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«Padre he pecado contra el cielo y contra ti» Prodigal-SonRembrant Full view

«Padre he pecado contra el cielo y contra ti»

Domingo de la Semana 4ª de Cuaresma. Ciclo C – 31 de marzo de 2019
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 15, 1-3.11-32

«Dejaos reconciliar con Dios», he aquí una clave de lectura de las lecturas de este cuarto Domingo de Cuaresma. En la Primera Lectura (Josué 5, 9a.10-12) Dios ofrece su reconciliación a su pueblo, concediéndole entrar en la tierra prometida, después de cuarenta años de vagar sin rumbo por el desierto. En la parábola evangélica (San Lucas 15, 1-3.11-32) el padre se reconcilia con el hijo menor, y, aunque no tan claramente, también con el hijo mayor. Finalmente, en la Segunda Lectura (Segunda carta de San Pablo a los Corintios 5, 17-21), San Pablo nos enseña que Dios nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación.

«Hoy nos ha quitado la deshonra de Egipto»

Josué es el sucesor de Moisés como caudillo de los israelitas. Su nombre era Hoseas hasta que Moisés le cambió de nombre a Josué que significa «Dios es salvación» (ver Nm 13,16). Josué fue elegido para comandar el ejercito mientras el pueblo atravesaba el desierto. El «libro de Josué» nos refiere a la invasión de Canaán y la distribución de la tierra entre las doce tribus.

El oprobio (vergüenza, deshonra) de Egipto termina al entrar el pueblo elegido en la tierra prometida y al renovar la circuncisión (Jos 5,2-3). La circuncisión era el signo externo de la alianza de Abraham con Dios (ver Eclo 44,20). La palabra «Guilgal» significa «círculo de piedra» y se ha convertido en el nombre propio de varias localidades. El Guilgal de Josué se encuentra entre el Jordán y Jericó pero su lugar exacto es desconocido. El maná será la comida del desierto, alimento maravilloso que Dios ha dado a su pueblo hasta entregarle la tierra prometida (ver Ex 16).

¿A quiénes dirige esta parábola?

Para entender la intención de la parábola del padre misericordioso y descubrir quiénes son sus destinatarios, es necesario tener en cuenta la ocasión en que Jesús la dijo. En este caso la situación concreta de los oyentes está indicada en los primeros versículos del capítulo 15 de Lucas: «Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírlo, y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: ‘Éste acoge a los pecadores y come con ellos’. Entonces les dijo esta parábola…». El auditorio está compuesto por dos grupos de personas bien caracterizadas: por un lado, los publicanos y pecadores, que se acercan a Jesús y son acogidos por Él, hasta el punto que come con ellos; por otro lado, los fariseos y escribas que censuraban la actuación de Jesús.

Antes que nada hay que decir que, si los pecadores se acercaban a Jesús y querían oírlo, es porque estaban bien dispuestos hacia Él y esto significa que ya habían emprendido el camino de la conversión. En efecto, nadie se acerca a la «fuente de toda santidad» y escucha con ánimo positivo sus «palabras de vida eterna», si a continuación quiere seguir pecando. En ese caso no se habrían acercado a Jesús, pues «todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras» (Jn 3,20). Podemos imaginar entonces que Jesús estaba contento de verse rodeado de todas esas personas que estaban dispuestas a cambiar de vida. Los fariseos, en cambio, «que se tienen por justos y desprecian a los demás» (Lc 18,9), no creen que sea posible la conversión de los pecadores y reprochan a Jesús que, acogiéndolos y comiendo con ellos, está aprobando su pecado.

El hijo más joven se va de la casa…

El hijo menor despreciando abiertamente el amor del padre toma la parte de la herencia que le pertenece y se va a un país lejano donde derrocha toda su fortuna viviendo como un libertino. El Siervo de Dios Juan Pablo II nos explica cómo «el hombre – todo hombre – es este hijo pródigo: hechizado por la tentación de separarse del padre para vivir independientemente la propia existencia; caído en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo lo había fascinado; solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo todo para sí; atormentado incluso desde la propia miseria por el deseo de volver a la comunión con el Padre» .

