«Si te escucha, habrás ganado a tu hermano»
Domingo de la Semana 23 del Tiempo Ordinario. Ciclo A – 10 de setiembre de 2017
Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 18, 15-20
El capítulo 18 del Evangelio de San Mateo forma parte de las enseñanzas de Jesús que se relacionan con la vida de las primeras comunidades cristianas. Por eso, a esta parte del Evangelio de San Mateo se le ha llamado el «discurso eclesiástico». Jesús nos habla, en esta oportunidad, acerca de la corresponsabilidad frente a la salvación de sus hermanos. Aquí se inserta el mandato de la corrección fraterna. La segunda admonición de Jesús a sus discípulos es la oración en común.
En la Primera Lectura (Ezequiel 33, 7-9) se nos propone la imagen del «profeta-centinela» que advierte a los hombres de su mala conducta y les anuncia el peligro que se acerca si no despiertan de su letargo. Pablo, por su parte, antes de concluir su carta a los romanos (Romanos 13, 8-10), dirige una última exhortación llena de contenido: «no tengáis con nadie ninguna deuda que no sea la de amaros mutuamente». Amar es cumplir la ley entera, porque todos los mandamientos se resumen, como diría Jesús, en esta frase: «Amarás a Dios…. y a tu prójimo como a ti mismo».
«Yo te he puesto como centinela de la casa de Israel»
Ezequiel, uno de los grandes profetas del Antiguo Testamento, era sacerdote y fue llevado al exilio de Babilonia en la época del rey Jeconías. Allí consoló a los otros desterrados, pero anunció la caída definitiva de Jerusalén después de la primera deportación del año 597 A.C. Tras el intento de librarse del yugo, Jerusalén finalmente fue destruida el 587 A.C., año de la segunda deportación. Finalmente anunció la vuelta de este segundo cautiverio.
La lectura de este Domingo se encuentra en la tercera parte del libro de Ezequiel que contienen los oráculos pronunciados después de la invasión de Nabucodonosor. En ella el profeta se presenta como el centinela que anuncia al pueblo la necesidad de cambiar de conducta: «Ha oído el sonido del cuerno y no ha hecho caso: su sangre recaerá sobre él. En cambio, el que haya hecho caso, salvará su vida” (Ez 33,5).
El centinela es el hombre que, desde la atalaya , da la voz de alarma cuando ve al enemigo acercarse al campamento o a las puertas de la ciudad. En los tiempos antiguos poseía una función decisiva en los combates entre los pueblos. Si el centinela dormía, la vida del pueblo corría un grave riesgo. Ezequiel es un centinela con características especiales. El profeta debe advertir al «impío» de su mala conducta, debe informarle del mal que se le viene encima. Al centinela le basta dar la alarma; si le escuchan o no, ya no es responsabilidad suya.
No es así en el caso del profeta: él debe advertir del mal que se viene encima, y debe hacer todo lo posible por convencer a sus oyentes, porque lo que él anuncia no viene «ni de la carne ni de la sangre»; sino es Dios mismo quien se lo ha revelado. Él habla en nombre de Dios. Él expresa el deseo de Dios de salvar a los hombres y de que no se pierda ninguno (ver Ez 18,32). Él participa del amor divino que no se deja vencer por el pecado del hombre. El profeta-centinela asume una enorme responsabilidad: deberá responder ante Dios de la muerte o la salvación de aquellos a los que ha sido enviado. El verdadero pastor de almas es aquel centinela que vela sobre el rebaño y se mantiene en vigilia durante la noche para que ninguno perezca. El buen pastor, como dice san Pablo, amonestará, insistirá, predicará a tiempo y a destiempo la Buena Nueva (ver 2 Tim 4,2).
«Si tu hermano peca…»
El Evangelio de este Domingo nos ofrece algunas enseñanzas de Jesús acerca de su propia Iglesia. El texto contiene instrucciones de Jesús sobre el modo de proceder ante diversas situaciones en que se iban a encontrar sus discípulos. La primera se refiere a la conducta a observar con el hermano que peca. En la Iglesia de los tiempos apostólicos, cuando el Evangelio de San Mateo se puso por escrito, el pecado de un cristiano era considerado un verdadero escándalo ya que era difícil para los primeros cristianos convencerse que alguien por quien Jesucristo había derramado su sangre para perdón de sus pecados, pudiera pecar de nuevo. Sin embargo esa posibilidad existía y para esa triste eventualidad, Jesús dejó establecido el sacramento de la reconciliación dando a los apóstoles el poder de perdonar los pecados (ver Jn 20,22-23).
