reprochan a los guardias no haber detenido a Jesús, diciéndoles: «¿Vosotros también os habéis dejado embaucar? ¿Acaso ha creído en Él algún magistrado o algún fariseo? Pero esta gente que no conoce la Ley son unos malditos» (Jn 7,47-48). ¡Ellos no están dispuestos a dejarse embaucar! Ellos no consultan a Jesús porque aprecien su opinión, como se hace con un maestro, sino para tenderle una trampa.

La trampa: el dilema planteado…

¿En qué consiste la trampa que han tendido al «Maestro Bueno»? El hecho en sí mismo no se discute para nada: la mujer había cometido adulterio. Que la Ley de Moisés ordenaba apedrear a la adúltera, era cosa sabida; en efecto, la Ley dice: «Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, será muerto tanto el adúltero como la adúltera» (Lev 20,10). En el Pentateuco se prescribía la muerte de ambos sin especificar la manera que sería la de la lapidación en caso que la mujer sea virgen (ver Dt 22,23s) pero prometida con un hombre. Sin embargo ¿dónde estaba su cómplice en todo el pasaje? ¿El hombre implicado desapareció? ¿No es un poco raro y discriminatorio que solamente llevan a la mujer ante Jesús? Se presentan ante Jesús con un dilema . Evidentemente no podía decretar la muerte de la mujer, pues en Él actúa la misericordia del Padre «que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 18,23). Pero tampoco podía decir: «Dejadla ir», porque entonces lo habrían acusado de estar contra la Ley de Moisés. Recordemos además que Jesús, estaba lejos de ser laxo en este punto. Al joven rico que le pregunta qué tiene que hacer para alcanzar la vida eterna, entre otras cosas, Jesús le responde: «No cometas adulterio» (Mc 10,19).

Ante esta disyuntiva y sorprendiendo a todos, «Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra». Y la pregunta que nos hacemos es: ¿qué es lo que Jesús escribía? La verdad es que no lo sabemos. Tal vez escribía lo que iba a servir como fundamento para la respuesta que daría. Y así como la respuesta tardaba y los fariseos insistían; Jesús se levanta y dice una de esas frases que al leerla uno se siente inmediatamente cuestionado: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». Recordemos que Él había declarado «No he venido a abolir la Ley, sino a darle cumplimiento» (Mt 5,17). Por eso, decreta: «¡Que se cumpla la Ley también en este caso; pero que comience a arrojarle piedras el que esté libre de pecado, es decir, el que nunca ha merecido él mismo ser apedreado por faltar a la Ley!». Y dicho esto, casi podemos decir con indiferencia, «inclinándose de nuevo, escribía en la tierra». ¿Quién podría haber dicho tal sentencia? ¿Qué juez dictaría tal sentencia? A ningún juez en la historia se le había ocurrido semejante dictamen. Es que en el fondo para emitir esta sentencia hay que conocer las conciencias de todos los hombres. Conocemos lo que sucede luego: «Ellos, los acusadores, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos». Ante la mirada amorosa de Jesús el hombre siente que se verifica lo que dice el Salmo 139: «Señor, tú me escrutas y me conoces… mi pensamiento calas desde lejos… no está aún en mi lengua la palabra y tú, Señor, ya la conoces toda».

«El que esté libre de pecado». ¿De qué pecado? De cualquier pecado; pues los mismos escribas y fariseos debían reconocer ante Dios que tampoco estaban libres de pecado, de un pecado tan grave como el adulterio , y ¡también flagrante! En efecto, es un gravísimo pecado instrumentalizar a una persona, aunque sea pecadora, con el fin de «tentar a Jesús y tener de qué acusarlo». El que comete adulterio igualmente instrumentaliza a una persona, la explota y la trata como un objeto. Por último, ellos no están libres de pecado, pues su pretendido celo por la ley de Moisés no es porque les interese la castidad, sino para poner una trampa a Jesús. La castidad no les interesa para nada. En cam¬bio, la virtud de la pureza del corazón sí le interesa a Jesús, que afirma: «Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Esto es lo que Jesús desea para la mujer, que recupere la pureza del corazón para que pueda ver nuevamente a Dios.

Una vida nueva

Al final quedan solos Jesús y la mujer. San Agustín es magistral en el comentario de la escena: «Quedaron solos ellos dos, la miseria y la misericordia». Jesús dice una palabra que restituye completamente a la mujer en su dignidad, perdida por el pecado: «Vete, y en adelante no peques más». Los escribas y fariseos habrían podido destruir a la mujer, pero redimirla no, por más que trataran. A Jesús, en cambio, le bastó mostrar misericordia para hacer de ella una mujer nueva; le bastó decirle una palabra para encender en ella el amor a la castidad. Aquí se revela plenamente su identidad de Dios y Hombre, pues esto puede hacerlo sólo Dios, como lo dice una hermosa oración litúrgica: «Oh Dios, que manifiestas tu omnipotencia, sobre todo, perdonando y teniendo misericordia, infunde tu gracia sobre nosotros sin cesar…» (Oración Colecta del Domingo XVI del tiempo ordinario).

