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«Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió»

Domingo de la Semana 2ª de Cuaresma. Ciclo C – 13 de marzo 2022

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 9, 28b-36

Jesucristo en el Evangelio (Lucas 9, 28b-36) revela la plenitud de la Ley y de la Profecía apareciendo a los discípulos entre Moisés y Elías. Revela igualmente su propia plenitud que resplandece en su ser resplandeciente y transfigurado. En Jesucristo llega también a su plenitud el pacto, la promesa extraordinaria, hecha a Abraham (Génesis 15, 5-12.17-18). En la carta a los Filipenses[1], San Pablo nos enseña que la plenitud de Cristo es comunicada a los cristianos, ciudadanos del cielo, que «transformará nuestro miserable cuerpo en un cuerpo glorioso como el suyo» (Filipenses 3, 17-4,1).

La fe de Abraham

«Muchas obras buenas había hecho Abraham más no por ellas fue llamado amigo de Dios, sino después que creyó, y que toda su obra fue perfeccionada por la fe», nos dice San Cirilo. Tan grande fue su fe, que Abraham creyó contra toda esperanza que Dios le daría una descendencia numerosa. Por la fe había abandonado su patria, por la fe había soportado las más grandes aflicciones y penalidades; por la fe estaría dispuesto a renunciar a todo y hasta de sacrificar su único hijo. Por eso es llamado, como leemos en el Catecismo, de «padre de todos los creyentes»[2]. El singular ritual que hemos leído en la Primera Lectura se trata de un rito común entre los pueblos antiguos (ver Jer 34,18s). Al celebrar un pacto, los contrayentes pasaban por entre los animales sacrificados, dando con ello a entender que en caso de quebrantar uno el pacto, merecía la suerte de aquellos animales. Este rito era común también en Roma y en Grecia. «La antorcha de fuego» que recorre el espacio intermedio entre las víctimas es símbolo de la presencia de Dios que cumple y sella el pacto.

 Ante todo… ¿qué significa «transfiguración»?

La palabra «transfiguración», que da el nombre a este episodio, es la traducción de la palabra griega «metamorfo­sis», que significa «transformación». Los relatos que leemos en los Evangelios de San Marcos y San Mateo, no sabiendo cómo expresar lo que ocurrió, dicen literalmente que Jesús «se metamorfo­seó ante ellos». Pero San Lucas prefiere evitar la expresión para que no se piense que Jesús se transformó en otro; es lo que podría sugerir la palabra «metamorfosis». Lucas dice simplemente que «el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos se volvieron de un blanco fulgurante». Por ese mismo motivo, cuando traducimos esa expresión de los relatos de Marcos y Mateo, decimos que Jesús «se transfiguró ante ellos». De aquí el nombre Transfiguración.

«Ocho días después de estas palabras…»

Lo primero que nos llama la atención es que la lectu­ra comience con la segunda parte del versículo 28, y se nos despier­ta la curiosidad por saber qué dice la primera parte. El versículo completo dice: «Sucedió que unos ocho días después de estas palabras, Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar». Ahora mayor es nuestra curio­sidad por saber qué ocurrió ocho días antes y cuáles fueron las palabras que dijo Jesús en esa ocasión. Por medio de esta cronología tan precisa, el mismo evangelista sugiere vincular la Transfigura­ción con lo ocurrido antes. Ocho días antes había tenido lugar el episodio de la profesión de fe de Pedro (ver Lc 9, 18-21). Es interesante ver cómo el relato mencionado es introducido por San Lucas de manera análoga: «Sucedió que mientras Jesús estaba orando a solas, se hallaban con Él los discípulos y Él les pregun­tó: ‘¿Quién dice la gente que soy yo?». Los apóstoles citan diversas opiniones que flotaban en el ambiente; sin embargo Pedro, en representación de todos dice: «El Cristo de Dios». Dicho en castellano habría que leerlo: «El Ungido de Dios». Lo que Pedro quiere decir es que, según ellos, Jesús es el «Ungido[3]» (Mesías), el hijo de David prometido por Dios a Israel para salvar al pueblo.

«Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle»

Sin embargo, esa noción era insuficiente ya que «ocho días después…» los apóstoles van a escuchar ¡qué dice Dios mismo sobre Jesús! Esta es la idea central de la Transfigura­ción. «Y vino una voz desde la nube que decía: ‘Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle’». Con estas palabras -corroboradas por el hecho mismo de la Transfiguración de Jesús- Dios nos revela la iden­tidad de Jesús. La nube nos hace recordar otra gran manifestación de Dios a su pueblo, esa vez en el monte Sinaí cuando les dio el decálogo. Dios dijo a Moisés: «Mira: voy a presentarme a ti en una densa nube para que el pueblo me oiga hablar contigo, y así te dé crédito para siempre» (Ex 19,9).

El título «mi Elegido», dado por Dios, informa a los apóstoles que Jesús es el hijo de David, el Salvador que esperaban. En efecto, Dios usa los términos del Salmo 89 que, aunque dichos en tiempos verba­les preté­ritos, se entendían referidos a un David futuro, a un Ungido (Mesías) por venir (ver Sal 89,4.21). La voz de la nube declara que ese Elegido es Jesús. Por otro lado, la voz ha decla­rado que éste mismo es su Hijo. Quiere decir que ha sido engendrado por Dios y posee en plenitud su misma naturale­za divina, es decir, que es Dios verdadero. Por tanto, sólo en Jesús todo otro hombre o mujer puede ser «elegido» y sólo en él puede ser adopta­do como hijo de Dios. Noso­tros estamos llamados a ser hijos de Dios en el Hijo; somos hijos de Dios en la medida en que estemos incor­porados a Cristo por el Bautis­mo y los demás sacramentos, sobre todo, por nuestra parti­cipación en la Eucaristía.

La alegría de la oración

El relato se abre diciendo que «Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago y subió al monte a orar. Y sucedió que mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió…». El evangelista quiere subrayar que el hecho ocurrió dentro de la oración de Jesús. Él subió al monte para orar. Y en medio de la oración fue rodeado de una luz fulgurante. Viendo los após­toles a Jesús orar y revelar ante ellos su gloria exclaman: «Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». El Evangelio agrega que Pedro «no sabía lo que decía». Pero una cosa él sabía bien: que era bueno estar allí ante esa visión de Cristo. Podemos concluir que, si al revelar Jesús un rayo de su divinidad nos entusiasma de esa manera y nos llena de una alegría tan total, ¡qué será cuando lo veamos cara a cara! (ver 1Cor 13,12; 1Jn 3,2).

«Ciertas palabras…»

No nos hemos olvidado de que hemos mencionado que la Transfiguración ocurrió ocho días después de la profesión de Pedro y de «ciertas palabras…» de Jesús. Esas palabras fueron el primer anuncio de su pa­sión. Inmediatamente después de la profesión de Pedro, Jesús comenzó a decir: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado… ser matado, y al tercer día resucitar» (Lc 9,22). Estas palabras tienen relación estrecha con la Transfiguración, pues enuncian el tema que trataban Moisés y Elías con Jesús: «Conversa­ban con él… Moisés y Elías, los cuales apare­cían en gloria y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén». Los após­toles eran reacios a en­frentar el tema de la pasión, pues no concebían que Jesús, reconocido como «la fuerza salvadora» suscitada por Dios, tuviera que sufrir y ser muerto; Moisés y Elías, en cam­bio, hablaban del desenlace que tendría el camino de Jesús en Jerusalén como de su mayor título de gloria. Ellos comprendían que por medio de su pasión Jesús llevaría hasta el extremo el amor a su Padre y a los hombres, pues por su muerte en la cruz daría la gloria debida a su Padre y obtendría para los hombres la redención del pecado.

Una palabra del Santo Padre:

«En este domingo, la liturgia celebra la fiesta de la Transfiguración del Señor. La página evangélica de hoy cuenta que los apóstoles Pedro, Santiago y Juan fueron testigos de este suceso extraordinario. Jesús les tomó consigo «y los lleva aparte, a un monte alto» (Mateo 17, 1) y, mientras rezaba, su rostro cambió de aspecto, brillando como el sol, y sus ropas se convirtieron en cándidas como la luz. Aparecieron entonces Moisés y Elías, y empezaron a hablar con Él. En ese momento, Pedro dijo a Jesús: «Señor, bueno es que estemos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías» (v. 4). Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió.

