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¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
¿Dónde encontrar las respuestas a nuestras inquietudes más profundas?
¿Cuáles son las razones para creer?

«Señor mío y Dios mío» Santo-Tomás-Caravaggio Full view

«Señor mío y Dios mío»

Domingo de la Semana 2ª de Pascua. Ciclo B – 8 de abril de 2018

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 20, 19 -31

«La multitud de los creyentes no tenían sino un solo corazón y una sola alma». El ideal del amor a Dios y al prójimo era vivido de manera plena por la primera comunidad cristiana como leemos en el pasaje de los Hechos de los Apóstoles. Una comunidad donde la comunión de pensamientos y sentimientos se traducía en el compartir fraterno «según la necesidad de cada uno»; dando así testimonio de la Resurrección de Jesucristo (Hechos de los Apóstoles 4,32-35).

La primera carta del apóstol San Juan, escrita cuando ya la comunidad cristiana había experimentado diversas y dolorosas pruebas, hace presente que «quien ha nacido de Dios», es decir, el que tiene fe en el amor de Dios y vive de acuerdo a sus mandamientos, ha vencido al mundo. Para vencer al mundo hay que creer en el Hijo de Dios (primera carta de San Juan 5, 1-6). El Evangelio (San Juan 20, 19 -31) nos presenta la primera semana del Resucitado donde se nos otorga el don del Espíritu Santo, el perdón de los pecados; así como el mandato misionero. También vemos como la incredulidad de Tomás termina, ante la evidencia del Señor Resucitado, proclamando la divinidad de Jesús. Sin duda será la fe en «Jesús Resucitado» lo que unificará nuestras lecturas dominicales en este segundo Domingo Pascual.

Domenica en albis»

La solemnidad de la Resurrección del Señor nos hace participar en el hecho central de nuestra fe cristiana. Así lo afirma el Catecismo: «La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz» . Dos fiestas del Año Litúrgico son celebradas durante un «día largo» que dura ocho días del calendario: La Natividad y la Resurrección del Señor. La celebración de la Resurrección del Señor dura estos ocho días y éste segundo Domingo de Pascua es el último día de la «octava de Pascua».

Tradicionalmente la noche de Pascua era el momento en que los catecúmenos (conversos que habían sido instruidos en la fe cristiana) recibían los sacramentos de la iniciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. Ellos realizaban sacramentalmente los mismos pasos que Cristo: muerte al pecado y resurrección a una vida nueva. En esa ocasión los recién bautizados recibían una túnica blanca con estas palabras: «Recibe esta vestidura blanca, signo de la dignidad de cristiano. Consérvala sin mancha hasta la vida eterna». Y la debían llevar durante toda la octava de Pascua. Este segundo Domingo de Pascua se llama la «domenica in albis», porque los recién bautizados debían participar en la liturgia dominical revestidos de esta túnica alba que habían recibido el Domingo anterior.

«Recibid el Espíritu Santo»

Tomás se hallaba ausente durante la primera aparición de Jesús que es cuando vemos el cumplimiento de la promesa del «Espíritu Santo». Efectivamente Jesús realiza un gesto expresivo: «Sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo». Así como Dios, al crear al primer hombre del barro, sopló en sus narices y el hombre fue un ser viviente, de la misma manera, el soplo de Jesús, con el cual comunica el Espíritu Santo, da comienzo a una nueva creación. Con el don del Espíritu Santo comenzaron también los apóstoles su misión de prolongar en el mundo la misma obra de Jesús. Por eso, junto con darles el Espíritu, Jesús explica el sentido de este don: «Como el Padre me envió, también yo os envío».

En esto los apóstoles se asemejan a su Señor: en que poseen el mismo Espíritu. Y no sólo en esto, sino también en que poseen el poder de comunicarlo a los demás; de lo contrario, muerto el último apóstol, habría acabado la obra de Cristo. La comunicación de este don tiene lugar en todos los sacramentos de la Iglesia, pero es el efecto específico de uno de ellos: la Confirmación. Las palabras con que el Obispo acompaña el gesto de la unción son éstas: «Recibe, por esta señal, el don del Espíritu Santo».