El primer paso pues, ante el pecado del hermano será reprenderlo en priva¬do y tratar de obtener su conversión. Si se consigue, entonces se habrá ganado al hermano. Ante un corazón arrepentido la misericordia del Señor no tiene límite ya que «Él no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 33,11). Pero si el pecador se obstina en su mal, se llamará a uno o dos testigos y ante ellos se le reprenderá; si insiste en su pecado, se le denunciará ante la comunidad; y si ni siquiera a la comunidad escucha, él mismo entonces se excluirá (se alejará) de ella y deberá ser considerado un pagano o un publicano. Queda, por su propio pecado, excluido de la plena comunión con la comunidad; ya no hace parte de ella. El pagano es el que pertenece a los pueblos que no conocen a Dios; los publicanos eran considerados pecadores públicos, pues recaudaban los impuestos que Israel, como pueblo dominado, debía pagar a Roma.
La «ekklesía» de Jesucristo
La palabra griega «ekklesía», que se traduce al español por «Iglesia», aparece en los Evangelios sólo tres veces y siempre en el Evangelio de San Mateo. Dos de esas instancias ocurren en la lectura de este Domingo. Jesús usa por primera vez el término «Iglesia» cuando le cambia de nombre a Simón para ponerle uno apropiado a la misión que le iba a encomendar: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). Observamos que también aquí el término «Iglesia» está usado sin ser definido. Sólo se nos dice que Jesús tiene intención de fundar «su Iglesia», y que ésta estará edificada sobre «Pedro-Piedra». La Iglesia de Cristo es la que está fundada sobre Pedro y sus sucesores. Podemos concluir que «Iglesia» es un término ya conocido para los lectores y que, por tanto, su definición debe buscarse en el Antiguo Testamento.
Y así es. En el texto original hebreo del libro de los Números y del Deuteronomio se habla del «qahal Yahveh», que se traduce al español por «asamblea del Señor», y se usa para designar al pueblo de Israel que peregrina en el desierto. Cuando la Biblia hebrea se tradujo al griego , el término hebreo «qahal» se tradujo en algunos casos por «synagogué» y en otros, por «ekklesía». «Synagogué» significa literalmente «congregación» y es el término que se apropió el judaísmo, dando origen a la sinagoga. «Ekklesía» significa literalmente «convocación» y éste es el término que se apropiaron los cristianos para designar a su comunidad: todos aquellos que han sido convocados por Jesucristo de una situación de pecado a la vida eterna en virtud de su sacrificio reconciliador.
«Todo lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo…»
«Atar y desatar» es una expresión de autoridad, que aparece a menudo en los textos rabínicos del tiempo de Jesús y posteriores. En esos textos la expresión tiene dos sentidos. Significa, en primer lugar, el poder magisterial y disciplinar, es decir, el poder de declarar la verdad o falsedad de una doctrina y de declarar la bondad o maldad de una acción . Pero «atar y desatar» significa también el poder de excluir a alguien de la comunidad a causa de sus pecados (atar) y de readmitirlo perdonándole los pecados (desatar), es decir, el poder de retener o perdonar los pecados. Éste es el sentido de la expresión «atar y desatar» usada por Jesús en este pasaje. Pero lo más importante es que Jesús asegura que lo atado o desatado por la Iglesia en la tierra queda atado o desatado en el cielo. De esa manera garantiza que la Iglesia no puede errar en materia de fe y moral; y también que la exclusión de alguien de la plena comunión con la Iglesia, lo excluye de la amistad con Dios y que la readmisión del pecador arrepentido a la plena comunión con la Iglesia, por el sacramento de la reconciliación, lo renueva en su amistad con Dios.
«Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre»
Jesús agrega otra acción hecha en la tierra que repercute en el cielo: la oración comunitaria. Es una promesa: «Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos». El objeto de la petición no tiene limitación: se concede «sea lo que fuere». La única condición es ponerse de acuerdo en el seno de la comunidad reunida en el nombre de Cristo, es decir, pedir en conformidad con Cristo. En este caso la petición es escuchada, porque une su voz el mismo Cristo, a quien el Padre siempre escucha (ver Jn 11,42): «Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Por eso el que pretende encontrar a Cristo prescindiendo de la Iglesia, en realidad encuentra a un ser de su propia creación, pero no a Cristo. Para recibir el Espíritu Santo y alcanzar a Cristo es necesaria la mediación de la Iglesia.
