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 «Yo doy la vida eterna por mis ovejas»

Domingo de la Semana 4ª de Pascua. Ciclo C –  8 de mayo de 2022

Lectura del libro del Apocalipsis 7, 9.14b-17

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 10, 27-30

La lectura del Evangelio de este Domingo es la tercera y última parte de la parábola del Buen Pastor (Jn 10), que se lee por partes en los tres ciclos litúrgicos (A, B y C) de este cuarto Domingo de Pascua. El Buen  Pastor que a todos quiere salvar, tanto a las ovejas judías como a las paganas, y a todos ofrece su vida (Hechos de los Apóstoles 13, 14.43-52); apacienta a sus ovejas no sólo en esta tierra, sino también en el cielo, conduciéndolas a «los manantiales de agua» (Apocalipsis 7, 9.14b-17).

Por decisión del Papa San Pablo VI, se celebra en este día la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. El sacerdote, en virtud del sacra­mento del Orden, está destinado a ser pastor del pueblo de Dios y a repro­ducir los rasgos de Jesús Buen Pastor. Por eso el Papa consideró que este Domingo era el más apropiado para orar por las voca­ciones sacerdota­les en todo el mundo. Dios sigue lla­mando hoy como ha llamado siempre. También hoy sigue resonando la voz de Cristo que dice a muchos: «Ven y sígueme» (Mt 19,21).

«¿Tú eres el Cristo…?»

El Capítulo 10 de San Juan contiene estas famosas expre­siones de Jesús: «Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da la vida por las ovejas… yo conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco al Padre y doy mi vida por las ovejas» (Jn 10,11 .14-15). Es lo mismo que repite Jesús más adelante en el texto de este Domingo. Los judíos le hacen una pregunta directa acerca de su iden­tidad: «¿Hasta cuándo vas a tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abierta­mente» (Jn 10,24). Jesús no habría sacado nada con decir­les abiertamente que Él era el Cris­to, porque, si no son de sus ovejas, no le habrían creído. Por eso responde: «Ya os lo he dicho, pero no me creéis… porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escu­chan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen». Es muy clara la divi­sión entre los que creen y ponen el fundamento de su vida en la enseñanza de Cristo y los que no lo hacen. Es que unos son de su rebaño y lo reconocen como pastor y los otros, no lo son. Estos últi­mos, no es que estén solos; es que escuchan la voz de otros pastores y los siguen a ellos.

¿Cómo podemos saber si somos ovejas del rebaño de Cristo? El mismo Cristo quiso dejarnos un crite­rio para discernir nuestra condición de «ovejas de su rebaño». Lo hizo en el momento último, antes de dejar este mundo, precisamente porque Él mismo ya no iba a estar más con nosotros en forma visible. De aquí la importancia del episodio que se desarrolló a orillas del lago de Tiberíades, cuando Cristo resucitado, dijo por tres veces a Pedro: «Apacienta mis ovejas…pastorea mis corderos» (ver Jn 21,15ss). ¡Es impresionante! Esas mismas ovejas, de las cuales con inmenso celo Jesús aseguraba: «Nadie las arrebatará de mi mano… nadie las arrebatará de las manos del Padre», las mismas ovejas por las cuales Él había dado su vida, ahora las confía a las manos de Pedro. No puede ser algo casual.

Al contrario, nunca Cristo ha puesto más intención en una decisión suya: instituyó a Pedro como Pastor supremo del rebaño dejándole un poder inmenso. A éste había dicho: «Lo que decidas en la tierra quedará decidido en el cielo» (ver Mt 16,19). Este mismo Pedro decidió dejar un sucesor y encomendar­le su misma misión de Pastor universal de las ovejas de Cristo, que se llamó Lino; éste, a su vez, dejó otro: Anacleto; y así sucesivamente, sin inte­rrupción, hasta el recordado San Juan Pablo II y ahora, el querido Francisco. Ya podemos responder a la duda anterior: es verdadero pastor el que ha recibido el sacramento del orden y ejerce su ministerio en comunión con el Santo Padre; es oveja del rebaño de Cristo el que escucha a estos pastores. Recordemos, hoy especialmente, de orar para que haya muchos que entreguen su vida a ser «pastores» del pueblo de Dios, para que todos puedan escuchar la voz de Cristo y tengan vida eterna.

