LOGO

¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
¿Dónde encontrar las respuestas a nuestras inquietudes más profundas?
¿Cuáles son las razones para creer?

«Y yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios» 9154e-agnusdei Full view

«Y yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios»

Domingo de la Semana 2ª del Tiempo Ordinario.  Ciclo A – 19 de enero de 2020

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 1,29-34

 Las lecturas bíblicas nos hablan de distintas maneras sobre la misión de Jesús que vino al mundo para que «todo el que crea, tenga vida eterna» (Jn 3,15). En la Primera Lectura, el profeta Isaías (Isaías  49,3.5-6) nos dice que el «siervo de Yahveh» es consciente de haber sido elegido para hacer que el pueblo de Israel vuelva a Dios. El siervo experimenta la dureza y dificultad de su misión colocando su confianza en Yahveh. El salmo responsorial 39 parece resaltar el contraste entre el sacrificio ritual de la ley de Moisés y la disposición de escucha obediente que finalmente es lo que agrada al Señor. Juan el Bautista habla de Jesús como el Cordero de Dios que, ofrecido en sacrificio, redime al hombre de su pecado. Él reconoce a Jesús cuando el Espíritu Santo desciende sobre Él. San Pablo (Primera carta de San Pablo a los Corintios 1,1-3), en el saludo inicial a los cristianos de Corinto[1],  se dirige a los cristianos de esa comunidad y les recuerda el doble aspecto de la redención: hemos sido santificados en Jesucristo y estamos llamados a ser santos en su nombre.

La primera semana pública de Jesús

Con la celebración del Bautismo del Señor concluyó el tiempo litúrgico de la Navidad y comenzó el tiempo ordina­rio. Hoy día celebra la Iglesia el segundo Domingo del tiempo ordinario ya que la semana pasada hemos vivido la primera  semana del tiempo común que concluye con la trigésima cuarta semana y la Solemnidad de Cristo Rey. El tiempo ordinario se interrumpe con el tiempo de Cuaresma, que comienza con el miércoles de ceniza. La liturgia de la Palabra, dentro de la celebra­ción domi­ni­cal, está organi­za­da en tres ciclos de lectu­ras, A, B y C; caracte­rizados respec­tivamente por la lectura de los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. Este año estamos en el ciclo A y en los domingos del tiempo ordina­rio leemos el Evangelio de Mateo. Sin embargo, en el segundo Domingo del tiempo ordinario, en los tres ciclos litúrgicos, se lee el Evangelio de San Juan. En cada ciclo se toma un episodio de la «semana inaugural» (Jn 1, 19 – 2,12). Justamente cuando se va a empezar a desarrollar, Domingo a Domingo; la vida, obras y palabras de Jesús, es significa­tivo comenzar con esa primera semana de su minis­terio público, en la cual Jesús comienza a manifestarse.

Si buscamos en nuestro libro de los Evange­lios el episodio de hoy, veremos que comienza con estas palabras: «Al día siguiente Juan ve a Jesús venir hacia él…» (Jn 1, 29); y que el episodio siguiente comienza con esas mismas palabras: «Al día siguiente, Juan se encontra­ba de nuevo allí con dos de sus discípulos…» (Jn 1,35). Así se introducen el segundo, tercero y cuarto día de esa semana inaugural de la vida pública de Jesús. Este Domingo leeremos lo que ocurrió el segundo día de esa semana que finalizará con el primer milagro realizado por Jesús en las Bodas de Caná, «tres días después…», es decir en el cuarto día de la semana inaugural.

«He ahí El Cordero de Dios»

Dos cosas dice Juan sobre Jesús en el Evangelio de hoy y en ambas se revela como el gran profeta que es, pues expresa la identidad profunda de Jesús y el camino por el cual debía realizar su misión reconciliadora. Las primeras palabras que dice cuando ve venir a Jesús son: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Nosotros estamos habituados a escuchar estas palabras referidas a Jesús, pero pensándolo bien son enigmáticas y para los oyentes de Juan debieron ser incomprensibles. ¿Por qué lo llama «cordero»[2]? ¿Qué está viendo Juan en Él para llamarlo así?

