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«Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás»

Domingo de la Semana 4ª de Pascua. Ciclo C – 12 de mayo de 2019
Lectura del Santo Evangelio según San Juan 10, 27-30

La lectura del Evangelio de este Domingo es la tercera y última parte de la parábola del Buen Pastor (Jn 10), que se lee fragmentadamente en los tres ciclos litúrgicos (A, B y C) de este cuarto Domingo de Pascua. El Buen Pastor que a todos quiere salvar, tanto a las ovejas judías como a las paganas, y a todos ofrece su vida (Hechos de los Apóstoles 13, 14.43-52); apacienta a sus ovejas no sólo en esta tierra, sino también en el cielo, conduciéndolas a «los manantiales de agua» (Apocalipsis 7, 9.14b-17).

Por decisión del Papa San Pablo VI, se celebra en este día la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. El sacerdote, en virtud del sacramento del Orden, está destinado a ser pastor del pueblo de Dios y a reproducir los rasgos de Jesús Buen Pastor. Por eso el Papa consideró que este Domingo era el más apropiado para orar por las vocaciones sacerdotales en todo el mundo. En esta oración no sólo pedimos a Dios que llame a más jóvenes a consagrar sus vidas al anuncio del Evangelio, sino que deberíamos pedir para que conceda a los jóvenes que sienten en su corazón la llamada de Dios la generosidad de responder prontamente, como lo hicieron los primeros seguidores de Cristo: «Inmediatamente, dejándolo todo, lo siguieron» (Lc 5,11).

En efecto, Dios sigue llamando hoy como ha llamado siempre. También hoy sigue resonando la voz de Cristo que dice a muchos: «Ven y sígueme» (Mt 19,21). Recemos para que más jóvenes escuchen y respondan con generosidad a su llamado a la felicidad y realización. ¡Eso es lo que el Papa nos pide este Domingo!

 «¿Tú eres el Cristo…?»

El Capítulo 10 de San Juan contiene estas famosas expresiones de Jesús: «Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da la vida por las ovejas… yo conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco al Padre y doy mi vida por las ovejas» (Jn 10,11 .14-15). Es lo mismo que repite Jesús más adelante en el texto de este Domingo. Los judíos le hacen una pregunta directa acerca de su identidad: «¿Hasta cuándo vas a tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente» (Jn 10,24). Jesús no habría sacado nada con decirles abiertamente que Él era el Cristo, porque, si no son de sus ovejas, no le habrían creído. Por eso responde: «Ya os lo he dicho, pero no me creéis… porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen». Es muy clara la división entre los que creen y ponen el fundamento de su vida en la enseñanza de Cristo y los que no lo hacen. Es que unos son de su rebaño y lo reconocen como pastor y los otros, no lo son. Estos últimos, no es que estén solos; es que escuchan la voz de otros pastores y los siguen a ellos.

¿Cómo podemos saber si somos ovejas del rebaño de Cristo?

El mismo Cristo quiso dejarnos un criterio para discernir nuestra condición de «ovejas de su rebaño». Lo hizo en el momento último, antes de dejar este mundo, precisamente porque Él mismo ya no iba a estar más con nosotros en forma visible. De aquí la importancia del episodio que se desarrolló a orillas del lago de Tiberíades, cuando Cristo resucitado, dijo por tres veces a Pedro: «Apacienta mis ovejas…pastorea mis corderos» (ver Jn 21,15ss). ¡Es impresionante! Esas mismas ovejas, de las cuales con inmenso celo Jesús aseguraba: «Nadie las arrebatará de mi mano… nadie las arrebatará de las manos del Padre», las mismas ovejas por las cuales Él había dado su vida, ahora las confía a las manos de Pedro. No puede ser algo casual.

Al contrario, nunca Cristo ha puesto más intención en una decisión suya: instituyó a Pedro como Pastor supremo del rebaño dejándole un poder inmenso. A éste había dicho: «Lo que decidas en la tierra quedará decidido en el cielo» (ver Mt 16,19). Este mismo Pedro decidió dejar un sucesor y encomendarle su misma misión de Pastor universal de las ovejas de Cristo, que se llamó Lino; éste, a su vez, dejó otro: Anacleto; y así sucesivamente, sin interrupción, hasta el ahora reinante, el Papa Francisco. Ya podemos responder a la duda anterior: es verdadero pastor el que ha recibido el sacramento del orden y ejerce su ministerio en comunión con el Santo Padre; es oveja del rebaño de Cristo el que escucha a estos pastores. Recordemos, hoy especialmente, de orar para que haya muchos que entreguen su vida a ser «pastores» del pueblo de Dios, para que todos puedan escuchar la voz de Cristo y tengan vida eterna.

