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«Este es mi Hijo amado, escuchadle»

Domingo de la Semana 2ª de Cuaresma. Ciclo B – 25 de febrero de 2018
«Este es mi Hijo amado, escuchadle»

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 9, 2-10

El lenguaje por el cual el hombre es capaz de relacionarse con su Creador es el amor (Génesis 22, 1- 2. 9 – 13. 15 – 18 ). Precisamente es el amor el eje central de las lecturas dominicales en el segundo domingo de Cuaresma. Ante todo, vemos el cuidado que tiene Jesús con los apóstoles que, después del primer anuncio de la Pasión (Mc 8,31-33), les va a revelar el esplendor de su divinidad en el hermoso acontecimiento de la Transfiguración.

Vemos también el amor misterioso, paradójico, de Dios a Abraham, al colocarlo en una situación extrema y delicada: sacrificar a su hijo querido destinatario de las promesas de Dios. Abraham confía plena y amorosamente en Dios a pesar de lo duro del pedido (Primera Lectura). Amor generoso de Dios que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros. Amor de Jesús que nos reconcilió mediante su muerte e intercede por nosotros desde la gloria eterna a la derecha de Dios (Romanos 8, 31b -34). Amor de los apóstoles al acoger amorosamente el mandato del Padre que les dice: «Éste es mi Hijo muy amado. Escuchadlo» (San Marcos 9, 2-10).

 El dilema de Abraham

Abraham es considerado el primero de los grandes patriarcas de Israel, elegido por Dios como padre del pueblo de la promesa. El Catecismo de la Iglesia Católica lo llama con justicia «Padre de los creyentes» por su excepcional confianza en las promesas de Dios al no tener reparo de ofrecer a su hijo en holocausto, es decir sacrificio por el cual toda la víctima tenía que ser consumida por el fuego. Abraham, proveniente de la rica ciudad de Ur a las orilla del río Eúfrates (Iraq), se casa con Sara, su media hermana y vive con su padre Téraj y sus tres hermanos. Luego se trasladarán todos a Jarán donde muere su padre. Allí fue donde Dios le dice que se traslade a la región de Canaán. Abraham obedece el mandato de Dios y se hace nómada. El hambre y la necesidad hace que se traslade al sur (Egipto) sin embargo Dios le dice que regrese a Canaán.

Abraham envejecía así como su esposa Sara y no tenían descendencia. Según la costumbre de su tiempo, Abraham tuvo un hijo con Agar, la criada egipcia de Sara, pero este hijo, Ismael, no era el hijo prometido por Dios. Entonces, ya ancianos, Dios les da el hijo de la promesa: Isaac. Abraham se queda sólo con Isaac ya que, a causa de Sara, tiene que despedir a Agar con su hijo Ismael. Esta soledad sin duda aumenta el dramatismo de la prueba ya que con el sacrificio de Isaac quedaría en nada la promesa hecha por Dios así como el largo peregrinar hecho por él y su familia.

Al responder a su primer llamado Abraham entierra su pasado pero ahora Dios le pide que renuncie a su futuro. Abrahán podía pensar que él tenía derecho a ese hijo por haber sido obediente. Si Dios es justo, según los criterios del mundo, la orden de eliminar al heredero no tiene sentido. Sin embargo, siguiendo la misma lógica, la alternativa sería horrible y blasfema: Dios sería injusto. Hasta ese momento Dios y las promesas han marchado juntos. Ahora el padre de la fe se enfrenta a un dilema : ha de escoger entre las promesas de Dios o el Dios de las promesas.

El relato nos dice que muy «de madrugada» inicia el camino que dura tres días. Deja a los servidores al pie de la montaña y sube, el anciano padre, con su hijo querido. Ya en el monte, el patriarca construye el altar, amarra a su víctima y levanta la mano. Parece inminente y lógica la muerte del hijo. Cuando alza la mano, Dios interviene; repite el nombre de Abrahán dos veces, con urgencia, y el héroe, de nuevo y por tercera vez en el capítulo, responde con la fórmula de disponibilidad «Aquí estoy». El Señor revoca la orden cuando parece que ya no hay esperanza y toma de nuevo la iniciativa. Por medio de un oráculo el mensajero divino notifica al patriarca que ha pasado la prueba. Es de notar la correspondencia existente entre la orden: Toma a tu hijo único, a tu querido Isaac (Gn 22,2) y el desenlace: Ya veo que obedeces a Dios y no me niegas a tu hijo único (Gn 22,12), y en el centro la confesión del creyente: Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío (Gn 22,8). A la inexplicable petición divina responde la fe conmovedora de un hombre, ejemplar para todos los siglos.

