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«Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros»

Domingo de la Semana 5ª de Pascua. Ciclo C – 15 de mayo 2022

 Lectura del Santo Evangelio según San Juan 13, 31-33a. 34-35

 Pablo y Bernabé vuelven de su primera misión (Hechos de los Apóstoles  14, 21-27) donde se resalta el laborioso crecimiento de la Iglesia de Cristo. Expansión que no está exenta de tribulaciones que San Pablo paternalmente advierte. El nuevo mandamiento (San Juan 13, 31-33a. 34-35) dejado por Jesús es la vivencia del amor hasta el extremo de dar la vida por los otros; y esto será lo distintivo entre los primeros seguidores de Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros». Justamente es la glorificación del Hijo del hombre que renovará todas las cosas creando así un mundo nuevo (Apocalipsis 21, 1-5a).

 «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre…» 

La Iglesia celebra hoy el V Domingo de Pascua. Puede parecer extraño que estando en tiempo de Pascua, en que la liturgia está dominada por la contemplación de Cristo resu­ci­tado y vencedor sobre el pecado y la muerte, se nos pro­ponga un pasaje del Evangelio que está ubicado en el momento en que Jesús comienza a despedirse de sus apósto­les para encaminarse a su Pasión. Veamos por qué se da esto…

La primera palabra de Jesús hace referencia al momen­to: «Ahora…». Debemos preguntarnos en qué situación de la vida de Jesús nos encontramos y qué ocurrió para que Jesús consi­derara que había llegado el momento. Jesús se había reunido con sus apósto­les para celebrar la cena pas­cual. El capítulo comienza con estas palabras fundamenta­les: «Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Había llegado su hora, la hora de pasar de este mundo al Padre y la hora de dar la prueba suprema de su amor a los hombres. Pero faltaba todavía algo que desencadenara los hechos.

El Evangelista dice: «Durante la cena, ya el diablo había puesto en el corazón de Judas Iscario­te, hijo de Simón, el propósito de entregarlo…» (Jn 13,2). Sigue el episodio del lavatorio de los pies a sus apóstoles. Y, en seguida, Jesús indica cuál de sus apósto­les lo iba a entre­gar, dando a Judas un bocado. El Evangelista sigue narrando: «Entonces, tras el bocado, entró en él Satanás» (Jn 13,27). Jesús acompañó su gesto, que debió ser lleno de bondad y de conmiseración ante el discípulo ya decidido a traicionarlo, con estas palabras: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto». El Evangelista conclu­ye: «En cuanto tomó Judas el bocado, salió» (Jn 13,29). La traición de Judas fue una obra de Satanás, pero tam­bién una decisión res­ponsable del hom­bre. Aquí el misterio de la iniqui­dad alcanzó su punto máximo, sólo comparable con la obra de Satanás en nuestros primeros padres. Esta especie de escalada de Satanás era lo que faltaba aún para que llega­ra el momento.

«Cuando Judas salió, Jesús dice: Ahora ha sido glori­ficado el Hijo del hombre». Ya los hechos que lleva­rían a Jesús a morir en la cruz se habían desencadenado. Pero en esos hechos consiste su glorificación, pues mientras los hombres lo someten a la pasión dolorosa y a la muerte, en realidad, él está yendo al Padre. Así lo dice el Evangelio al comienzo de este capítulo: «Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre… sabía que el Padre había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y que a Dios volvía» (Jn 13,1.­3). Lo repite él mismo en el curso de esa misma cena con sus discípulos: «Me voy a prepararos un lugar… voy al Padre» (Jn 14,2.12). Y poco antes de salir con sus discí­pulos al huerto donde sería detenido, Jesús se dirige a su Padre y ora así: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17,1).

 «Dios ha sido glorificado en Él»

La muerte de Cristo fue un sacrificio ofrecido a Dios Padre. Si todo sacrificio es un acto de adoración, el sacrificio de Cristo ha sido el único digno de Dios, el único que le ha dado la gloria que merece. Por eso es que Dios ha sido glorificado. Cristo ha dado gloria a Dios con toda su vida, pues toda ella fue un acto de perfecta obediencia al Padre. Pero en la cruz alcanzó su punto culminante, allí recibió su sello definitivo. Este es el sentido de la última palabra de Cristo antes de morir: «Todo está cum­plido», es decir, está cumplida la voluntad del Padre en perfección y hasta las últimas conse­cuencias. Nunca se demostró Jesús más Hijo que en ese momento. Pero todavía quedaba que se realizará la última afirmación de Cristo: «Dios lo glorificará en sí mismo», la que debía cumplirse «pronto». Esta es la subida de Cristo al Padre, que ocu­rrió con su Resurrec­ción.