Pablo y Bernabé en Antioquía

En la lectura de los Hechos de los Apóstoles que se lee este Domingo se nos presenta a Pablo y Bernabé en la ciudad de Antioquía de Pisidia, precisamente ejerciendo ese poder de hablar la Palabra de Dios y de comunicar, por este medio, la vida eterna. Si Antioquía tenía fama de ciudad pagana (conocida por su culto a la diosa Dafne) ocupó un lugar prominente en la historia del cristianismo. Habitada por numerosos judíos emigrados (ver Hch 6,5). Antioquía recibió el impacto de la primera evangelización después de la muerte de Esteban (ver Hch 11,19ss) y fue allí donde por primera vez los creyentes fueron llamados de «cristianos» (ver Hch 11,20-26).

Pablo hizo exactamente lo mismo que Jesús en la Sinagoga de Nazaret (ver Lc 4,16ss). El culto de los judíos en la Sinagoga principalmente, como hoy en día, es una doble lectura bíblica; primero el Pentateuco (Torah) y luego los profetas y comentaristas. Pablo se dirige primero a los judíos. Sólo cuando éstos lo rechazan pasará a los gentiles. El gran discurso que Pablo dirige a los judíos en la Sinagoga, es una grandiosa síntesis de la historia de Israel, y como un vínculo entre ambos Testamentos, nos muestra a través de las profecías mesiánicas, el cumplimiento del Plan de Dios (ver Hech 13, 16-41). «Se congregó casi toda la ciudad para escuchar la Palabra de Dios… los gentiles se alegraron y se pusieron a glorificar la Palabra del Señor; y creyeron cuantos estaban destinados a una vida eterna» (Hech 13,44.48). Los gentiles, escuchando a los apóstoles estaban escuchando a Jesús mismo y de esta manera demostraban que ellos también eran ovejas de su rebaño. «Los discípulos quedaron llenos de gozo y del Espíritu Santo», demostrando que no eran «de Pablo o de Apolo o de Cefas» sino de Cristo (ver 1 Cor 1,12ss).

La vida eterna

Siguiendo la lectura del Evangelio, Jesús agrega otro privilegio sublime de sus queridas ovejas: «Yo les doy vida eterna». La vida eterna es un puro don. No es el resultado del esfuerzo humano. Nadie puede pretender ningún derecho a poseerla. Jesús, y sólo él, comunica la vida eterna a quien él quiere. Aquí nos asegura que él la comunica a sus ovejas. El hombre, cada uno de nosotros, está destinado a poseer la vida eterna. Para esto ha sido creado. Pero esta «vida eterna» no nos es transmitida por nuestros padres, ni es obtenida por el esfuerzo humano, pues supera todo esfuerzo creado. Se suele llamar «vida sobrenatural», porque no es proporcional a la naturaleza humana, ni puede la naturaleza humana alcanzarla por su propio dinamismo. Esta vida la da solamente Cristo como un regalo. Sólo Cristo puede decir: «Yo les doy vida eterna» y ningún otro puede dar este don. Esta es la diferencia radical entre Cristo y todo otro pastor.

La vida eterna es la vida de Dios mismo infundida en nosotros ya en esta tierra por medio de los sacramentos de la fe, sobre todo, por medio de la Eucaristía, que por eso recibe el nombre de «pan de vida eterna». En esta tierra podemos gozar ya de la misma vida que en el cielo poseeremos en plenitud y sin temor de perderla jamás. En esta tierra poseemos la vida divina en la fe y con la inquietante posibilidad de perderla por el pecado. En el cielo esta vida eterna alcanzará su consumación en la visión de Dios y no habrá entonces temor alguno de perderla nunca jamás. Por eso respecto de sus ovejas Jesús asegura: «No perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano». La vida eterna adquiere en el cielo la forma de la «gloria celestial».

