«Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz»
Presentación del Señor – 2 de febrero de 2020
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 2, 22- 40
El 2 de febrero se cumplen cuarenta días desde el nacimiento de Jesús en Belén y se celebra la fiesta de la Presentación del Señor en el Templo de Jerusalén, conocida popularmente como la fiesta de «Nuestra Señora de la Candelaria». Según el Evangelio, en un día como hoy, cumpliendo con la ley del Señor, sus padres presentaron el Niño en el Templo. Este año coincide con el Domingo y, por tratarse de una fiesta del Señor, su celebración prevalece. Las lecturas tendrán como eje central el hecho mismo de la presentación del Señor Jesús en el Templo descrito en el Evangelio. Para la liturgia de este día, la aparición de la «luz para los gentiles y para la gloria de pueblo Israel» así como la llegada del Ángel de la Alianza esperado para el juicio (Malaquías 3,1-4); se verán realizadas en la aparición de Jesucristo en el Templo de Jerusalén. Por eso la entrada del Señor en el santuario, según leemos en el Salmo 23, 3-7, es también el tema del Salmo Responsorial. La carta a los Hebreos (Hebreos 2,14 – 18) ve en la Encarnación del Verbo el necesario presupuesto para poder realizarse plenamente la voluntad salvífica del Padre. Era necesario que Cristo se asemejase en todo a los hombres para poder así presentarse como víctima agradable al Padre. Como leemos en la Segunda Lectura «habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados».
«Con mano fuerte nos sacó de Egipto»
Para entender el sentido de esta fiesta es necesario tener familiaridad con el Antiguo Testamento y con la Historia Sagrada. La Historia Sagrada es la misma historia de Israel, pero considerada como el lugar en que Dios fue realizando su Plan de Reconciliación sobre los hombres. Uno de los hechos más decisivos de esa historia fue la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto. Ese episodio quedó grabado en la memoria del pueblo como un gran hecho salvífico y como prueba evidente del amor de Dios: «Hirió en sus primogénitos a Egipto, porque es eterno su amor; y sacó a Israel de entre ellos, porque es eterno su amor; con mano fuerte y brazo tenso, porque es eterno su amor» (Sal 135,10-12). Dios tuvo que vencer la resistencia del Faraón y forzarlo a dejar partir a su pueblo, por medio de las famosas plagas de Egipto. La más terrible, la que venció al Faraón, fue la muerte de todos los primogénitos por manos del ángel exterminador. Pero Dios conservó la vida de los primogénitos de Israel, hombres y animales; por eso le pertenecen: «Consagrarás a Yavheh todo lo que abre el seno materno» (Ex 13, 12). El primogénito de los animales debía ser consagrado y ofrecido en sacrificio. Por otro lado, el primogénito del hombre debía ser rescatado mediante la ofrenda de un sacrificio. Un israelita le decía a su hijo: «Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: ‘¿Qué significa esto?’, la dirás: ‘Con mano fuerte nos sacó el Señor de Egipto, de la casa de servidumbre’. Como Faraón se obstinó en no dejarnos salir, el Señor mató a todos los primogénitos en el país de Egipto, desde el primogénito del hombre hasta el primogénito del ganado. Por eso sacrifico al Señor todo macho que abre el seno materno, y rescato todo primogénito de mis hijos. Esto será como señal en tu mano y como insignia entre tus ojos; porque con mano fuerte nos sacó el Señor de Egipto» (Ex 13,14-16).
La presentación en el Templo
Para cumplir con esta norma, es decir, para rescatar a su hijo primogénito, es que los padres de Jesús, «cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos (cuarenta días), llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la ley del Señor: ‘Todo varón primogénito será consagrado al Señor’, y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se establece en la ley del Señor». Esta ofrenda de menor valor era el sacrificio que ofrecían los pobres para rescatar la vida de sus hijos primogénitos.
El Evangelio quiere afirmar que Jesús fue verdaderamente un miembro del pueblo de Israel y que vivió fielmente sometido a sus normas y tradiciones; es verdad que, según la promesa de Dios, «vino a los suyos» (Jn 1,11) y que «nació bajo la ley» (Gal 4,4). Y actuando en el contexto de esa ley, vino a rescatar de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna a todos los hombres. Según la ley, los primogénitos de Israel habían sido salvados de la muerte que golpeó a los primogénitos de Egipto, y por eso debía ofrecerse un sacrificio en rescate por ellos. Esto es lo que hizo Jesús; pero lo hizo para rescatar a todo el género humano de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna, y lo hizo ofreciéndose a sí mismo en sacrificio.