 «Todo lo tengo por basura para ganar a Cristo»

La imagen de Dios que Cristo nos ofrece en este episodio, más que un juez castigador, es la del Dios Padre, como el de la parábola del hijo pródigo. Un Dios que acepta al hombre en su fragilidad, tal cual es, lo comprende y lo perdona porque lo ama. La única condición es que el hombre reconozca su situación y quiera cambiarla. Así Dios lo restaura a su antigua dignidad de hijo y lo invita a compartir su pan (ver Ap 3,20). Dios nos regenera con su perdón y nos justifica ante Él, como vemos en la Segunda Lectura.

Recordemos que esta carta fue escrita por San Pablo desde su prisión (posiblemente en Roma en los años 61- 63) y, cómo a pesar de su situación presente, la carta está llena de alegría, confianza y esperanza. Esa vida y condición nueva proviene de Dios y se apoyan en la fe; dándonos un conocimiento más profundo de Cristo y de su misterio pascual. El apóstol Pablo lo estima todo como pérdida y basura comparándolo con el conocimiento de Cristo y se siente impulsado a correr hacia la meta. No interesa lo que quedó atrás; ya ha sido perdonado y regenerado por Dios Misericordioso.

Lo nuevo también es el tema de la Primera Lectura. «Mirad que realzo algo nuevo…ofreceré agua en el desierto». Así habla Dios a los israelitas desterrados en Babilonia, anunciándoles la vuelta a la tierra prometida (VI a.C.). La salida de Babilonia y el regreso a la patria serán como un nuevo y mayor Éxodo.
Devueltos de la cautividad del pecado a la dignidad de hijos de Dios, la expresión de alabanza brota de los labios agradecidos como leemos en el Salmo Responsorial: «El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres…Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares» (Salmo 126).

Una palabra del Santo Padre:

«El Evangelio con una cierta ironía —comentó el obispo de Roma— dice que todos se marcharon, uno por uno, comenzando por los más ancianos». He aquí, entonces, «el momento de Jesús confesor». Queda «solo con la mujer», que permanecía «allí en medio». Mientras tanto, «Jesús estaba inclinado y escribía con el dedo en el polvo de la tierra. Algunos exegetas dicen que Jesús escribía los pecados de estos escribas y fariseos. Tal vez es una imaginación». Luego «se levantó y miró» a la mujer, que estaba «llena de vergüenza, y le dijo: Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado? Estamos solos, tú y yo. Tú ante Dios. Sin acusaciones, sin críticas: tú y Dios».

La mujer no se proclama víctima de «una falsa acusación», no se defiende afirmando: «yo no cometí adulterio». No, «ella reconoce su pecado» y responde a Jesús: «Ninguno, Señor, me ha condenado». A su vez Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más, para no pasar un mal momento, para no pasar tanta vergüenza, para no ofender a Dios, para no ensuciar la hermosa relación entre Dios y su pueblo».

Así, pues, «Jesús perdona. Pero aquí hay algo más que el perdón. Porque como confesor Jesús va más allá de la ley». En efecto, «la ley decía que ella tenía que ser castigada». Pero Él «va más allá. No le dice: no es pecado el adulterio. Ni tampoco la condena con la ley». Precisamente «este es el misterio de la misericordia de Jesús». Y «Jesús para tener misericordia» va más allá de «la ley que mandaba la lapidación»; y dice a la mujer que se marche en paz. «La misericordia —explicó el Papa— es algo difícil de comprender: no borra los pecados», porque para borrar los pecados «está el perdón de Dios». Pero «la misericordia es el modo como perdona Dios». Porque «Jesús podía decir: yo te perdono, anda. Como dijo al paralítico: tus pecados están perdonados». En esta situación «Jesús va más allá» y aconseja a la mujer «que no peque más». Y «aquí se ve la actitud misericordiosa de Jesús: defiende al pecador de los enemigos, defiende al pecador de una condena justa».

Esto, añadió el Pontífice, «vale también para nosotros». Y afirmó: «¡Cuántos de nosotros tal vez mereceríamos una condena! Y sería incluso justa. Pero Él perdona». ¿Cómo? «Con esta misericordia» que «no borra el pecado: es el perdón de Dios el que lo borra», mientras que «la misericordia va más allá». Es «como el cielo: nosotros miramos al cielo, vemos muchas estrellas, pero cuando sale el sol por la mañana, con mucha luz, las estrellas no se ven». Y «así es la misericordia de Dios: una gran luz de amor, de ternura». Porque «Dios perdona no con un decreto, sino con una caricia». Lo hace «acariciando nuestras heridas de pecado porque Él está implicado en el perdón, está involucrado en nuestra salvación».

Con este estilo, concluyó el Papa, «Jesús es confesor». No humilla a la mujer adúltera, «no le dice: qué has hecho, cuándo lo has hecho, cómo lo has hecho y con quién lo has hecho». Le dice en cambio «que se marche y que no peque más: es grande la misericordia de Dios, es grande la misericordia de Jesús: nos perdona acariciándonos».

Papa Francisco. Homilía en la Casa Santa Marta. Lunes 7 de abril de 2014.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. Blas Pascal escribió: «Hay dos clases de hombres: los unos, pecadores que se creen justos; y los otros, justos que se creen pecadores». Dios es quien conoce a cada uno y quiere que nos convirtamos. ¿Me he acercado a Dios en esta Cuaresma? ¿De qué manera concreta lo he hecho?

2. La Cuaresma es un momento adecuado para meditar sobre nuestra propia necesidad de conversión personal.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1420 -1498

Written by Rafael De la Piedra