Este modo de hablar sobre Jesús no vuelve a aparecer en todo el Evangelio y queda oscuro para los lectores hasta el momento de la crucifixión y muerte de Jesús, donde adquiere toda su luz. Según el Evangelio de San Juan, Jesús murió en la cruz la víspera de la Pascua, a la misma hora en que eran sacrificados en el templo los corderos pascuales. En el ritual del sacrificio del cordero pascual estaba escrito: «No se le quebrará ningún hueso» (Ex 12,46). Es lo que relata el evange­lista cuando escribe que, después de quebrar las piernas de los dos crucificados con Jesús, al llegar a él, como le vieron ya muerto, «no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado». Esta debió ser una alusión clarísima para un judío. Entonces se comprende que la  muerte  de Jesús fue un  «sacrificio»  como el del cordero pascual y que este sacrificio obtuvo la expiación[3] de nuestros pecados. Todo esto lo captó Juan, cuando la primera vez que vio a Jesús dijo: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Está implícito: «Ofreciéndose a sí mismo en sacrificio». Si en el Evangelio de Juan no reaparece la designación de Jesús como «cordero», en el Apocalipsis, en cambio, este es un modo frecuente de designar a Jesús (unas treinta veces). Ante el trono del Cordero resuena este canto: «Eres digno de tomar el libro y de abrir sus sellos porque fuiste degollado y compras­te para Dios con tu sangre hombres de toda raza, pueblo y nación y has hecho de ellos un Reino de sacerdotes para nues­tro Dios» (Ap 5, 9-10).

«Tú no quieres sacrificios, ni ofrendas…»

Existe un aparente contraste entre el sacrificio y la obediencia en el salmo responsorial 39: «Tú no quieres sacrificios… entonces dije; aquí estoy Señor». El salmista parece decir que las ofrendas mosaicas ordenadas por Dios ya no son de su agrado. Por otro lado constantemente vemos en la predicación de Jesús como él insiste en las actitudes internas del corazón más que en los “rituales externos”. Pero si hay una verdadera conversión interior y un amor sincero a Dios y al prójimo; entonces las formas externas corresponderán adecuadamente a las actitudes internas. Algo fundamental que leemos en el salmo es la actitud de escucha atenta a la voz de Dios: «pero me diste un oído atento». Esta apertura de escucha obediente requiere un espíritu humilde. Solamente de esta manera el salmista es capaz de escuchar y entender lo que Dios quiere de él y lo mantiene en una obediencia activa y real. Es la actitud que vemos en el «Cordero de Dios».

«Éste es el Hijo de Dios»

La segunda afirmación profética de Juan el Bautista es ésta: «Doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios[4]». Es algo enteramen­te nuevo. En el Antiguo Testamento no suele llamarse a Dios «Padre». Y las escasas veces en que Dios llama «hijo» a al­guien se refiere al pueblo de Israel en general y sirve para indicar el amor y la solicitud de Dios por su pueblo. Pero hay algunos textos que suenan así: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2,7), o bien: «Antes de la aurora como al rocío yo te he engendrado» (Sal 110,3). Era claro que estos textos se referían a una persona particular y se aplicaban al Mesías que había de venir. Por eso cuando apareció Jesús, Él no llama a Dios sino como «su Padre» y afirma: «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10,30). Al final de su vida, Jesús se dirige a Dios así: «Padre, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a Ti» (Jn 17,1). Esta actitud era tan notoria que el Evangelio lo indica como el motivo de su muer­te: «Por esto los judíos trataban de matarlo… porque llamaba a Dios su Padre, haciéndose igual a Dios» (Jn 5,18).

«He visto al Espíritu que bajaba… y se quedaba sobre él».

Juan predicaba la conversión y bauti­zaba en el desierto al otro lado del Jordán. Él bautizaba en la certeza de que por medio de ese rito sería manifes­tado el Elegido de Dios. Después de bautizar a Jesús, Juan recibe la visión que le permite reconocer al Elegido de Dios: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre Él». Y sobre la base de esa visión puede concluir: «Yo lo he visto y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios… éste es el que bautiza con Espíritu Santo». El signo más evidente del Mesías es la posesión del Espíritu de Dios. Así estaba anunciado con insistencia en los profe­tas. Del descendiente de David que se esperaba como Salva­dor estaba escrito: «Reposará sobre él el Espíritu del Señor» (Is 11,2), y acerca de Él dice el Señor: «He aquí mi Elegido en quien se complace mi alma: he puesto mi Espíri­tu sobre Él» (Is 42,1). Juan vio el Espíritu en la forma visible de una paloma descender sobre Jesús y perma­necer sobre él, y reco­noció el cumplimiento de ese signo.

«A los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos»

San Pablo nos enseña el dinamismo de la reconciliación traída por Jesucristo. Él personalmente, siguió por mucho tiempo un falso mesianismo, hasta su encuentro definitivo con Jesús resucitado, camino a Damasco. Entonces entiende que Él es el Mesías auténtico; y cómo, en consecuencia, el apostolado auténtico es el anuncio del mensaje salvador de Jesucristo vencedor de la muerte. Era uso de la época iniciar las cartas presentándose con los títulos y méritos. San Pablo, que en otro tiempo tanto se ufanó de títulos y méritos humanos (ver Ga 1, 14; Flp 3, 4), ahora sólo se gloría de este título totalmente espiritual y gratuito: «Pablo, llamado por voluntad de Dios a ser apóstol de Jesucristo». Pablo, el que repudiaba a los seguidores de Jesús, ahora por vocación ha de ser el Apóstol del Crucificado (Ga 6, 14).