Pablo y Bernabé en Antioquía

En la lectura de los Hechos de los Apóstoles que se lee este Domingo se nos presenta a Pablo y Bernabé en la ciudad de Antioquía de Pisidia, preci­samente ejer­ciendo ese poder de hablar la Palabra de Dios y de comu­nicar, por este medio, la vida eterna. Si Antioquía tenía fama de ciudad pagana (conocida por su culto a la diosa Dafne) ocupó un lugar prominente en la historia del cristianismo. Habitada por numerosos judíos emigrados (ver Hch 6,5). Antioquía recibió el impacto de la primera evangelización después de la muerte de Esteban (ver Hch 11,19ss) y fue allí donde por primera vez los creyentes fueron llamados de «cristianos» (ver Hch 11,20-26).

Pablo hizo exactamente lo mismo que Jesús en la Sinagoga de Nazaret (ver Lc 4,16ss). El culto de los judíos en la Sinagoga principalmente, como hoy en día, es una doble lectura bíblica; primero el Pentateuco (Torah) y luego los profetas y comentaristas. Pablo se dirige primero a los judíos. Sólo cuando éstos lo rechazan pasará a los gentiles. El gran discurso que Pablo dirige a los judíos en la Sinagoga, es una grandiosa síntesis de la historia de Israel, y como un vínculo entre ambos Testamentos, nos muestra a través de las profecías mesiánicas, el cumplimiento del Plan de Dios (ver Hech 13, 16-41). «Se con­gregó casi toda la ciudad para escuchar la Palabra de Dios… los gentiles se alegraron y se pusieron a glorifi­car la Pala­bra del Señor; y creyeron cuantos estaban destinados a una vida eterna» (Hech 13,44.48). Los gentiles, escuchando a los apósto­les estaban escuchando a Jesús mismo y de esta manera demostraban que ellos también eran ovejas de su rebaño. «Los discípulos quedaron llenos de gozo y del Espíritu Santo», demostrando que no eran «de Pablo o de Apolo o de Cefas» sino de Cristo (ver 1 Cor 1,12ss).

La vida eterna

Siguiendo la lectura del Evangelio, Jesús agrega otro privilegio sublime de sus queridas ovejas: «Yo les doy vida eterna». La vida eterna es un puro don. No es el resultado del esfuerzo humano. Nadie puede pre­tender ningún derecho a poseerla. Jesús, y sólo él, comu­nica la vida eterna a quien él quiere. Aquí nos asegura que él la comu­nica a sus ovejas. El hombre, cada uno de nosotros, está destinado a poseer la vida eterna. Para esto ha sido creado. Pero esta «vida eterna» no nos es transmitida por nues­tros padres, ni es obtenida por el esfuerzo humano, pues supera todo esfuerzo creado. Se suele llamar «vida sobrena­tural», porque no es proporcio­nal a la naturaleza humana, ni puede la natu­raleza humana alcanzarla por su propio dinamismo. Esta vida la da sola­mente Cristo como un regalo. Sólo Cristo puede decir: «Yo les doy vida eterna» y ningún otro puede dar este don. Esta es la diferencia radical entre Cristo y todo otro pastor.

La vida eterna es la vida de Dios mismo infundida en nosotros ya en esta tierra por medio de los sacra­mentos de la fe, sobre todo, por medio de la Eucaris­tía, que por eso recibe el nombre de «pan de vida eterna». En esta tierra podemos gozar ya de la misma vida que en el cielo poseeremos en pleni­tud y sin temor de perderla jamás. En esta tierra poseemos la vida divina en la fe y con la inquietante posibilidad de perderla por el pecado. En el cielo esta vida eterna alcan­zará su consuma­ción en la visión de Dios y no habrá entonces temor alguno de perder­la nunca jamás. Por eso respecto de sus ovejas Jesús asegura: «No perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano». La vida eterna adquiere en el cielo la forma de la «gloria celestial».

En su encíclica, Evangelium vitae, San Juan Pablo II, trata profundamente sobre el valor y el carác­ter inviola­ble de la vida humana. Pero allí se afirma también clara­mente que la vida terrena del hombre, aunque es una realidad sagra­da, «no es realidad última, sino penúltima». Su sacralidad radica precisamente en que es «penúltima», cuando la «última» es la vida divina compar­tida por el hombre. El Papa escribe: «El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrena­tural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana inclu­so en su fase temporal» (Evangelium Vitae, 2). Por eso truncar una vida humana en el seno de su madre es un homicidio realmente abomi­nable.