La parábola se detiene a describir con detalles la miseria en que cayó el hijo lejos de su padre. Dos rasgos interesantes «país (o región) lejano» a un judío le podía sonar como región pagana. De hecho así se deduce por la finca donde se criaban puercos, prohibido entre los judíos. Los cerdos eran considerados impuros y comer su carne era censurado como odiosa abominación idolátrica (ver Lv11,7. Dt 14,8. Is 65,4). La carne del cerdo simbolizaba suciedad y corrupción oponiéndola a lo santo y puro (ver Prv 11,22. Mt 7,6).

Para este hijo pródigo era imposible no comparar la miseria que sufría, aun siendo hijo, con la felicidad de que gozaba el último de los jornaleros en la casa de su padre. Comienza así su proceso de conversión: «entrando en sí mismo…» Era plenamente consciente de haber faltado al amor del padre y tenía listo el discurso que le diría para implorar su misericordia. Con tal de estar de nuevo en la casa del padre, le bastaba con ser tratado como uno de sus jornaleros. Es cierto que quiere volver al padre; pero algo no nos agrada. Es que este hijo está movido por el interés y no por el amor. Lo que lo hace volver es el recuerdo de la vida regalada que tenía junto a su padre -«pan en abundancia»-, y no el dolor de haberlo ofendido. Si, en lugar de haberle ido mal, hubiera tenido éxito, no habría vuelto a su padre. Está movido por una motivación imperfecta. Y, sin embargo, hay que ver cómo lo recibe el padre; a él ¿qué le importa la motivación? El padre está movido por puro amor hacia el hijo y no hay en él nada de amor propio ofendido; está movido por pura misericordia: «Estando el hijo toda¬vía lejos, lo vio su padre y, conmovido, corrió hacia él, se echó a su cuello y lo besó efusivamente». Y ordena: «Celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado. Y comenzaron la fiesta».

El hijo mayor

La parábola ya habría estado completa hasta aquí sin embargo se prolonga en un segundo acto a causa de la dificultad del hombre para comprender la misericordia divina. Entra ahora en escena el hijo mayor. No comprende al padre y no acepta que goce por la vuelta de su hermano. Cuando oyó el sonido de la música y las danzas «el hijo mayor se irritó y no quería entrar». Reprocha la actitud del padre sin embargo él se muestra grande también con este hijo. Esperaba de él plena adhesión en su alegría, y se encuentra con la murmuración. Pero no repara en sus propios sentimientos, sino en el malestar del hijo. Por eso, olvidado de sí mismo, «sale a suplicarle». Le dice: «Hijo, tú estás siempre conmigo». Tiene la esperanza de que esto le baste. Si el hijo hubiera estado movido por el amor, la compañía del padre le habría bastado. Se habría alegrado con lo que se alegra el padre y se habría adherido plenamente también a la decisión de celebrar la vuelta del hermano. Pero no estaba movido por el amor. La parábola termina aquí. No nos dice cuál fue la reacción del hermano mayor: ¿Entró a la fiesta, o se obstinó en su rechazo?

 Dios es Amor

Que Dios es omnipotente y puede hacerlo todo, esto todos lo comprenden; que Dios es infinitamente sabio y todo lo sabe, también lo aceptan todos; pero que «Dios es Amor» y que es misericordioso, esto difícilmente lo comprende el hombre. Y, sin embargo, es en esto que debemos imitarlo y no en aquello. En efecto, Jesús nos dice: «Sed vosotros misericordiosos como es misericordioso vuestro Padre» (Lc 6,36). Este es el núcleo de la revelación bíblica: Dios es Amor.

San Pablo nos dice en la carta a los Corintios, que todo hombre muerto y resucitado con Cristo adquiere ontológica y espiritualmente un nuevo ser, es una «nueva criatura» en Cristo, en cuanto que el hombre viejo desaparece. Una renovación o transformación no puede ser el resultado del esfuerzo humano. Dios, mediante el don de la reconciliación, abre de par en par la puerta para que el hombre pueda reconciliarse con Dios Padre, consigo mismo y con sus hermanos. Dios confía a sus apóstoles el deber de continuar la obra de Jesucristo: ser artesanos de la reconciliación.

https://www.youtube.com/watch?v=PffiNHXaxmY

Una palabra del Santo Padre:

«Empezamos por el final, es decir por la alegría del corazón del Padre, que dice: “Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado” (vv. 23-24). Con estas palabras el padre ha interrumpido al hijo menor en el momento en el que estaba confesando su culpa “ya no merezco ser llamado hijo tuyo…” (v. 19).

