«Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas»
Domingo de la Semana 2 del Tiempo de Adviento. Ciclo B – 6 de diciembre de 2020
Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 1,1-8
El Evangelio, en este segundo Domingo de Adviento (San Marcos 1,1-8), nos presenta la figura de «Juan el Bautista» y su fuerte predicación sobre la conversión. Juan prepara los caminos y anuncia la venida de Aquél que es más fuerte que él. La vuelta del exilio babilónico porta un mensaje consolador y lleno de esperanza para el pueblo elegido: «Preparad en el desierto un camino al Señor…Ahí viene el Señor Yahveh con poder y su brazo lo sojuzga todo» (Isaías 40, 1-5. 9-11). El Apóstol San Pedro ( 2San Pedro 3,8-14) sale al encuentro de aquellos que están tentados a dormirse y olvidar el Día del Señor que «llegará como un ladrón» en el momento menos esperado. ¿Cómo debemos esperarlo? Esforzándonos para estar «en paz ante Él, sin mancha y sin tacha». «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios…»
Ésta es la frase con la cual se inicia el Evangelio de San Marcos. A ella se debe el hecho de que nosotros llamemos «Evangelio» a los cuatro escritos que contienen el misterio cristiano. Es interesante detenerse a analizar el término «evangelio», que tiene tanta importancia en el cristianismo. En su acepción original el término «evangelio» no designaba un libro. Este concepto encierra una inmensa riqueza de significado y su explicación es muy apropiada al tiempo de Adviento en que nos encontramos. ¿Qué significa entonces el término «evangelio» y por qué al anuncio de Jesucristo se llama «evangelizar»? «Evangelio» es una palabra griega compuesta de la particula «eu», que significa «bueno» y del sustantivo «angelion», que significa «anuncio, noticia, mensaje». Por eso suele traducirse por «buena noticia».
Pero es más que esto. En el campo profano un «evangelio» es el anuncio o la noticia de algo que está destinado a cambiar la vida de quién lo recibe. Por ejemplo, la noticia de que se ha declarado la paz, anunciada a los soldados que están en las trincheras arriesgando sus vidas lejos de sus hogares, suscita en ellos una explosión de alegría. Esa noticia hace cambiar su estado de ánimo, hace nacer planes del regreso a casa y proyectos para el futuro, da a la vida una perspectiva nueva. Ese anuncio es un «evangelio». Para estos casos se usaba la palabra «evangelio». Cuando se anuncia a un encarcelado esta noticia: «Se ha cumplido tu condena; eres libre», eso es un «evangelio». Así vemos que se usa en el Antiguo Testamento: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que evangeliza la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: Ya reina tu Dios!» (Is 52,7).
La imagen es la de una ciudad asediada y rodeada por ejércitos a la cual inesperadamente llega el anuncio de que el enemigo se ha retirado. Los que temían la muerte, ahora pueden gritar: «Estamos salvados». Han recibido un «evangelio». Por otro lado, es interesante notar que en la época helenística el término recibe una connotación religiosa nueva en relación al culto imperial. La elevación de Vespasiano a la dignidad de Emperador constituye el objeto de un «evangelio». Varias inscripciones helenísticas en honor de algún rey o del emperador atestiguan que el significado religioso y salvífico del término estaba ya extendido en tiempos de Jesús.
Para que haya un «evangelio» tiene que preceder un tiempo de espera, de expectativa, de carencia de algo que se anhela o de alguien cuya venida se añora. Por eso decimos que el tiempo de Adviento es apropiado para entender el significado de este término. Estamos en la actitud de quien anhela la venida de Cristo y, con Él, la llegada de la salvación. El Evangelio es el anuncio de la salvación definitiva de la esclavitud del pecado y de la muerte. San Juan Crisóstomo lo dice hermosamente: «Los que ayer eran cautivos, ahora son hombres libres y ciudadanos de la Iglesia; los que antaño estaban en la vergüenza del pecado están ahora en la santidad» (Catequesis bautismal III, 5). Éste es el anuncio que se oyó en la noche buena cuando nació el Salvador: «Os evangelizo una gran alegría: Os ha nacido hoy en la ciudad de David, un Salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,11). Ese anuncio es un verdadero «Evangelio».
«No se retrasa el Señor en el cumplimiento de su promesa… llegará como ladrón»
Los últimos Domingos del año litúrgico concluido hace dos semanas nos ponían ante la perspectiva de la venida final de Jesucristo. La fe en este hecho futuro es tan fundamental en nuestra vida cristiana que ha sido incorporado como un artículo del Credo: «De nuevo vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos». Esta misma perspectiva se prolongaba en el primer Domingo del Adviento, donde resonaba con insistencia la recomendación: «Velad», y se procuraba nutrir en nosotros la actitud de espera que debe caracterizar la vida de todo cristiano. Este Domingo no se abandona esta perspectiva completamente, pues está presente en la Segunda Lectura, tomada de la II carta de San Pedro. Ya en la época en que fue escrita esa carta (a fines del siglo I) se consideraba que la espera de la venida final del Señor era demasiado prolongada y se procuraba explicar su retraso: «No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión».