«Dichosos los que no han visto y han creído»

Después de la aparición del Maestro, los apóstoles le dijeron a Tomás: «Hemos visto al Señor». Él ciertamente debió haber creído que habían tenido la aparición de algún ser trascendente, pero que éste fuera el mismo Jesús, eso era más de lo que podía aceptar. Curiosamente los apóstoles tuvieron esa misma impresión como leemos en el texto de San Lucas: «Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero Él les dijo: “…Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo”. Y, diciendo esto, los mostró las manos y los pies» (Lc 24,37- 40). Después de esta experiencia en que habían palpado al Señor Resucitado, habían verificado que había carne y huesos, los apóstoles podían asegurar a Tomás: «¡Hemos visto al Señor!».

Pero Tomás también necesitaba verificar por sí mismo que el aparecido era Jesús. Una vez que él mismo lo verificó hizo tal vez el más explícito acto de fe de todo el Evangelio al reconocer a Jesús como: «¡Señor mío y Dios mío!». Tomás vio a Jesús Resucitado y lo reconoció como a su Dios. Su acto de fe va más allá de lo que vio. El encuentro con Jesús Resucitado y su apertura al Espíritu Santo lleva a Tomás a la plenitud de la fe. La fe es un don gratuito de Dios, que Él concede libremente y, en este caso, Dios quiere concederla, con ocasión de algo que se ve, de un «signo visible». Es cierto que nosotros no hemos visto al Señor Resucitado; pero nuestra fe se basa en el testimonio vivo de los mismos apóstoles y de la Iglesia. Es por eso que en los discursos de Pedro es constante la frase: «A este Jesús Dios, lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos» (ver Hch 2,32. 3,14-15. 5,30.32). Sobre este testimonio se funda nuestra fe. Por eso nos hacemos merecedores de la bienaventuranza que Jesús le dice a Tomás: «Dichosos los que no han visto y han creído».

 La nueva vida: tenían todo en común

«La nueva vida que se concede a los creyentes en virtud de la resurrección de Cristo, consiste en la victoria sobre la muerte del pecado y en la nueva participación en la gracia» , nos dice San Juan Pablo II. Esta vida nueva se ve claramente graficada en esta segunda descripción de la comunidad primitiva (Hech 2,42 – 44). El espíritu de unión y caridad fraterna actúa tan poderosamente, que los que poseen bienes no los consideran suyos sino que someten todo a la necesidad del prójimo regulada por la autoridad de los apóstoles. La unión fraterna, en el Señor, es tan grande que tenían «un solo corazón y una sola alma». El par de términos «corazón-alma» recuerda el vocabulario que en el libro del Deuteronomio designa la existencia entera de la persona abierta a Dios (ver Dt 6,5; 10,12; 11,13; 13,4). La fuerza de su testimonio y predicación nacía de la coherencia en la vivencia del amor que nace del amor de Dios manifestado en la Resurrección de Jesucristo: «En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos» (1Jn.5, 2).

 «Todo el que nace de Dios, vence al mundo…»

En esta afirmación de la carta de San Juan encontramos una invitación profunda a volver a la raíz de nuestra fe. Nacer de Dios es recibir la fe, es recibir el bautismo y con él la gracia y la filiación divina. El mundo se presenta aquí como esa serie de actitudes, comportamientos, modos de pensar y de vivir que no provienen de Dios, que se oponen a Dios. Cristo mismo había dicho a sus apóstoles: «vosotros estáis en el mundo, pero no sois del mundo». Así pues, vencer al mundo significa «ganarlo para Dios», significa «restaurar todas las cosas en Cristo», piedra angular; significa valorar apropiadamente el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios.