Pero esta expresión es insoportable para el corazón del padre, que sin embargo se apresura para restituir al hijo los signos de su dignidad: el vestido, el anillo, las sandalias. Jesús no describe un padre ofendido o resentido, un padre que por ejemplo dice “me la pagarás”, no, el padre lo abraza, lo espera con amor; al contrario, la única cosa que el padre tiene en el corazón es que este hijo está delante de él sano y salvo. Y esto le hace feliz y hace fiesta.

La recepción del hijo que vuelve está descrita de forma conmovedora: “Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó” (v. 20). Cuánta ternura, lo vio desde lejos, ¿qué significa esto? Que el padre subía a la terraza continuamente para mirar el camino y ver si el hijo volvía. Lo esperaba, ese hijo que había hecho de todo, pero el padre lo esperaba. Es algo bonito la ternura del padre. La misericordia del padre es desbordante y se manifiesta incluso antes de que el hijo hable.

Cierto, el hijo sabe que se ha equivocado y lo reconoce: “trátame como a uno de tus jornaleros” (v. 19). Pero estas palabras se disuelven delante del perdón del padre. El abrazo y el beso de su padre le han hecho entender que ha sido siempre considerado hijo, a pesar de todo, pero es siempre su hijo. Es importante esta enseñanza de Jesús: nuestra condición de los hijos de Dios es fruto del amor del corazón del padre; no depende de nuestros méritos o de nuestras acciones, y por tanto nadie puede quitárnosla. Nadie puede quitarnos esta dignidad, ¡ni siquiera el diablo! Nadie puede quitarnos esta dignidad.

Esta palabra de Jesús nos anima a no desesperar nunca. Pienso en las madres y a los padres aprensivos cuando ven a los hijos alejarse tomando caminos peligrosos. Pienso en los párrocos y catequistas que a veces se preguntan si su trabajo ha sido en vano. Pero pienso también en quien está en la cárcel, y les parece que su vida ha terminado; en los que han tomado decisiones equivocadas y no consiguen mirar al futuro; a todos aquellos que tienen hambre de misericordia y de perdón y creen que no lo merecen… En cualquier situación de la vida, no debo olvidar que no dejaré nunca de ser hijo de Dios, de un Padre que me ama y espera mi regreso. También en la situación más fea en mi vida Dios me espera, quiere abrazarme.

En la parábola hay otro hijo, el mayor; también él necesita descubrir la misericordia del padre. Él siempre se ha quedado en casa, ¡pero es muy distinto al padre! A sus palabras les falta ternura: “Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes… Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto…” (vv. 29-30). Habla con desprecio. No dice nunca “padre”, “hermano”. Presume de haberse quedado siempre junto al padre y haberle servido; y aún así no ha vivido nunca con alegría esta cercanía. Y ahora acusa al padre de no haberle dado nunca un ternero para hacer fiesta. ¡Pobre padre! ¡Un hijo se había ido, y el otro no ha estado nunca cercano realmente! El sufrimiento del padre es como el sufrimiento de Dios y de Jesús, cuando nos alejamos o cuando pensamos estar cerca y sin embargo no lo estamos.

El hijo mayor, también él tiene necesidad de misericordia. Los justos, esos que se creen justos, tienen también necesidad de misericordia. Este hijo nos representa cuando nos preguntamos si vale la pena trabajar tanto si luego no recibimos nada a cambio. Jesús nos recuerda que en la casa del Padre no se permanece para recibir una recompensa, sino porque se tiene la dignidad de hijos corresponsables. No se trata de canjear con Dios, sino de seguir a Jesús que se ha donado a sí mismo en la cruz y esto sin medidas».

Papa Francisco. Audiencia del miércoles 11 de mayo de 2016.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. Todos somos pecadores y tenemos algo de ambos hijos. ¿Actualmente, con qué hijo me identifico más? ¿Por qué?

2. Acerquémonos confiadamente, en estos días de Cuaresma, al sacramento del «amor misericordioso del Padre»: el sacramento de la reconciliación.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1425 -1426. 1440 -1470

Written by Rafael de la Piedra