En su encíclica, Evangelium vitae, el Papa San Juan Pablo II, trata profundamente sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana. Pero allí se afirma también claramente que la vida terrena del hombre, aunque es una realidad sagrada, «no es realidad última, sino penúltima». Su sacralidad radica precisamente en que es «penúltima», cuando la «última» es la vida divina compartida por el hombre. El Papa escribe: «El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal» (Evangelium Vitae, 2). Por eso truncar una vida humana en el seno de su madre es un homicidio realmente abominable.

Para que nosotros pudiéramos poseer la vida eterna es que Cristo vino al mundo y murió en la cruz. Por eso cada uno de los que creen en Él puede afirmar con verdad: «El Hijo de Dios me amó y se entregó a la muerte por mí» (Gal 2,20). Y Él establece sus ministros para la transmisión de esta vida. A eso se refiere Cristo cuando dice a Pedro: «Apacienta mis ovejas». Es claro que Jesús no le pide a Pedro que les procure el alimento material. Lo que le pide es que les de el pan de «vida eterna». Jesús dice acerca de sus ovejas: «Nadie las arrebatará de mi mano», y es verdad. Pero Él las confía a San Pedro, su Vicario en la tierra.

 Una palabra del Santo Padre:

«Jesús quiere entablar con sus amigos una relación que sea el reflejo de la relación que Él mismo tiene con el Padre: una relación de pertenencia recíproca en la confianza plena, en la íntima comunión. Para expresar este entendimiento profundo, esta relación de amistad, Jesús usa la imagen del pastor con sus ovejas: Él las llama y ellas reconocen su voz, responden a su llamada y le siguen. Es bellísima esta parábola. El misterio de la voz es sugestivo: pensemos que desde el seno de nuestra madre aprendemos a reconocer su voz y la del papá; por el tono de una voz percibimos el amor o el desprecio, el afecto o la frialdad. La voz de Jesús es única. Si aprendemos a distinguirla, Él nos guía por el camino de la vida, un camino que supera también el abismo de la muerte.

Pero, en un momento determinado, Jesús dijo, refiriéndose a sus ovejas: «Mi Padre, que me las ha dado» (cf. 10, 29). Esto es muy importante, es un misterio profundo, no fácil de comprender: si yo me siento atraído por Jesús, si su voz templa mi corazón, es gracias a Dios Padre, que ha puesto dentro de mí el deseo del amor, de la verdad, de la vida, de la belleza y Jesús es todo esto en plenitud. Esto nos ayuda a comprender el misterio de la vocación, especialmente las llamadas a una especial consagración. A veces Jesús nos llama, nos invita a seguirle, pero tal vez sucede que no nos damos cuenta de que es Él, precisamente como le sucedió al joven Samuel.

Hay muchos jóvenes hoy, aquí en la plaza. Sois muchos vosotros, ¿no? Se ve Eso. Sois muchos jóvenes hoy aquí en la plaza. Quisiera preguntaros: ¿habéis sentido alguna vez la voz del Señor que, a través de un deseo, una inquietud, os invitaba a seguirle más de cerca? ¿Le habéis oído? No os oigo. Eso… ¿Habéis tenido el deseo de ser apóstoles de Jesús? Es necesario jugarse la juventud por los grandes ideales. Vosotros, ¿pensáis en esto? ¿Estáis de acuerdo?

Pregunta a Jesús qué quiere de ti y sé valiente. ¡Pregúntaselo! Detrás y antes de toda vocación al sacerdocio o a la vida consagrada, está siempre la oración fuerte e intensa de alguien: de una abuela, de un abuelo, de una madre, de un padre, de una comunidad. He aquí porqué Jesús dijo: «Rogad, pues, al Señor de la mies —es decir, a Dios Padre— para que mande trabajadores a su mies» (Mt 9, 38). Las vocaciones nacen en la oración y de la oración; y sólo en la oración pueden perseverar y dar fruto. Me complace ponerlo de relieve hoy, que es la Jornada mundial de oración por las vocaciones».

Papa Francisco. Regina Coeli. Domingo 21 de abril de 2013.

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1 Recemos, de verdad, por las vocaciones a la vida consagrada. Seamos generosos y vivamos lo que nos dice San Gregorio: «Hay que reconocer que, si bien hay personas que desean escuchar cosas buenas, faltan, en cambio, quienes se dediquen a anunciarlas».

2. El valor de la vida humana se fundamenta en nuestra dignidad ¿Respeto y reconozco el valor de la vida humana? ¿De qué manera puedo ayudar a que se respete la vida?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 871 – 879.

Written by Rafael de la Piedra