Pero, por medio de la Primera Lectura y, sobre todo, del Evangelio, este Domingo se desplaza nuestra atención hacia el tiempo en que la humanidad esperaba la primera venida de Cristo. En el tiempo anterior a la venida de Cristo, el profeta Isaías veía ya próximo el momento de la salvación. Después del tiempo del castigo por sus pecados y del destierro, comienza para el pueblo de Dios el tiempo del consuelo. El profeta ha recibido esta instrucción del Señor: «Consolad, consolad a mi pueblo».
El consuelo consistiría en la venida de Dios mismo en persona. Pero hay que prepararle un camino: «Una voz grita: ‘En el desierto abrid camino al Señor; trazad en la estepa una calzada recta para nuestro Dios. Que todo valle sea elevado, y todo monte y cerro rebajado; que lo escabroso se vuelva llano y lo torcido se enderece[1]‘». ¿De quién es esta voz que así grita? No es la voz del profeta; tampoco es la voz de Dios mismo. Es una voz misteriosa no identificada. Lo que sí se conoce es lo que anuncia: anuncia que el Señor vendrá y que es necesario prepararle un camino.
«Voz que clama en el desierto»
Podemos entender ahora el sentido de las primeras palabras del Evangelio de Marcos: «Conforme está escrito en Isaías, el profeta: ‘Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar tu camino; voz del que grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas’, -conforme a eso- apareció Juan bautizando en el desierto…». Lo que el evangelista quiere decir es que Juan el Bautista es esa voz misteriosa que en Isaías no había sido identificada. La aparición de esa voz indica que ya está próximo el momento de la venida del Señor trayendo el consuelo para su pueblo. San Ambrosio dirá que ésa es como la del trueno que conmueve los desiertos. La actividad de Juan consistió precisamente en preparar al pueblo para la venida de Jesús. Y lo hizo «proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados».
La preparación para recibir a Jesús es siempre la conversión que, por medio del Bautismo y de la Penitencia, nos obtiene el perdón de los pecados. Ésta es también la preparación para la venida presente de Jesús, cuando Él viene a nosotros como alimento de vida eterna en la Eucaristía. Es también la preparación para su venida final cuando venga en la gloria, como lo recordaba San Pedro en su carta: «Esforzaos por ser hallados ante Él en paz, sin mancha y sin tacha».
Juan desarrolló un gran movimiento en torno a él, ya que acudían a él gente de toda la región de Judea y todos los de Jerusalén. Había peligro de que él mismo fuera identificado como el Salvador esperado. El Evangelista San Lucas lo dice explícitamente: «Como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo» (Lc 3,15). Esto debió parecerle a Juan un absurdo. El sabía quién era él y quién era aquél que anunciaba. Si en Isaías «la voz» grita que se prepare el camino «al Señor», hay un mundo de diferencia entre «la voz» y «el Señor». San Marcos nos dice que Juan es esa voz; pero el anunciado por esa voz es el Señor; Él viene después de Juan.
Esto Juan lo sabe bien y por eso rechaza enérgicamente la idea que él pudiera ser el esperado[2]: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; y no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias. Yo os bautizo con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo». La primera imagen que Juan nos da para indicar la grandeza de Jesús es insuficiente: «No soy digno de desatarle la correa de las sandalias».
Esta diferencia de rango se da también entre los hombres ¡por desgracia! Pero la segunda afirmación expresa verdaderamente la grandeza del que viene: «Yo os bautizo con agua; Él os bautizará con Espíritu Santo». El Espíritu Santo es el don de Dios por excelencia. El único que puede comunicar el Espíritu Santo es Dios mismo.
En efecto, en el Antiguo Testamento cada vez que Dios encomienda al hombre una misión que es imposible a las solas fuerzas humanas, lo provee de su Espíritu, y entonces el hombre se hace capaz. Este don lo comunicará el que es anunciado por Juan.
Una palabra del Santo Padre:
«Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor». Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores».
¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!».
Papa Francisco. Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium , 3.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1. «Preparad el camino del Señor, enderezad las sendas» de la existencia humana; nos exhorta Juan el Bautista ¿De qué manera concreta voy a vivir este mensaje?
2. Acojamos a María, la Virgen del Adviento, para esperar con ella el nacimiento del Niño-Dios.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 717-720.
[1] Ver Mal 3,1-2; Is 52, 7-9.
[2] Esta información es tan precisa y necesaria que sale en los cuatro Evangelios al mencionar la figura de Juan el Bautista.