LOGO

¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
¿Dónde encontrar las respuestas a nuestras inquietudes más profundas?
¿Cuáles son las razones para creer?

«Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» jesus-on-cross Full view

«Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre»

Domingo de la Semana 5ª de Cuaresma. Ciclo B – 18 de marzo de 2018
Lectura del Santo Evangelio según San Juan 12, 20- 33

«Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere…no da fruto» (San Juan 12, 20- 33). La respuesta de Dios al pueblo que una y otra vez se aleja de Él es una alianza nueva y definitiva. Una alianza que no pasará jamás porque está escrita en el corazón de cada uno y será conocida por todos ( Jeremías 31, 31- 34). Esta alianza se consuma en el único sacrificio Reconciliador de nuestro Señor Jesucristo: muere en la cruz para que todos tengamos vida. En la fiel obediencia al Plan del Padre, no exento de sufrimiento y dolor, el Hijo se hace «causa de salvación eterna para todos» siendo así reconocido como el Sumo y Eterno Sacerdote que intercede en favor de toda la humanidad (Hebreos 5,7- 9). Nosotros también estamos llamados a vivir la misma dinámica de la muerte para la vida, a semejanza del grano de trigo, para así ganar la vida eterna.

«Una nueva alianza»

Recordemos las palabras de la Primera Lectura del IV Domingo de Cuaresma: «Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas, hasta que subió la ira de Yahveh contra su pueblo a tal punto que ya no hubo remedio» (2Cr 36,16). Jeremías es considerado uno de los cuatro «profetas mayores» (con Isaías, Ezequiel y Daniel) y es uno de los profetas a los que se refiere el pasaje mencionado. Nació en Anatot, de familia sacerdotal y predicó por más de cuarenta años (desde el 627 a.C. hasta la destrucción de Jerusalén y el Templo en el año 587 a.C.). Alentó la reforma religiosa promovida por el rey Josías y, en una época de infidelidad a la Alianza, le tocó la pesada misión de anunciar el castigo de Dios.

Los falsos profetas azuzaron a los reyes Joaquín y Sedecías en contra de Jeremías, que fue maltratado e incluso se intentó matarlo. Tras el fracaso de la antigua alianza, el Plan de Dios aparece bajo un nuevo aspecto. No se trata de restablecer lo antiguo, sino de crear algo nuevo. La «nueva alianza» (31,31ss) se refiere fundamentalmente a tres puntos: la iniciativa divina del perdón de los pecados; la responsabilidad y la retribución personal; y la interiorización de la religión: la ley deja de ser un código exterior para convertirse en una inspiración que alcanza el «corazón» del hombre. En el Nuevo Testamento el libro del profeta Jeremías es citado repetidas veces. También el profeta es citado textualmente en la Carta a los Hebreos (8, 8 – 12). Jesús en la última cena, al bendecir la copa, une las palabras de Moisés (Ex 24) con las del profeta Jeremías (Jr 31,31) sobre la alianza definitiva.

Jesús, Sumo Sacerdote compasivo

«Teniendo pues tal Sumo Sacerdote…Jesús, el Hijo de Dios, mantengamos firmes la fe que profesamos» (Hb 5, 14) y sólo así podremos acercarnos confiadamente al trono de la gracia para alcanzar misericordia y la ayuda oportuna (Hb 4,16). Todo Sumo Sacerdote, tal como es presentado en la carta a los Hebreos, es escogido, de entre los hombres, por el mismo Dios para ofrecer los dones y sacrificios con los cuales pretende restablecer las relaciones con Dios eliminando así el obstáculo entre ellos: el pecado de los hombres. Estas condiciones se han realizado plenamente en Jesucristo (Hb 5,5-10).

Cristo tiene la dignidad y el honor del sacerdocio no porque lo haya arrebatado, usurpado, comprado o robado, sino por la humilde aceptación de una misión encomendada por Dios Padre, que lo ha proclamado solemnemente Sumo Sacerdote (ver Hb 1,5; Sal 110,4). El hecho de ser el «Hijo» da a su sacerdocio una categoría, gloria, dignidad y calidad suprema; porque lo coloca en una relación personal íntima, perfecta, plena, con Dios (Hb 2,17; 6,20). El autor ve realizado en Cristo un nuevo tipo de sacerdocio, un sacerdote eficaz que proporciona la salvación a cuantos a Él se adhieran llevándolos plenamente hasta Dios.

¡Queremos ver a Jesús!

El Evangelio de este V Domingo de Cuaresma se sitúa en el mismo día de su entrada en Jerusalén, cinco días antes de la última Pascua de Jesús. El día anterior Jesús se había detenido en Betania en la casa de Lázaro, Marta y María donde un «gran número de judíos supieron que Jesús estaba allí y fueron, no sólo por Jesús, sino también por ver a Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos» (Jn 12,9). Por eso, la entrada de Jesús en Jerusalén fue triunfal: «Por eso también salió la gente a su encuentro, porque habían oído que Él había realizado aquella señal» (Jn 12,18). Entre aquellos que subieron a Jerusalén había unos griegos. Estos, no siendo judíos, se habían adherido al monoteísmo de Israel y, hasta tal punto, a las observancias mosaicas: eran los «piadosos y temerosos de Dios» (Hch 10,2), distintos a los «helenistas» (ver Hch 6,1) que eran judíos en la diáspora. El deseo de estos griegos gentiles de «ver» o conversar con Jesús debió de extrañar a los discípulos, por eso Felipe consulta con Andrés.