Para que nosotros pudiéramos poseer la vida eterna es que Cristo vino al mundo y murió en la cruz. Por eso cada uno de los que creen en Él puede afirmar con verdad: «El Hijo de Dios me amó y se entregó a la muerte por mí» (Gal 2,20). Y Él establece sus ministros para la transmisión de esta vida. A eso se refiere Cristo cuando dice a Pedro: «Apacienta mis ovejas». Es claro que Jesús no le pide a Pedro que les procure el alimento material. Lo que le pide es que les de el pan de «vida eterna». Jesús dice acerca de sus ovejas: «Nadie las arrebatará de mi mano», y es verdad. Pero Él las confía a San Pedro, su Vicario en la tierra.

https://www.youtube.com/watch?v=7VHn8V2uL08&t=73s

Una palabra del Santo Padre:

 «Jesús es el pastor —así lo ve Pedro— que viene a salvar, a salvar a las ovejas descarriadas: éramos nosotros. Y en el Salmo 22 que leímos después de esta lectura, repetimos: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (v.1). La presencia del Señor como pastor, como pastor del rebaño. Y Jesús, en el capítulo 10 de Juan, que hemos leído, se presenta como el pastor. Es más, no sólo el pastor, sino la “puerta” por la que se entra en el rebaño (cf. v.7). Todos los que vinieron y no entraron por esa puerta eran ladrones y bandidos o querían aprovecharse del rebaño: los falsos pastores. Y en la historia de la Iglesia ha habido muchos de estos que explotaban el rebaño. No les interesaba la grey, sino sólo hacer carrera o la política o el dinero. Pero el rebaño los conoce, siempre los ha conocido e iba buscando a Dios por sus caminos.

 Pero cuando hay un buen pastor que hace avanzar, hay un rebaño que sigue adelante. El buen pastor escucha al rebaño, conduce al rebaño, cura al rebaño. Y la grey sabe distinguir entre los pastores, no se equivoca: el rebaño confía en el buen Pastor, confía en Jesús. Sólo el pastor que se parece a Jesús da confianza al rebaño, porque Él es la puerta. El estilo de Jesús debe ser el estilo del pastor, no hay otro. Pero además Jesús, el buen pastor, como dice Pedro en la primera lectura, «padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas. Él no cometió pecado, ni se halló engaño en su boca. Cuando era insultado, no respondía con insultos, cuando era maltratado, no prorrumpía en amenazas» (1P 2,21-23). Era manso. Uno de los signos del buen Pastor es la mansedumbre. El buen pastor es manso. Un pastor que no es manso no es un buen pastor. Tiene algo escondido, porque la mansedumbre se muestra tal cual es, sin defenderse. Es más, el pastor es tierno, tiene esa ternura de la cercanía, conoce a las ovejas una a una por su nombre y cuida de cada una como si fuera la única, hasta el punto de que cuando llegan a casa después de una jornada de trabajo, cansado, se da cuenta de que le falta una, sale a trabajar otra vez para buscarla y [encontrarla] la lleva consigo, la lleva sobre sus hombros (cf. Lc 15,4-5). Este es el buen pastor, este es Jesús, este es quien nos acompaña a todos en el camino de la vida. Y esta idea del pastor, esta idea del rebaño y las ovejas, es una idea pascual. La Iglesia en la primera semana de Pascua canta ese hermoso himno para los recién bautizados: “Estos son los corderos recién nacidos”, el himno que hemos oído al comienzo de la Misa. Es una idea de comunidad, de ternura, de bondad, de mansedumbre. Es la Iglesia que quiere Jesús, y Él cuida de esta Iglesia.

 Este domingo es un hermoso domingo, es un domingo de paz, es un domingo de ternura, de mansedumbre, porque nuestro Pastor nos cuida. “El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 22,1)».                                                      

   Papa Francisco. Domingo, 3 de mayo de 2020

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

1- Recemos, de verdad, por las vocaciones a la vida consagrada. Seamos generosos. San Gregorio decía; «Hay que reconocer que, si bien hay personas que desean escuchar cosas buenas, faltan, en cambio, quienes se dediquen a anunciarlas». 

 2-El valor de la vida humana se fundamenta en nuestra dignidad ¿Respeto y reconozco el valor de la vida humana? ¿De qué manera puedo ayudar a que se respete la vida?

 3-Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 871 – 879.

https://www.youtube.com/watch?v=vYI3yYdywnE

 

Written by Rafael De la Piedra