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¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
¿Dónde encontrar las respuestas a nuestras inquietudes más profundas?
¿Cuáles son las razones para creer?

«Yo soy la resurrección, el que cree en mí, aunque muera, vivirá» “Resurrección-de-Lázaro”-por-Giotto-di-Bondone Full view

«Yo soy la resurrección, el que cree en mí, aunque muera, vivirá»

Domingo de la Semana 5ª de Cuaresma. Ciclo A

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 11,1- 45

La victoria definitiva sobre la muerte constituye el mensaje central en las lecturas de este último Domingo de Cuaresma. Esta victoria se dará en el misterio pascual de Cristo: Pasión, Muerte y Resurrección, pero ya se prefigura en la impresionante visión del profeta Ezequiel en la que los huesos muertos que recobran vida (Ezequiel 37,12-14) y, sobre todo, en la resurrección de Lázaro (San Juan 11,1- 45). El tema de fondo es de gran interés: la muerte es y ha sido siempre el gran enigma para el género humano. Podemos decir que éste último Domingo de Cuaresma llena de esperanza el corazón del hombre, frágil y pecador (Romanos 8,8-11), ya que el «espíritu de Aquel que resucitó a Jesús…habita entre nosotros».

La visión que tiene el profeta (Ez 37,1-11) se convierte en una parábola (Ez 37, 12-14) al ser ofrecida como una respuesta a una queja que sintetiza el clamor del pueblo durante su cautiverio en Babilonia que completamente desolado se resiste a creer en las promesas consoladoras que Dios les dirigía por medio de los profetas: «Entonces me dijo: «Hijo de hombre, estos huesos son toda la casa de Israel. Mira cómo dicen: Se han secado nuestros huesos y perecido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros.» (EZ 37,11). Ezequiel nos transmite un mensaje que va más allá de su intención primigenia.

Descendiendo a una visión biológica de la muerte, remontándose a los motivos de la creación, operando con el elemento dinámico y recurrente del viento (ruh: espíritu – viento-aliento); el profeta ha dado expresión a las ansias más radicales del ser humano, al mensaje más gozoso de la revelación: la victoria de la vida sobre la muerte.

«Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado»

El Evangelio de este Domingo nos presenta el más grande de los signos realizados por Cristo: la vuelta a la vida de su amigo Lázaro. Esta obra se relaciona con la curación del ciego de nacimiento porque en ambos casos Jesús se refiere al tiempo de que dispone aún para realizar estas obras. Antes de la curación del ciego Jesús dice: «Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar» (Jn 9,4). Y ahora anuncia a sus discípulos su decisión de volver a Judea, a pesar del peligro, asegurándoles que aún le queda tiempo (Jn 11,9-10). Tiene tiempo para obrar la resurrección de Lázaro, porque aún no ha llegado su hora. Pero cuando haya llegado su hora (ver Jn 13,1), ya no habrá más tiempo porque entonces será de noche .

Los amigos de Jesús

Lo primero que llama la atención es el gran afecto de Jesús por Lázaro y por sus hermanas Marta y María. La más conocida del grupo es María; ella es la única que es descrita con mayor detención, pues ella hizo un acto de los más hermosos del Evangelio y que revelan un gran amor hacia Jesús: «María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos» (ver Jn 12,3). Lázaro es conocido por su referencia a ella: «Su hermano Lázaro era el enfermo». Toda la amistad y confianza que tenían las hermanas con Jesús queda en evidencia en el mensaje que le mandan: «Señor, aquél a quien tú quieres está enfermo». Como si esto fuera poco, el evangelista explica: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro». ¡Podemos imaginar qué hermosa debió ser esta amistad! Las hermanas parecen no pedir nada a Jesús; pero el informar que está enfermo «aquél a quien tú quieres» es ya una súplica apremiante.

La enfermedad debió ser grave para que las hermanas mandaran este recado. Por eso parece extraño que Jesús no tenga prisa en acudir junto al enfermo y permanece dos días más donde se encontraba. Luego, Jesús dice a sus discípulos: «Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Pero vayamos donde él». Jesús había dicho a sus discípulos que la enfermedad de Lázaro no era de muerte, y ahora les dice: «Lázaro ha muerto». Pero parece no importarle esta contradicción, y ahora, que Lázaro está muerto, se decide a ir donde él. La explicación de esta actitud la da Él mismo: «Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella».

Llegando a Betania

El viaje hasta Betania debió tardar al menos cuatro días, pues al llegar a Betania, «Jesús se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro». Hacer que alguien vuelva a la vida cuando «ya huele mal», cuando aparecen ya las señales de que el cuerpo ha entrado en estado de descomposición, es un signo inconfundible de que Él es más que un profeta. El hecho de que haya esperado hasta el cuarto día de su muerte apunta directamente a la convicción judía de que el espíritu de una persona fallecida permanecía cerca del cuerpo por tres días. Después de eso, se apartaba definitivamente, con lo que desaparecía finalmente toda posibilidad -por parte de un «gran profeta»- de una revivificación.