¿Quién podrá estar contra nosotros?

La segunda sección de la parte central de la carta a los Romanos concluye con este himno apasionado y optimista. Si Dios nos ama, si Dios está con nosotros, todo lo demás será pura consecuencia. San Pablo hace una enumeración que hace eco, sin duda, de expresiones astrológicas empleadas en su tiempo y evoca una serie de fuerzas que los antiguos juzgaban más o menos hostiles al hombre. Él quiere resaltar, que no hay nada capaz de separar al cristiano de Cristo, ni siquiera los poderes que entonces se tenían por más fuertes

La Transfiguración de Jesús o teofanía de Dios

La Transfiguración de Jesús es una etapa obligada en nuestro itinerario cuaresmal, es decir, en nuestro camino hacia la Pascua del Señor. Ya desde antiguo han opinado los Santos Padres que la Transfiguración de Jesús se sitúa antes de su Pasión y Muerte para dar aliento a los apóstoles que deberían sufrir el escándalo y el desaliento viendo a su Maestro golpeado, azotado e injustamente sometido a muerte como un malhechor. La Transfiguración es claramente una teofanía, es decir, una manifestación de la divinidad de Jesucristo. A esta revelación de su identidad fueron invitados los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan.

Lo que ellos vieron es difícil de expresar en palabras: «Sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún lavandero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo». Lo que san Marcos quiere decir es que se trata de algo que supera la experiencia de este mundo. Aquí se estaba manifestando un signo de otro orden de cosas. Un segundo signo inconfundible de la teofanía es el temor que se apodera de los apóstoles: «Pedro no sabía qué responder ya que estaban atemorizados». Cuando la omnipotencia divina se pone en contacto con la pequeñez del hombre, no hay título que valga ni poder humano que pueda resistir; toda criatura humana experimenta su miseria y su pecado, es decir, teme.

«Este es mi Hijo muy amado, escuchadlo»

La nube que los cubre es otro indicio de la presencia de Dios. Todo se aclara con la voz que sale de ella: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo». Es la misma voz que había reconocido a Jesús en el momento de su bautismo en el Jordán, cuando se abrió el cielo y vino sobre Él el Espíritu Santo en forma de paloma. En esa ocasión la misma voz del cielo dijo: «Tú eres mi Hijo amado, en tí me complazco» (Mc 1,11).

Pocos episodios evangélicos están situados con tanta precisión cronológica como el de la Transfiguración. Éste empieza con las palabras: «Seis días después, tomó Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan…». Esta introducción nos indica que hay otro episodio que el evangelista quiere conectar con éste y que ocurrió seis días antes. Si examinamos el Evangelio veremos que seis días antes había tenido lugar la importante pregunta de Jesús: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» y la respuesta de Pedro: «Tú eres el Cristo». En ese momento Jesús comenzó a enseñarles algo que ellos entonces no podían comprender: «El Hijo del hombre tiene que sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser sometido a muerte y resucitar al tercer día». Seis días después, en el monte de la Transfiguración, no es Pedro sino la voz del cielo la que declara quién es Jesús: «Este es mi Hijo muy amado». Vemos que todo gira en torno a la identidad de Jesús.

En efecto, es que todo el Evangelio de San Marcos puede considerarse una inclusión entre dos afirmaciones de la divinidad de Jesús. El Evangelio se abre con las palabras: «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1); y hacia el final reproduce las palabras del centurión que fue testigo de la muerte de Jesús: «Al ver que había expirado de esa manera, dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). Todo el Evangelio es una revelación gradual de esa verdad, es decir, de la identidad de Jesús. La identidad de Jesús se capta en el equilibrio entre su gloria y su despojamiento, entre su divinidad y su humanidad, entre su Resurrección y su Muerte, entre su instalación a la derecha del Padre y su descenso al lugar de los muertos.