El testamento de Jesús

En este momento de la despedida de sus apóstoles, Jesús agrega lo que más le interesa dejarles como testamento: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros». ¿Por qué dice Jesús que este mandamiento es «nuevo»? ¿Dónde está la novedad? Ya desde la ley antigua existía el mandamiento: «Amarás a tu prójimo como a tí mismo» (Lev 19,18). Y Jesús, lejos de derogarlo, lo había indicado al joven rico como condición para heredar la vida eterna (ver Mt 19,19). La novedad está en el modo de amar, en la medida del amor. Es esto lo que hace que este mandamiento sea el de Jesús: «Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros». En este mismo discurso, más adelante, Jesús repite: «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12).

Por eso Jesús agrega: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos». En la vida de Jesús hemos contemplado lo que es el amor y cómo Él nos amó. El no buscó su propio inte­rés, sino el nues­tro. Nos amó hasta el extremo: «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1); y esa es la medida que nos ha dejado. Sin embargo, es increíble cómo en nues­tra socie­dad y en el modo común de hablar, el amor se haya podido profa­nar tanto y que muchas veces se llegue al extremo de llamar amor lo que es per­fecto egoísmo.

«Yo, Juan, vi… la ciudad santa, la nueva Jerusalén» 

La espléndida visión de la Jerusalén celestial concluye el libro del Apocalipsis y toda la serie de los libros sagrados que componen la Biblia. Con esta grandiosa descripción de la ciudad de Dios, el autor del Apocalipsis indica la derrota definitiva del mal y la realización de la comunión perfecta entre Dios y los hombres. La historia de la salvación, desde el comienzo, tiende precisamente hacia esa meta final.

Ante la comunidad de los creyentes, llamados a anunciar el Evangelio y a testimoniar su fidelidad a Cristo aun en medio de pruebas de diversos tipos como leemos en la primera lectura, brilla la meta suprema: la Jerusalén celestial. Todos nos encaminamos hacia esa meta, en la que ya nos han precedido los santos y los mártires a lo largo de los siglos. En nuestra peregrinación terrena, estos hermanos y hermanas nuestros, que han pasado victoriosos por la «gran tribulación», nos brindan su ejemplo, su estimulo y su aliento. San Agustín nos dice cómo la Iglesia «que prosigue su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios», se siente sostenida y animada por el ejemplo y la comunión de la Iglesia celestial.

Recordemos las palabras del profeta Isaías: «Mira ejecutado todo lo que oíste…Hasta ahora te he revelado cosas nuevas, y tengo reservadas otras que tú no sabes» (Is 48,6). Esto no es un cuento de hadas sino el mundo que surge de la vivencia plena del mandamiento del amor. Este esplendoroso final esperado tiene su contraparte en la Primera Lectura donde se contrasta el crecimiento de las comunidades cristianas en sus comienzos al ritmo penoso de la misión que acaban de concluir. Pablo y Bernabé, de nuevo en Antioquía de Orontes (Siria) y ante la comunidad reunida, hacen un balance positivo de su primera misión por tierras del Asia Menor hasta Antioquía de Pisidia (hoy Turquía). Al reanudar el camino iban animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe. Y apuntando ya a una primera organización pastoral.

«Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por … » 

El día 20 de noviembre recordaremos a un grupo de monjitas españolas que vivieron el mandamiento del amor hasta el extremo. Justamente el V Domingo de Pascua de 1998 fueron declaradas beatas por el Papa Juan Pablo II ante una multitud en la plaza San Pedro. La Beata María Gabriela y sus compañeras mártires ingresaron a la congregación de la Visitación de Santa María, imprimiendo en su corazón los principios de la congregación: «Todo dulzura y humildad».

En los primeros meses de 1936, la persecución religiosa en España se fue agravando. La congregación se dio cuenta que era ya muy peligroso continuar en Madrid por lo que decidieron trasladarse al pueblito de Onoroz, en Navarra. Pero ellas pidieron quedarse en Madrid, pues la iglesia del monasterio seguía abierta al culto. Al frente del grupo estaba María Gabriela. A mediados de julio la situación se complicó demasiado lo que les obligó a trasladarse definitivamente a una casa refugio, en donde se dedicaron a la oración y a sacrificarse por su patria. Los vecinos les mostraron mucho aprecio excepto dos personas que las denunciaron antes las autoridades. El 17 de noviembre, después del registro que hicieron los milicianos de su casa, estos se despidieron diciéndoles: «hasta mañana».

