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Francisco y la “revolución de la ternura”

«Si el Señor nunca se cansa de perdonar, nosotros no tenemos más elección que esta: antes que nada, curar a los heridos»

Por: ANDREA TORNIELLI.  CIUDAD DEL VATICANO

Las palabras que el Papa Francisco pronunció durante la larga entrevista concedida a los periodistas en el vuelo papal después de despegar de Río de Janeiro, en particular sobre los homosexuales, han tenido un eco extraordinario. «Si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, pero ¿quién soy yo para juzgarla? El Catecismo de la Iglesia católica explica muy hermoso esto y dice: “no hay que marginar a estas personas por ello, deben ser integradas en la sociedad”».

Como era comprensible, por lo demás, las palabras del Papa fueron interpretadas por muchos como una especie de bandera del orgullo gay; otros, en cambio, comenzaron inmediatamente a tratar de echar agua al fuego insistiendo en que no había cambiado nada y que en su respuesta Francisco no había más que insistir en la doctrina tradicional citando el Catecismo.

Pero si en esta doctrina tradicional de la Iglesia, que siempre ha distinguido entre el pecado y el pecador –condenando el primero y abrazando al segundo–, ¿por qué las palabras del Papa suenan como algo novedoso? Tal vez porque en muchas posturas y declaraciones públicas eclesiásticas este aspecto fundamental de la misericordia ha pasado a un segundo plano.

En el discurso de despedida con los obispos del CELAM, el domingo pasado, Francisco dijo: «Existen en América Latina y El Caribe pastorales “lejanas”, pastorales disciplinarias que privilegian los principios, las conductas, los procedimientos organizativos… por supuesto sin cercanía, sin ternura, sin caricia. Se ignora la “revolución de la ternura” que provocó la encarnación del Verbo. Hay pastorales planteadas con tal dosis de distancia que son incapaces de lograr el encuentro: encuentro con Jesucristo, encuentro con los hermanos». ¿Seguros de que el problema sea solamente latinoamericano y caribeño?

En el otro gran discurso programático, el que pronunció el sábado ante los obispos brasileños partiendo del evento de Aparecida, Francisco habló de una «Una iglesia que da espacio al misterio de Dios; una iglesia que alberga en sí misma este misterio, de manera que pueda maravillar a la gente, atraerla. Sólo la belleza de Dios puede atraer. El camino de Dios es el de la atracción, la fascinación. A Dios, uno se lo lleva a casa. Él despierta en el hombre el deseo de tenerlo en su propia vida, en su propio hogar, en el propio corazón. Él despierta en nosotros el deseo de llamar a los vecinos para dar a conocer su belleza. La misión nace precisamente de este hechizo divino, de este estupor del encuentro».

Esta es una dinámica viva desde hace dos mil años, la dinámica del encuentro personal con Jesús. En el fondo, ¿qué sucedía en Palestina en donde comenzó todo? ¿Qué leemos en el Evangelio? ¿Por qué atraía aquel hombre único en la historia de la humanidad que dijo sobre sí mismo: “Yo soy la vía, la verdad y la vida”? ¿Los que se lo encontraban, como la adúltera a punto de ser lapidada, se encontraban con una mirada de misericordia.

Misericordia antes que condena, misericordia antes que juicio. Esto no quiere decir llamar “bien” al “mal”, sino anunciar el primado del amor de un Dios que «no se cansa nunca de perdonar», solamente debemos reconocer que somos pobres pecadores y que necesitamos su misericordia que sigue abrazándonos.

Al responder a una pregunta sobre los divorciados que se han vuelto a casar, dijo: «La Iglesia es Madre: debe ir a curar a los heridos, con misericordia. Pero, si el Señor no se cansa nunca de perdonar, nosotros no tenemos más elección que esta: antes que nada, curar a los heridos. La Iglesia es mamá y debe ir por esta vía de la misericordia. Y encontrar misericordia para todos».

A los obispos de Brasil, Francisco propuso el ícono de los discípulos de Emaús para describir la situación que viven muchas personas que se han alejado de la Iglesia. «Es el misterio difícil de quien abandona la Iglesia; de aquellos que, tras haberse dejado seducir por otras propuestas, creen que la Iglesia —su Jerusalén— ya no puede ofrecer algo significativo e importante.

Y, entonces, van solos por el camino con su propia desilusión. Tal vez la Iglesia se ha mostrado demasiado débil, demasiado lejana de sus necesidades, demasiado pobre para responder a sus inquietudes, demasiado fría para con ellos, demasiado autorreferencial, prisionera de su propio lenguaje rígido; tal vez el mundo parece haber convertido a la Iglesia en una reliquia del pasado, insuficiente para las nuevas cuestiones».

Y, ¿qué hay que hacer ante esta situación? «Hace falta una Iglesia que no tenga miedo a entrar en su noche. Necesitamos una Iglesia capaz de encontrarse en su camino. Necesitamos una Iglesia capaz de entrar en su conversación […]hace falta una Iglesia capaz de acompañar, de ir más allá del mero escuchar; una Iglesia que acompañe en el camino poniéndose en marcha con la gente». En la relación con el mundo contemporáneo, con nuestras sociedades secularizadas en crisis, con todos los que parecen distantes, el «fundamento del diálogo», recordó el Papa, se encuentra en las palabras del Concilio Vaticano II: «Las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren, son a su vez las alegrías y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo».

Esta es la originalidad del Pontificado del obispo de Roma “del fin del mundo”. Un sacerdote “callejero”, que advierte la urgencia de llegar, en las periferias geográficas y existenciales, a todas las ovejas que salieron del rebaño o que nunca han entrado a él, en lugar de acariciar y mimar a las que están en el rebaño. El pastor de una Iglesia que sabe «encender los corazones», dejando espacio a la «revolución de la ternura», al misterio de un Dios encarnado que «no se cansa nunca de perdonar».

Written by Rafael De la Piedra