El mismo equilibrio se observa en el episodio de su Transfiguración: después de verlo transfigurado -que está del lado de su divinidad- los apóstoles «no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos». Toda nuestra salvación se juega en saber quién es Jesús. Y, sin embargo, nosotros solos no podemos penetrar en este misterio. Es necesario que él se revele a nosotros. ¿Cómo lo hace? El Evangelio dice que Jesús «los llevó sobre un monte alto, a un lugar apartado, a ellos solos». Para comprender, para ver, para tener experiencia de quién es Jesús es necesario disponer de momentos de silencio y soledad. Es necesario estar a solas con Jesús. Sólo en el silencio interior de la oración podremos escuchar la voz de Dios.

 Una palabra del Santo Padre:

«El pasaje evangélico narra el acontecimiento de la Transfiguración, que se sitúa en la cima del ministerio público de Jesús. Él está en camino hacia Jerusalén, donde se cumplirán las profecías del «Siervo de Dios» y se consumará su sacrificio redentor. La multitud no entendía esto: ante las perspectivas de un Mesías que contrasta con sus expectativas terrenas, lo abandonaron. Pero ellos pensaban que el Mesías sería un liberador del dominio de los romanos, un liberador de la patria, y esta perspectiva de Jesús no les gusta y lo abandonan. Incluso los Apóstoles no entienden las palabras con las que Jesús anuncia el cumplimiento de su misión en la pasión gloriosa, ¡no comprenden! Jesús entonces toma la decisión de mostrar a Pedro, Santiago y Juan una anticipación de su gloria, la que tendrá después de la resurrección, para confirmarlos en la fe y alentarlos a seguirlo por la senda de la prueba, por el camino de la Cruz.

Y, así, sobre un monte alto, inmerso en oración, se transfigura delante de ellos: su rostro y toda su persona irradian una luz resplandeciente. Los tres discípulos están asustados, mientras una nube los envuelve y desde lo alto resuena —como en el Bautismo en el Jordán— la voz del Padre: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). Jesús es el Hijo hecho Siervo, enviado al mundo para realizar a través de la Cruz el proyecto de la salvación, para salvarnos a todos nosotros. Su adhesión plena a la voluntad del Padre hace su humanidad transparente a la gloria de Dios, que es el Amor.

Jesús se revela así como el icono perfecto del Padre, la irradiación de su gloria. Es el cumplimiento de la revelación; por eso junto a Él transfigurado aparecen Moisés y Elías, que representan la Ley y los Profetas, para significar que todo termina y comienza en Jesús, en su pasión y en su gloria.

La consigna para los discípulos y para nosotros es esta: «¡Escuchadlo!». Escuchad a Jesús. Él es el Salvador: seguidlo. Escuchar a Cristo, en efecto, lleva a asumir la lógica de su misterio pascual, ponerse en camino con Él para hacer de la propia vida un don de amor para los demás, en dócil obediencia a la voluntad de Dios, con una actitud de desapego de las cosas mundanas y de libertad interior. Es necesario, en otras palabras, estar dispuestos a «perder la propia vida» (cf. Mc 8, 35), entregándola a fin de que todos los hombres se salven: así, nos encontraremos en la felicidad eterna. El camino de Jesús nos lleva siempre a la felicidad, ¡no lo olvidéis! El camino de Jesús nos lleva siempre a la felicidad. Habrá siempre una cruz en medio, pruebas, pero al final nos lleva siempre a la felicidad. Jesús no nos engaña, nos prometió la felicidad y nos la dará si vamos por sus caminos».

Papa Francisco. Ángelus del domingo 1 de marzo de 2015.

Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana

1. «Éste es mi Hijo amado; escuchadlo», nos dice directamente Dios en el relato evangélico. ¿¡Qué medios voy a colocar para poder escuchar la voz del Señor? Solamente desterrando de mi corazón los ruidos y distracciones podré crear el espacio necesario para acoger la Palabra viva de Dios.

2. En este tiempo de Cuaresma habremos alcanzado su objetivo si al final de estos cuaren¬ta días podemos decir, por experiencia, quién es Jesús y qué ha hecho por nosotros y por nuestra reconciliación.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 444. 459. 554 – 556.

Written by Rafael de la Piedra