María Gabriela ofreció a la comunidad la oportunidad de ser llevadas al consulado para ponerse a salvo. Pero unánimemente todas exclamaron con especial fervor: «¡Estamos esperando que de un momento a otro vengan a buscarnos en el nombre del Señor… que alegría, pronto va llegar el martirio, si por derramar nuestra sangre se ha de salvar España, Señor, que se haga cuanto antes!». En efecto, el 18 de noviembre, llegaron los milicianos y en un camión las llevaron hasta el lugar de la ejecución. Una ráfaga de balas destrozó sus cuerpos y les hizo entrar en una bella página de la historia de la Jerusalén celestial.

Una palabra del Santo Padre:

«La respuesta de Jesús retoma y une dos preceptos fundamentales, que Dios ha dado a su pueblo mediante Moisés (cfr Dt 6, 5; Lv 19, 18). Y así supera la trampa que le han tendido para «ponerle a prueba» (v. 35). Su interlocutor, de hecho, trata de llevarlo a la disputa entre los expertos de la Ley sobre la jerarquía de las prescripciones. Pero Jesús establece dos fundamentos esenciales para los creyentes de todos los tiempos, dos fundamentos esenciales de nuestra vida. El primero es que la vida moral y religiosa no puede reducirse a una obediencia ansiosa y forzada. Hay gente que trata de cumplir los mandamientos de forma ansiosa o forzada, y Jesús nos hace entender que la vida moral y religiosa no puede reducirse a una obediencia ansiosa y forzada, sino que debe tener como principio el amor. El segundo fundamento es que el amor debe tender juntos e inseparablemente hacia Dios y hacia el prójimo. Esta es una de las principales novedades de la enseñanza de Jesús y nos hace entender que no es verdadero amor de Dios el que no se expresa en el amor al prójimo; y, de la misma manera, no es verdadero amor al prójimo el que no se deriva de la relación con Dios.

 Jesús concluye su respuesta con estas palabras: «De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (v. 40). Esto significa que todos los preceptos que el Señor ha dado a su pueblo deben ser puestos en relación con el amor de Dios y del prójimo. De hecho, todos los mandamientos sirven para realizar, para expresar ese doble amor indivisible. El amor por Dios se expresa sobre todo en la oración, en particular en la adoración. Nosotros descuidamos mucho la adoración a Dios. Hacemos la oración de acción de gracias, la súplica para pedir alguna cosa…, pero descuidamos la adoración. Adorar a Dios es precisamente el núcleo de la oración. Y el amor por el prójimo, que se llama también caridad fraterna, está hecho de cercanía, de escucha, de compartir, de cuidado del otro. Y muchas veces nosotros descuidamos el escuchar al otro porque es aburrido o porque me quita tiempo, o de llevarlo, acompañarlo en sus dolores, en sus pruebas… ¡Pero siempre encontramos tiempo para chismorrear, siempre! No tenemos tiempo para consolar a los afligidos, pero mucho tiempo para chismorrear. ¡Estad atentos! Escribe el apóstol Juan: «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4, 20). Así se ve la unidad de estos dos mandamientos.

 En el Evangelio de hoy, una vez más, Jesús nos ayuda a ir a la fuente viva y que brota del Amor. Y tal fuente es Dios mismo, para ser amado totalmente en una comunión que nada ni nadie puede romper. Comunión que es un don para invocar cada día, pero también compromiso personal para que nuestra vida no se deje esclavizar por los ídolos del mundo. Y la verificación de nuestro camino de conversión y de santidad está siempre en el amor al prójimo. Esta es la verificación: si yo digo “amo a Dios” y no amo al prójimo, no va bien. La verificación de que yo amo a Dios es que amo al prójimo. Mientras haya un hermano o una hermana a la que cerremos nuestro corazón, estaremos todavía lejos del ser discípulos como Jesús nos pide. Pero su divina misericordia no nos permite desanimarnos, es más nos llama a empezar de nuevo cada día para vivir coherentemente el Evangelio».

   Papa Francisco. Ángelus, domingo 25 de octubre de 2020

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

1-¿De qué manera concreta puedo vivir el mandamiento nuevo que Jesucristo nos ha dejado?

 2-«Esto es en verdad el amor: obedecer y creer al que se ama», nos dice San Agustín. ¿Cómo vivo esto?

 3-Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2196. 2443- 2449.

 

Written by Rafael De la Piedra