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«Señor, déjala por este año todavía»

Domingo de la Semana 3ª de Cuaresma. Ciclo C – 20 de marzo de 2022

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 13,1-9 

A partir de este tercer Domingo de Cuaresma la liturgia de la Palabra se centra abiertamente en el tema de la conversión de vida como preparación para la renovación de nuestras promesas bautismales. La conversión, antes que sea demasiado tarde, es la respuesta adecuada al amor de Dios ( Lucas 13,1-9). Así habremos aprendido la lección del pueblo de Israel (1Corintios 10,1-6.10-12), a quien Dios reveló su nombre[1] y lo liberó de la esclavitud de Egipto por medio de Moisés (Éxodo 3,1-8ª 13- 15).

¡El que se crea estar de pie…cuidado que no se caiga!

Ante una ligera condena a la conducta del pueblo judío, San Pablo en su carta a los Corintios nos avisa: «¡cuidado no te caigas!» Y desarrolla todo un análisis del Antiguo Testamento iluminado por la luz del Nuevo Testamento. Es decir, la historia del pueblo de Israel sucedió como ejemplo y fue escrita para escarmiento nuestro. Sin embargo, leemos en el siguiente versículo: «No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito» (1 Cor 10,13).

Recordemos que la ciudad de Corinto era una ciudad griega abarrotada de gentes de muy distintas nacionalidades y era famosa por su comercio, su cultura, por las numerosas religiones que en ella se practicaban y, lamentablemente famosa, por su bajo nivel moral. La iglesia en Corinto había sido fundada por el mismo Pablo en su segundo viaje misionero (entre los años 50- 52) y ahora recibía malas noticias sobre ella. Al encontrarse con algunos miembros de la iglesia de Corintio que habían venido a verlo para pedirle consejo sobre la comunidad, Pablo escribe esta importante carta.

¿Pensáis que ellos eran más culpables que los demás?

El Evangelio de hoy nos revela el método que tenía Jesús para exponer su enseñanza. A partir de una situación real concreta que está viviendo el pueblo lo instruye en las verdades de la fe. En ese momento todos estaban impacta­dos por dos hechos sangrientos y fuera de lo común. El primero se refiere a la extrema crueldad de Pilato, agravada por la profana­ción del culto. El incidente debe de haber transcurrido en la Pascua, cuando los laicos podían tomar parte del sacrificio. Pilato los mandó matar cuando ofrecían los sacrificios, así pudo mezclar la sangre humana con la de las víctimas. El hecho de que ahora le den la noticia a Jesús, prueba que no distaba mucho del suceso. El segundo, es un hecho fortuito: en esos días se había desplomado la torre de Siloé y había aplastado a dieciocho personas inocentes. Reducidos a escala, estos hechos se asemejan a los que diariamente golpean al mundo de hoy y de los cuales tenemos noti­cia a diario. Con su enseñanza Jesús nos ayuda a leer e interpre­tar esos hechos.

Ante ambos hechos Jesús repite el mismo comentario: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos porque padecieron estas cosas?… ¿pensáis que esos dieciocho eran más culpables que los demás habitan­tes de Jerusalén?» La mentalidad primitiva, presente también hoy en algunas personas, habría afirmado que ellos habían sufrido esa muerte tan trágica como castigo por su excesiva maldad. «Eso te lo ha mandado Dios, ¡algo habrás hecho!», solemos escuchar ante una enfermedad o una desgracia.  Pero Jesús rechaza esa mentalidad y responde Él mismo a su pregunta: «No, os lo aseguro». Las víctimas de los desas­tres natura­les, de los accidentes y de la maldad del hombre mismo no han padecido eso porque sean «más pecadores que los demás». Esta es la primera enseñanza de Jesús. Su pregunta contiene, sin embargo, la afirma­ción del pecado de todos los hom­bres; es decir, «las víctimas son tan pecadores como los demás». Así resulta reafirmada la enseñanza de que todos los males son siem­pre conse­cuen­cia del pecado y de la ruptura del hombre, de todos los hombres. No existe ningún mal, ni natural, ni acciden­tal, ni intencio­nal, que no sea conse­cuencia del pecado del hombre.