Una palabra del Santo Padre:
«El Evangelio de este domingo, tomado del capítulo 18 de Mateo, presenta el tema de la corrección fraterna en la comunidad de los creyentes: es decir, cómo debo corregir a otro cristiano cuando hace algo que no está bien. Jesús nos enseña que, si mi hermano cristiano comete una falta en contra de mí, me ofende, yo debo tener caridad hacia él y, ante todo, hablarle personalmente, explicándole que lo que dijo o hizo no es bueno. ¿Y si el hermano no me escucha? Jesús sugiere una intervención progresiva: primero, vuelve a hablarle con otras dos o tres personas, para que sea mayormente consciente del error que cometió; si, con todo, no acoge la exhortación, hay que decirlo a la comunidad; y si no escucha ni siquiera a la comunidad, hay que hacerle notar la fractura y la separación que él mismo ha provocado, menoscabando la comunión con los hermanos en la fe.
Las etapas de este itinerario indican el esfuerzo que el Señor pide a su comunidad para acompañar a quien se equivoca, con el fin de que no se pierda. Es necesario, ante todo, evitar el clamor de la crónica y las habladurías de la comunidad —esto es lo primero, evitar esto—. «Repréndelo estando los dos a solas» (v. 15). La actitud es de delicadeza, prudencia, humildad y atención respecto a quien ha cometido una falta, evitando que las palabras puedan herir y matar al hermano. Porque, vosotros lo sabéis, también las palabras matan. Cuando hablo mal, cuando hago una crítica injusta, cuando «le saco el cuero» a un hermano con mi lengua, esto es matar la fama del otro. También las palabras matan. Pongamos atención en esto.
Al mismo tiempo, esta discreción de hablarle estando solo tiene el fin de no mortificar inútilmente al pecador. Se habla entre dos, nadie se da cuenta de ello y todo se acaba. A la luz de esta exigencia es como se comprende también la serie sucesiva de intervenciones, que prevé la participación de algunos testigos y luego nada menos que de la comunidad. El objetivo es ayudar a la persona a darse cuenta de lo que ha hecho, y que con su culpa ofendió no sólo a uno, sino a todos. Pero también de ayudarnos a nosotros a liberarnos de la ira o del resentimiento, que sólo hacen daño: esa amargura del corazón que lleva a la ira y al resentimiento y que nos conducen a insultar y agredir. Es muy feo ver salir de la boca de un cristiano un insulto o una agresión. Es feo. ¿Entendido? ¡Nada de insultos! Insultar no es cristiano. ¿Entendido? Insultar no es cristiano.
En realidad, ante Dios todos somos pecadores y necesitados de perdón. Todos. Jesús, en efecto, nos dijo que no juzguemos. La corrección fraterna es un aspecto del amor y de la comunión que deben reinar en la comunidad cristiana, es un servicio mutuo que podemos y debemos prestarnos los unos a los otros. Corregir al hermano es un servicio, y es posible y eficaz sólo si cada uno se reconoce pecador y necesitado del perdón del Señor. La conciencia misma que me hace reconocer el error del otro, antes aún me recuerda que yo mismo me equivoqué y me equivoco muchas veces».
Papa Francisco. Ángelus domingo 7 de setiembre de 2014
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. San Agustín nos dice: «Debemos corregir con amor, no con deseo de hacer daño, sino con intención de corregir; si no lo hacéis así, os hacéis peores que el que peca». ¿Corrijo a mi hermano con caridad y amor?
2. ¿Acepto, de verdad, cuando me corrigen o creo que siempre tengo la razón? ¿Cómo vivo esta realidad en el ámbito familiar?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1435. 1829. 1854 – 1856. 2223.
Notas:
– Atalaya: torre en lugar alto para registrar desde ella el campo o el mar y dar aviso de lo que se descubre.
– La traducción al griego es la llamada versión de los LXX. Fue realizada a mediados del siglo III a.C. en Alejandría, Egipto.
– Se entiende por el sentido magisterial o una enseñanza doctrinal: «Es verdad que los muertos resucitarán»; y en el sentido disciplinar: «El aborto procurado es un crimen abominable; el que lo intenta, si el efecto se obtiene, incurre en la pena de excomunión».