Por Encarnación entendemos el hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra reconciliación. En Cristo, Verbo de Dios hecho carne, nosotros los cristianos vencemos al mundo. Él ha establecido un «admirable intercambio»: Él tomo de nosotros nuestra carne mortal, nosotros hemos recibido de Él la participación en la naturaleza divina. Por otra parte, San Juan invita a sus lectores a no separar su fe de su vida y sus obras, peligro que vivía la comunidad de entonces, y peligro que vive el cristiano hoy. Se trata, pues, de amar a Dios y cumplir sus mandatos en nuestra vida cotidiana que no son una imposición externa, sino la verdad más profunda de nuestras vidas. Aquello que nos conducirá a una plena vida cristiana, aquello que finalmente triunfará sobre el mundo.

Una palabra del Santo Padre:

«” Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos” (Jn 20,30). El Evangelio es el libro de la misericordia de Dios, para leer y releer, porque todo lo que Jesús ha dicho y hecho es expresión de la misericordia del Padre. Sin embargo, no todo fue escrito; el Evangelio de la misericordia continúa siendo un libro abierto, donde se siguen escribiendo los signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia. Todos estamos llamados a ser escritores vivos del Evangelio, portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy.

Lo podemos hacer realizando las obras de misericordia corporales y espirituales, que son el estilo de vida del cristiano. Por medio de estos gestos sencillos y fuertes, a veces hasta invisibles, podemos visitar a los necesitados, llevándoles la ternura y el consuelo de Dios. Se sigue así aquello que cumplió Jesús en el día de Pascua, cuando derramó en los corazones de los discípulos temerosos la misericordia del Padre, el Espíritu Santo que perdona los pecados y da la alegría.

Sin embargo, en el relato que hemos escuchado surge un contraste evidente: por un lado, está el miedo de los discípulos que cierran las puertas de la casa; por otro lado, el mandato misionero de parte de Jesús, que los envía al mundo a llevar el anuncio del perdón. Este contraste puede manifestarse también en nosotros, una lucha interior entre el corazón cerrado y la llamada del amor a abrir las puertas cerradas y a salir, salir de nosotros mismos.

Cristo, que por amor entró a través de las puertas cerradas del pecado, de la muerte y del infierno, desea entrar también en cada uno para abrir de par en par las puertas cerradas del corazón. Él, que con la resurrección venció el miedo y el temor que nos aprisiona, quiere abrir nuestras puertas cerradas y enviarnos. El camino que el Señor resucitado nos indica es de una sola vía, va en una única dirección: salir de nosotros mismos, para dar testimonio de la fuerza sanadora del amor que nos ha conquistado».

Papa Francisco. Domingo 3 de abril de 2016.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. Tomás no pudo quedar igual después del encuentro con Jesús Resucitado. Salió como un apóstol convencido, salió del cenáculo para anunciar a Cristo a sus hermanos. Cada uno de nosotros está llamado a experimentar el mismo amor de Cristo con tanta intensidad que no pueda seguir siendo el mismo. Cuando San Maximiliano Kolbe se encontraba de pie ante los oficiales nazistas viendo cómo condenaban a un hombre con familia a morir en el «bunker» del hambre, su corazón no quedó inactivo. Experimentó que él debía dar la vida, como Cristo la había dado por él. ¿Cuál es y hasta dónde llega mi coherencia cristiana? ¿Qué estoy haciendo por «vencer al mundo», por «ganarlo para Cristo», por ayudar a todos a alcanzar la reconciliación?

2. Este segundo Domingo de Pascua ha sido declarado por San Juan Pablo II como el «Domingo de la Divina Misericordia». Título y tesoro que se ha difundido en las últimas décadas por impulso de Santa María Faustina Kowalska (1905-1938). La misericordia divina es, desde siempre, la más bella y consoladora revelación del misterio cristiano: «La tierra está llena de miseria humana, pero rebosante de la misericordia de Dios» (San Agustín). Ésta es siempre la «buena noticia» que debemos de comunicar a todos.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 448-449.641-644.

 

Written by Rafael De la Piedra