«Si no os convertís…todos pereceréis del mismo modo»

La atención ahora es trasladada desde las víctimas a los oyentes y, en último término, a cada uno de nosotros. En otras palabras, Jesús nos dice: «Vosotros sois igualmente pecadores, o más pecadores, que esos galileos y que esos diecio­cho que murieron aplastados, y si no os convertís -lo repite dos veces-, todos pereceréis del mismo modo». El único modo de escapar a un fin tan trági­co es convertirse. Muchas veces pensamos: ¿De qué tengo que convertirme yo? ¿Qué tengo que cambiar…si no soy malo? Y esta pregunta nos lleva a formularnos la siguiente pregunta… ¿en qué consiste la conver­sión?

Las facultades superiores del ser humano son la inteligencia y la voluntad. Estas son las facultades que lo distinguen como ser racional y libre, es decir, dueño de sus actos. El término «conversión» toca a ambas facul­tades, pero más directamente a la inteligencia. Lo dice claramente el término griego «metanóia». El prefijo «meta» significa «cambio», y el sustantivo «nous» significa «inteligencia, mente». El concepto se traduce por «cambio de mente, cambio de percepción de las cosas». Y en esto consiste principal­mente la conversión. Nosotros, en cam­bio, cuando nos preguntamos de qué tenemos que convertir­nos, examinamos a menudo nuestra voluntad, es decir, las culpas cometidas por debilidad, por falta de una voluntad más firme. ¡Y muchas veces no descubrimos ninguna falta en este rubro! Por eso, aunque hace diez años que uno no se confie­sa, se pregunta: ¿de qué me voy a confesar? ¿Yo no he hecho cosas tan malas? No he matado…no he robado… Sin embargo, si examináramos nuestras motivaciones y criterios en nuestro modo de ver las cosas y y la comparamos con los de Cris­to, encontraríamos muchas cosas de qué confesarnos.

Cuando alguien cambia de modo de pensar y adopta los criterios de Cristo, entonces ha tenido una verdadera conversión. Entonces entra el segundo aspecto del concepto de «meta­noia»: el dolor por la conducta anterior y el arrepenti­miento. El apóstol San Pablo ofrece un ejemplo magnífico de auténtica y profunda conversión. Mientras vivía en el judaísmo, en lo que respecta al cumplimiento, es decir, a la voluntad, era irreprochable. El mismo lo dice: «Yo era hebreo e hijo de hebreos… en cuanto al cumplimiento de la ley, intachable» (Fil 3,5-6). En cuanto a la voluntad, no tenía nada que reprochar­se. Pero luego agrega: «Todo lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aun: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conoci­miento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Fil 3,7-8). Ahora puede asegurar: «Nosotros tenemos la mente de Cristo» (1Cor 2,16). La conversión verdadera consiste en buscar tener los mismos criterios de Cristo.

La parábola de la viña estéril

En su primera predicación Jesús había agregado una nota de urgencia: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca: Convertíos…». Esta misma urgencia es la que imprime Jesús a su llamado a la conversión con la parábola que consti­tuye la segunda parte del Evangelio de hoy. Accediendo a los ruegos del viñador, el Señor consien­te en tener paciencia y esperar aún otro año para que la viña dé su fruto. Queda así fijado un día perentorio: «Si dentro de ese plazo no da fruto, la cortas». Esta parábo­la está ciertamente dirigida al pueblo de Israel al cual Dios había mandado sin cesar sus profetas sin embargo también en la predica­ción a los gentiles se les advierte que se ha acabado ya el tiempo de la conversión. Recorda­mos la predicación de Pablo ante los intelec­tua­les griegos cuando fue invita­do a hablar en el Areópago de Atenas: «Dios, pasando por alto los tiempos de la ignoran­cia, anuncia ahora a los hombres que todos y en todas partes deben convertirse, porque ha fijado el día en que va a juzgar al mundo según justi­cia…» (Hech 17,30-31).