Lázaro ha estado muerto hace ya cuatro días, es decir, un día más allá de toda esperanza, según la convicción judía. Y allí donde ya no hay esperanza sólo la acción directa de Dios puede hacer semejante milagro de hacer volver a alguien de la muerte, pues sólo Dios -Señor y Dador de Vida- es quien «da la vida a los muertos». En Jesús se cumple lo anunciado en la Primera Lectura. Lo paradójico es que este signo evidente e inequívoco de su identidad y misión divina sea justamente el que mueva a los fariseos a decidir quitarlo de en medio anticipando su condena a muerte: «Desde este día, decidieron darle muerte» (Jn 11,53).

«¿Crees tú esto?»

Al encontrarse con Jesús, Marta, expresa la confianza en que Él todavía puede hacer algo: «Aún ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá». Ella parece tener la fe necesaria para obtener de Jesús que su hermano vuelva a la vida. Por eso Jesús le dice que su hermano resucitará. Marta entonces vacila en creer esto, y desvía el tema hacia una verdad adquirida por una parte de los judíos (los del círculo de los fariseos): «Ya sé que resucitará en la resurrección, en el último día». Jesús insiste en lo dicho mediante una declaración solemne de su identidad: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre». Y viene la pregunta decisiva de cuya respuesta dependerá que Jesús pueda actuar o no: «¿Crees tú esto?».

Si Marta hubiera respondido: «No, esto no lo creo», no habría existido la base necesaria para que Lázaro volviera a la vida; no se habría entendido que eso ocurría por el poder de Jesús, y Dios no habría recibido gloria. Pero Marta responde con una hermosa confesión de fe, la más completa que el Evangelio registra hasta ahora en boca de alguien: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo». Equivale a decir: «Yo creo que tú eres la resurrección y que puedes resucitar a mi hermano». Y sobre esta base de fe, Jesús puede operar este milagro.

El milagro más grande realizado por Jesús

Lo que sigue es mucho más impresionante. Jesús no hace el milagro de manera autónoma. Él quiere que todos comprendan que él es el Hijo de Dios y que su actuación es una con la de su Padre. Por eso, alzando los ojos, ora así: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado». Entonces grita: «¡Lázaro, sal fuera!». Y el muerto salió fuera vivo. Dijimos que este milagro se operó gracias a la fe de Marta y de María; pero él mismo despierta la fe, no sólo de los discípulos, sino de todos los presentes: «Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en Él».

 Una palabra del Santo Padre:

«¡Qué esperanza tan consoladora, amadísimos hermanos y hermanas, irrumpe entonces en nuestra vida! Esta luminosa verdad de fe abre de par en par ante nosotros un horizonte maravilloso: la vida después de la muerte. Y a la luz de esa verdad adquiere sentido y pleno valor nuestro compromiso diario de hombres y creyentes. «Jesús se echó a llorar» (Jn 11, 35).

Las lágrimas de Cristo ante la muerte de su amigo Lázaro manifiestan, ciertamente, su humanidad sensibilísima, pero también revelan, por decir así, el llanto de Dios, su enternecimiento paterno, su juicio misericordioso frente a esa muerte más profunda y trágica del hombre, que es el pecado, y cuya consecuencia es la descomposición física: la muerte —afirma san Pablo — es el salario del pecado (cf. Rm 6, 23).

Con Cristo la Iglesia llora y ora por todo pecador, para que sea liberado de las vendas que lo mantienen prisionero y para que pueda salir del sepulcro a fin de volver a la vida: para que tenga la vida. «¡Lázaro, sal fuera!» (Jn 11,43). Cristo y la Iglesia nos dirigen a nosotros esta invitación. Se trata de una invitación a abandonar todo lo que frena y entorpece nuestro camino hacia la plenitud de la gracia bautismal…Éste es, amadísimos hermanos, el gran don que el Señor nos renueva con su Pascua: una vida nueva, libre de la esclavitud de la carne y del apego desordenado a los bienes efímeros del mundo. Una existencia renovada y puesta bajo el señorío del Espíritu, fuente de amor, gozo y paz».

Juan Pablo II. Homilía del 28 de marzo de 1993.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. «El máximo enigma de la vida humana es la muerte». ¿Tengo fe en la victoria de Jesucristo sobre la muerte? ¿Tengo miedo a morir? ¿Estoy preparado?

2. Vivamos estos últimos días de Cuaresma desde el corazón de la Madre. Busquemos rezar el rosario en familia.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 640; 645-646; 994.

Written by Rafael De la Piedra