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¿Puede un católico aceptar la teoría de la Evolución?

Lo primero que hay que decir es que es un tema bastante complejo ya que el mismo concepto “Evolucionismo” ha ido cambiando. Por otro lado hay que decir que son varias las teorías de la Evolución que hoy se aceptan como válidas. Por lo tanto ya tenemos una primera actitud que la Iglesia tiene ante este panorama: la prudencia.

Reconoce que parten de hipótesis científicas serias, dignas de ser tenidas en cuenta, pero que hay que tener en cuenta la interpretación de las mismas. No se puede aceptar, por ejemplo, una explicación absolutamente materialista que excluya la causalidad divina.

Podemos entonces admitir – cuando nos referimos acerca del origen del hombre – la posibilidad de una evolución en cuanto al cuerpo. Sin embargo sabemos por el dato Revelado, así como por una sana filosofía, que el alma humana, que es espiritual, no puede surgir de la materia, sino que implica una acción creadora directa por parte de Dios.

El Papa San Juan Pablo II nos decía al respecto: «Teniendo en cuenta el estado de las investigaciones científicas de esa época y también las exigencias propias de la teología, la encíclica Humani generis consideraba la doctrina del evolucionismo como una hipótesis seria, digna de una investigación y de una reflexión profundas, al igual que la hipótesis opuesta. Pío XII añadía dos condiciones de orden metodológico: que no se adoptara esta opinión como si se tratara de una doctrina cierta y demostrada, y como si se pudiera hacer totalmente abstracción de la Revelación a propósito de las cuestiones que esa doctrina plantea. Enunciaba igualmente la condición necesaria para que esa opinión fuera compatible con la fe cristiana.[…] Pío XII había destacado este punto esencial: el cuerpo humano tiene su origen en la materia viva que existe antes que él, pero el alma espiritual es creada inmediatamente por Dios «animas enim a Deo immediate creari catholica fides nos retinere iubet»: encíclica Humani generis: AAS 42 [1950], p. 575). En consecuencia, las teorías de la evolución que, en función de las filosofías en las que se inspiran, consideran que el espíritu surge de las fuerzas de la materia viva o que se trata de un simple epifenómeno de esta materia, son incompatibles con la verdad sobre el hombre. Por otra parte, esas teorías son incapaces de fundar la dignidad de la persona» (Juan Pablo II, Mensaje a los miembros a la Academia Pontificia de Ciencias, 22 de octubre de 1996).

En otro texto se había expresado de modo semejante: «En cuanto al aspecto puramente naturalista de la cuestión, ya mi inolvidable predecesor, el Papa Pío XII, en la encíclicaHumani generis, llamaba la atención en 1950 sobre el hecho de que el debate referente al modelo explicativo de evolución no es obstaculizado por la fe si la discusión se mantiene en el contexto del método naturalista y de sus posibilidades […]. Según estas consideraciones de mi predecesor, una fe rectamente entendida sobre la creación y una enseñanza rectamente concebida de la evolución no crean obstáculos: en efecto, la evolución presupone la creación; la creación se encuadra en la luz de la evolución como un hecho que se prolonga en el tiempo – como una creatio continua – en la que Dios se hace visible a los ojos del creyente como ‘Creador del cielo y de la tierra’» (Juan Pablo II, discurso en el Simposio científico internacional sobre Fe cristiana y teoría de la evolución, 26 de abril de 1985).

Busquemos aclarar algunos puntos fundamentales: la teoría de que Dios se sirvió del cuerpo de un mono para hacer al primer hombre se llama evolucionismo. Esta teoría no está condenada por la Iglesia, desde la fe y la filosofía no hay inconveniente en admitir la teoría de la evolución. La respuesta de la veracidad de esta teoría nos la debe dar la ciencia, pues hasta el momento no deja de ser eso, una teoría. De hecho, la teoría de la evolución no elimina la necesidad de una inteligencia ordenadora y creadora. Admitir el orden de este mundo y no preguntarse por su causa, es como encontrarse un televisor en lo alto de un monte y atribuirlo a la casualidad.

Los textos de la Biblia no tratan de darnos una explicación científica del modo cómo fueron hechos Adán y Eva, sino algo mucho más profundo: el hombre es obra de Dios y la mujer de la misma naturaleza que el hombre. Lo leemos de manera bella en los primeros capítulos del Génesis.

La Teoría de la evolución, pone en evidencia todos los descubrimientos que se han hecho en este campo gracias a la paleontología y en los que se observa cómo poco a poco, (después de miles y millones de años) los homínidos fueron transformándose hasta que “dieron lugar” al hombre. Estos estudios evidencian una cosa de la que no podemos dudar: el hombre tiene muchas cosas en común con el mundo viviente inferior a él, y de modo especial con la familia de los monos. Esta es una verdad en la que la ciencia ha ido profundizando cada vez más y que permite pensar que la teoría de la evolución hoy día es la explicación más racional.

Lo que a veces no se recalca de igual manera, es que el hombre por sus manifestaciones de inteligencia, voluntad y capacidad de amar… se separa claramente de los demás monos. Esto es lo que la Iglesia se esfuerza por comunicar: que el hombre no es pura materia sino que tiene espíritu y el espíritu no evoluciona.

La ciencia podrá explicar cómo ha ido evolucionando el cuerpo, cosa que la Iglesia no sólo no tendrá problemas en aceptar, sino que la acogerá, pero lo que nunca podrá probar la ciencia es que “haya evolucionado el alma”.

Para terminar: la Iglesia acepta que para la creación del hombre, Dios se pudo valer de una “materia” que ya existía (los homínidos) y que perfeccionó, a la que añadió el alma espiritual y racional, creando así al hombre. Además la Iglesia enseña que Dios no sólo dio el alma al primer hombre, sino que la da a cada hombre que viene al mundo, que la crea. Con esto rechaza cualquier interpretación que diga que todo el hombre (alma y cuerpo) descienden del mono, porque si toda alma es creada por Dios, ya no hay lugar para la evolución.

Written by Rafael De la Piedra