Una palabra del Santo Padre:

 « La conversión implica el dolor de los pecados cometidos, el deseo de liberarse de ellos, el propósito de excluirlos para siempre de la propia vida. Para excluir el pecado, hay que rechazar también todo lo que está relacionado con él, las cosas que están ligadas al pecado y, esto es, hay que rechazar la mentalidad mundana, el apego excesivo a las comodidades, el apego excesivo al placer, al bienestar, a las riquezas. El ejemplo de este desapego nos lo ofrece una vez más el Evangelio de hoy en la figura de Juan el Bautista: un hombre austero, que renuncia a lo superfluo y busca lo esencial. Este es el primer aspecto de la conversión: desapego del pecado y de la mundanidad. Comenzar un camino de desapego hacia estas cosas.

 El otro aspecto de la conversión es el fin del camino, es decir,  la búsqueda de Dios y de su reino. Desapego de las cosas mundanas y búsqueda de Dios y de su reino. El abandono de las comodidades y la mentalidad mundana no es un fin en sí mismo, no es una ascesis solo para hacer penitencia; el cristiano no hace “el faquir”. Es otra cosa. El desapego no es un fin en sí mismo, sino que tiene como objetivo lograr algo más grande, es decir, el reino de Dios, la comunión con Dios, la amistad con Dios. Pero esto no es fácil, porque son muchas las ataduras que nos mantienen cerca del pecado, y no es fácil… La tentación siempre te tira hacia abajo, te abate, y así las ataduras que nos mantienen cercanos al pecado: inconstancia, desánimo, malicia, mal ambiente y malos ejemplos. A veces el impulso que sentimos hacia el Señor es demasiado débil y parece casi como si Dios callara; nos parecen lejanas e irreales sus promesas de consolación, como la imagen del pastor diligente y solícito, que resuena hoy en la lectura de Isaías (cf. Is 40,1.11). Y entonces sentimos la tentación de decir que es imposible convertirse de verdad.¿Cuántas veces hemos sentido este desánimo? “¡No, no puedo hacerlo! Lo empiezo un poco y luego vuelvo atrás”. Y esto es malo. Pero es posible, es posible. Cuando tengas esa idea de desanimarte, no te quedes ahí, porque son arenas movedizas: son arenas movedizas: las arenas movedizas de una existencia mediocre. La mediocridad es esto. ¿Qué se puede hacer en estos casos, cuando quisieras seguir pero sientes que no puedes? En primer lugar, recordar que la conversión es una gracia: nadie puede convertirse con sus propias fuerzas. Es una gracia que te da el Señor, y que, por tanto, hay que pedir a Dios con fuerza, pedirle a Dios que nos convierta Él, que verdaderamente podamos convertirnos, en la medida en que nos abrimos a la belleza, la bondad, la ternura de Dios. Pensad en la ternura de Dios. Dios no es un padre terrible, un padre malo, no. Es tierno, nos ama tanto, como el Buen Pastor, que busca la última de su rebaño. Es amor, y la conversión es esto: una gracia de Dios. Tú empieza a caminar, porque es Él quien te mueve a caminar, y verás cómo llega. Reza, camina y siempre darás un paso adelante».  

 Papa Francisco. Ángelus, 6 de diciembre de 2020

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

1-«En la oración tiene lugar la conversión del alma hacia Dios, y la purificación del corazón», nos dice San Agustín. ¿He buscado al Señor en la oración diaria?

 2-¿Cuáles son los criterios que debo de cambiar? ¿Qué criterios tiene Jesús que yo no tengo?

 3-Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1427 – 1433.

[1]Yahveh. Forma en que ha llegado hasta nosotros el nombre propio que los israelitas dieron a Dios. Por reverencia y para no pronunciar el sagrado nombre, los israelitas leían Adonai que equivalía al título de Señor. Como las vocales del nombre «Yahveh» no se escribían, se perdió la pronunciación propia, y poco a poco se sustituyeron por las vocales de Adonai (a/e-o-a). Así se acuñó la ortografía YaHVeH, que quedó establecida desde el siglo VI D.C.

 

Written by Rafael De la Piedra