 El evento de la Transfiguración del Señor nos ofrece un mensaje de esperanza —así seremos nosotros, con Él—: nos invita a encontrar a Jesús, para estar al servicio de los hermanos.

 La ascensión de los discípulos al monte Tabor nos induce a reflexionar sobre la importancia de separarse de las cosas mundanas, para cumplir un camino hacia lo alto y contemplar a Jesús. Se trata de ponernos a la escucha atenta y orante del Cristo, el Hijo amado del Padre, buscando momentos de oración que permiten la acogida dócil y alegre de la Palabra de Dios. En esta ascensión espiritual, en esta separación de las cosas mundanas, estamos llamados a redescubrir el silencio pacificador y regenerador de la meditación del Evangelio, de la lectura de la Biblia, que conduce hacia una meta rica de belleza, de esplendor y de alegría. Y cuando nosotros nos ponemos así, con la Biblia en la mano, en silencio, comenzamos a escuchar esta belleza interior, esta alegría que genera la Palabra de Dios en nosotros. En esta perspectiva, el tiempo estivo es momento providencial para acrecentar nuestro esfuerzo de búsqueda y de encuentro con el Señor. En este periodo, los estudiantes están libres de compromisos escolares y muchas familias se van de vacaciones; es importante que en el periodo de descanso y desconexión de las ocupaciones cotidianas, se puedan restaurar las fuerzas del cuerpo y del espíritu, profundizando el camino espiritual.

 Al finalizar la experiencia maravillosa de la Transfiguración, los discípulos bajaron del monte (cf v. 9) con ojos y corazón transfigurados por el encuentro con el Señor. Es el recorrido que podemos hacer también nosotros. El redescubrimiento cada vez más vivo de Jesús no es fin en sí mismo, pero nos lleva a «bajar del monte», cargados con la fuerza del Espíritu divino, para decidir nuevos pasos de conversión y para testimoniar constantemente la caridad, como ley de vida cotidiana. Transformados por la presencia de Cristo y del ardor de su palabra, seremos signo concreto del amor vivificante de Dios para todos nuestros hermanos, especialmente para quien sufre, para los que se encuentran en soledad y abandono, para los enfermos y para la multitud de hombres y de mujeres que, en distintas partes del mundo, son humillados por la injusticia, la prepotencia y la violencia. En la Transfiguración se oye la voz del Padre celeste que dice: «Este es mi hijo amado, ¡escuchadle!» (v. 5). Miremos a María, la Virgen de la escucha, siempre preparada a acoger y custodiar en el corazón cada palabra del Hijo divino (cf. Lucas 1, 51). Quiera nuestra Madre y Madre de Dios ayudarnos a entrar en sintonía con la Palabra de Dios, para que Cristo se convierta en luz y guía de toda nuestra vida. A Ella encomendamos las vacaciones de todos, para que sean serenas y provechosas, pero sobre todo el verano de los que no pueden tener vacaciones porque se lo impide la edad, por motivos de salud o de trabajo, las limitaciones económicas u otros problemas, para que aun así sea un tiempo de distensión, animado por las amistades y momentos felices».

 Papa Francisco. Ángelus, domingo 6 de agosto de 2017

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

1-¿Cómo estoy viviendo mi vida de oración en esta Cuaresma?

 2-¿Qué puedo hacer para acoger la invitación de ser «hombres y mujeres transfigurados»?

 3-Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 551 – 556.

[1] Pablo fundó la iglesia de Filipos, la primera de Europa, alrededor del año 50. La carta a los filipenses la escribió desde la prisión, hallándose posiblemente en Roma en los años 61 a 63. Pablo les agradece los obsequios enviados y les explica su situación alentándolos en la fe. A pesar del sombrío trasfondo de la prisión, la carta está llena de alegría y esperanza en el Señor.

[2] Ver Catecismo de la Iglesia Católica 144 – 147.

[3] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 436-440.

 

Written by Rafael De la Piedra