Luego recordará a los nuevos cristianos de Corinto lo que son y lo que están llamados a ser: «santificados en Cristo Jesús» y llamados a ser «santos». La santidad en el Antiguo Testamento era ritual o externa ya que significaba la «separación» o elección que Dios había hecho de Israel constituyéndolo en Pueblo Santo (ver Ex 19, 6; Dt 7, 6; Dn 7, 18, 22). En virtud de nuestro Bautismo en el Espíritu Santo, la «santidad» y «consagración» alcanzan su valor pleno: «El Hijo de Dios Encarnado, a sus hermanos convocados de entre todas las gentes, los constituyó místicamente su Cuerpo, comunicándole su Espíritu. Por el Bautismo nos configuramos con Cristo»[5]. Por nuestro bautismo somos ungidos, consagrados y llamados a vivir de la vida de Cristo, es decir «ser santos como Él es santo».

Una palabra del Santo Padre:

«El Bautista, por lo tanto, ve a Jesús que avanza entre la multitud e, inspirado desde lo alto, reconoce en Él al enviado de Dios, por ello lo indica con estas palabras: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29).

El verbo que se traduce con «quita» significa literalmente «aliviar», «tomar sobre sí». Jesús vino al mundo con una misión precisa: liberarlo de la esclavitud del pecado, cargando sobre sí las culpas de la humanidad. ¿De qué modo? Amando. No hay otro modo de vencer el mal y el pecado si no es con el amor que impulsa al don de la propia vida por los demás. En el testimonio de Juan el Bautista, Jesús tiene los rasgos del Siervo del Señor, que «soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores» (Is 53, 4), hasta morir en la cruz. Él es el verdadero cordero pascual, que se sumerge en el río de nuestro pecado, para purificarnos.

 El Bautista ve ante sí a un hombre que hace la fila con los pecadores para hacerse bautizar, incluso sin tener necesidad. Un hombre que Dios mandó al mundo como cordero inmolado. En el Nuevo Testamento el término «cordero» se le encuentra en más de una ocasión, y siempre en relación a Jesús. Esta imagen del cordero podría asombrar. En efecto, un animal que no se caracteriza ciertamente por su fuerza y robustez si carga en sus propios hombros un peso tan inaguantable. La masa enorme del mal es quitada y llevada por una creatura débil y frágil, símbolo de obediencia, docilidad y amor indefenso, que llega hasta el sacrificio de sí mismo. El cordero no es un dominador, sino que es dócil; no es agresivo, sino pacífico; no muestra las garras o los dientes ante cualquier ataque, sino que soporta y es dócil. Y así es Jesús. Así es Jesús, como un cordero».

 Papa Francisco. Ángelus 19 de enero de 2014.

 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

  1. El apóstol Pablo, al comienzo de la carta a los Corintios, nos recuerda que, santificados en Cristo Jesús, «estamos llamados a ser santos» (1 Co 1, 2).¿Cómo puedo vivir mi llamado a la santidad en la vida cotidiana?
  2. Para reconocer a Jesús como el Cordero de Dios, debo de haberme encontrado con Él. ¿Cómo puedo encontrarme con el Señor de la Vida?
  3.  Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 144- 152. 571-573, 599 -623.

[1] La ciudad de Corinto era famosa por su comercio, su cultura, por las numerosas religiones que en ella se practicaban y por su bajo nivel moral. La Iglesia  en Corinto había comenzado gracias al incansable trabajo de Pablo a lo largo de 18 arduos meses. Ahora San Pablo había recibido malas noticias sobre esa Iglesia. Como vinieran de Corinto algunos miembros de la Iglesia  para pedir consejo escribe esta importante carta ocupándose en ella de los principales problemas de la comunidad.

[2] En los tiempos del Antiguo Testamento el cordero era el animal siempre sin mancha que los israelitas solían usar para el sacrificio, debido a su inocencia y su carácter humilde y sumiso. Se le sacrificaba todos los días en las ofrendas de la mañana y de la tarde, y en ocasiones especiales como la Pascua.

[3]Expiar: (Del lat. expiāre). Borrar las culpas, purificarse de ellas por medio de algún sacrificio. Dicho de un delincuente: Sufrir la pena impuesta por los tribunales. Padecer trabajos a causa de desaciertos o malos procederes. Purificar algo profanado, como un templo.

[4] Los prime­ros y más antiguos manus­critos que contienen el cuarto Evangelio dicen en el versículo 34: «Doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios». Pero hay algunos manuscritos que dicen: «Doy testi­monio de que éste es el Elegido de Dios». En la traducción de la Biblia de Jerusalén leemos esta segunda traducción.

[5] Lumen Gentium, 7.

Written by Rafael De la Piedra