Jesús sabe que la gente lo busca y lo quieren «ver» porque ha hecho algo extraordinario. Pero, para Jesús, deberían de buscarlo no sólo por el hecho externo sino porque ese hecho es una «señal» de algo mucho más profundo, que se capta y entiende solamente por y desde la fe. En otra ocasión había ocurrido lo mismo. «Jesús les respondió: “En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre”» (Jn 6,26-27). El milagro es una señal externa que deja entrever su identidad más profunda: el ser Hijo único de Dios. Cuando Jesús sabe lo que quieren «ver», no rechaza la petición; sino que la orienta hacia el momento de su glorificación: su muerte en la cruz. Hacia allí deben de converger todas las miradas que lo buscan y lo quieren «ver».

 «Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado»

La «hora» a la que Jesús se refiere es sin duda el momento en el que Él será levantado sobre la tierra. Éste «ser levantado» tiene un doble sentido: por un lado, se refiere a su ser levantado en la cruz, y en este sentido es la expresión de su muerte dolorosa y llena de oprobio; pero, por otro lado, Jesús alude a su exaltación junto al Padre, y en este segundo sentido es expresión de su glorificación. Ambas cosas suceden en un mismo movimiento hacia lo alto. Jesús revela su ser Hijo eterno del Padre, enseñándolo de palabra; pero, sobre todo, por medio de su actitud de obediencia filial que alcanza su punto culminante en la cruz. Él fue enviado por el Padre a una misión. Muriendo en la cruz pudo decir: «Todo está cumplido» (Jn 19,30). La carta a los Hebreos nos recuerda: «Con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Hb 5,9).

Ahora podemos entender mejor la hermosa comparación que Jesús utiliza cuando explica «su hora»: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto». Es difícil expresar con mayor precisión y eficacia la fecundidad de su propia muerte. Los padres conciliares nos han dicho que el hombre no puede «encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» .

El dinamismo inscrito en el grano de trigo, es el mismo inscrito en el ser del Señor Jesús, y es el mismo inscrito en cada uno de nosotros: morir para vivir; donarnos y entregarnos continuamente para desplegarnos en una nueva vida, para conquistar una vida plena y tremendamente fecunda. Y para que quede claro el Señor nos invitar a vivir el mismo dinamismo: «El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna».

Él mismo fue un grano de trigo que se precipitó a caer en tierra y morir, para obtener mucho fruto; el fruto abundante de su muerte en la cruz es el don de la vida eterna que se ofrece a todos los hombres. Ahora toca a cada uno de nosotros seguir el camino trazado…«Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas» (1Pe 2,21).

 

 Una palabra del Santo Padre:

«Las palabras que el profeta Isaías dirige a la ciudad santa de Jerusalén nos invitan a levantarnos, a salir; a salir de nuestras clausuras, a salir de nosotros mismos, y a reconocer el esplendor de la luz que ilumina nuestras vidas: «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!» (60,1). «Tu luz» es la gloria del Señor. La Iglesia no puede pretender brillar con luz propia, no puede. San Ambrosio nos lo recuerda con una hermosa expresión, aplicando a la Iglesia la imagen de la luna: «La Iglesia es verdaderamente como la luna: […] no brilla con luz propia, sino con la luz de Cristo. Recibe su esplendor del Sol de justicia, para poder decir luego: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”» (Hexameron, IV, 8, 32). Cristo es la luz verdadera que brilla; y, en la medida en que la Iglesia está unida a él, en la medida en que se deja iluminar por él, ilumina también la vida de las personas y de los pueblos. Por eso, los santos Padres veían a la Iglesia como el «mysterium lunae».

Necesitamos de esta luz que viene de lo alto para responder con coherencia a la vocación que hemos recibido. Anunciar el Evangelio de Cristo no es una opción más entre otras posibles, ni tampoco una profesión. Para la Iglesia, ser misionera no significa hacer proselitismo; para la Iglesia, ser misionera equivale a manifestar su propia naturaleza: dejarse iluminar por Dios y reflejar su luz. Este es su servicio. No hay otro camino. La misión es su vocación: hacer resplandecer la luz de Cristo es su servicio. Muchas personas esperan de nosotros este compromiso misionero, porque necesitan a Cristo, necesitan conocer el rostro del Padre».

Papa Francisco. Homilía en la Solemnidad de la Epifanía del Señor. 6 de enero de 2016. 

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. El hombre de hoy, hijo de una cultura hedonista y auto referente, muchas veces huye del dolor inherente a nuestra condición humana. Hay muchas situaciones en nuestra vida en que estamos llamados a cargar nuestra propia cruz. ¿Acepto la cruz que debo de cargar? Solamente desde una mirada de fe, podremos no solamente aceptar sino agradecer a Dios por la cruz que tenemos.

2. ¿Qué me enseña María? Miremos la corona de rosas que rodea el Corazón de la Madre: es también una corona de invisibles espinas. Ella me recuerda una realidad ineludible y me dice: acéptalas, asume reciamente el dolor que ellas te produzcan, pues quien quiere ver su corazón coronado con las hermosas rosas de la pureza y demás virtudes, debe aceptar primero la corona del dolor que purifica.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 541-542. 661-662.

Written by Rafael de la Piedra