Por eso confesamos que su muerte fue un sacrificio Redentor[1]. Los sacrificios de animales eran insuficientes para salvar al hombre del pecado, y tampoco bastaba el sacrificio de un hombre cualquiera, pues todos estábamos bajo el poder del pecado; fue necesario que el Hijo de Dios tomara la carne del hombre para ofrecerse en sacrificio «como Cordero inmaculado» sobre el ara de la cruz. La fiesta de la Presentación del Señor, evocando los hechos salvíficos del Éxodo y la necesidad de un sacrificio ofrecido en rescate por la vida, insinúa aquel sacrificio Redentor, el único que Dios aceptó complacido. Pero en ese momento de la presentación, cuando sus padres introducían al Niño Jesús al templo, se presentó el anciano Simeón y, tomando al Niño en brazos, pronunció aquellas palabras proféticas: «Mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».
Tres hermosos títulos aplicados a Jesús: él es la salvación, es la luz que ilumina los pueblos, es la gloria de Israel. A causa del título de «Luz», que también lo dice Jesús de sí mismo, cuando declara: «Yo soy la luz del mundo», es que se celebra este día como una fiesta de la luz y los fieles participan teniendo candelas encendidas en las manos. A partir de este signo más llamativo, adoptó el nombre de «Fiesta de la Candelaria». No tardó en fijarse la atención en la Virgen María, como aquella que «derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo, Señor nuestro», y de atribuirle el nombre de nuestra Señora de la Candelaria. Se contempla así el misterio de Cristo a través del prisma privilegiado de su Madre María.
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«Habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados».
Después de haber descrito el misterio de la Encarnación del Verbo, vemos como el autor de la carta a los Hebreos presenta el de la Redención: «Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» (Hb 2, 17-18). Se trata de una profunda y conmovedora presentación del misterio de Jesucristo. Ese pasaje de la carta a los Hebreos nos ayuda a comprender mejor por qué esta ida a Jerusalén del recién nacido hijo de María es un evento decisivo para la historia de la salvación. El templo, desde su construcción, esperaba de una manera completamente singular a aquel que había sido prometido. Su presentación reviste, por tanto, un significado sacerdotal: «Ecce sacerdos magnus»; el sumo Sacerdote verdadero y eterno entra en el templo.
Una palabra del Santo Padre:
«En el templo sucede también otro encuentro, el de dos parejas: por una parte, los jóvenes María y José, por otra, los ancianos Simeón y Ana. Los ancianos reciben de los jóvenes, y los jóvenes de los ancianos. María y José encuentran en el templo las raíces del pueblo, y esto es importante, porque la promesa de Dios no se realiza individualmente y de una sola vez, sino juntos y a lo largo de la historia. Y encuentran también las raíces de la fe, porque la fe no es una noción que se aprende en un libro, sino el arte de vivir con Dios, que se consigue por la experiencia de quien nos ha precedido en el camino. Así los dos jóvenes, encontrándose con los ancianos, se encuentran a sí mismos. Y los dos ancianos, hacia el final de sus días, reciben a Jesús, que es el sentido a sus vidas. En este episodio se cumple así la profecía de Joel: «Vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños y visiones» (3,1). En ese encuentro los jóvenes descubren su misión y los ancianos realizan sus sueños. Y todo esto porque en el centro del encuentro está Jesús.
Mirémonos a nosotros, queridos hermanos y hermanas consagrados. Todo comenzó gracias al encuentro con el Señor. De un encuentro y de una llamada nació el camino de la consagración. Es necesario hacer memoria de ello. Y si recordamos bien veremos que en ese encuentro no estábamos solos con Jesús: estaba también el pueblo de Dios —la Iglesia—, jóvenes y ancianos, como en el Evangelio. Allí hay un detalle interesante: mientras los jóvenes María y José observan fielmente las prescripciones de la Ley —el Evangelio lo dice cuatro veces—, y no hablan nunca, los ancianos Simeón y Ana acuden y profetizan. Parece que debería ser al contrario: en general, los jóvenes son quienes hablan con ímpetu del futuro, mientras los ancianos custodian el pasado. En el Evangelio sucede lo contrario, porque cuando uno se encuentra en el Señor no tardan en llegar las sorpresas de Dios. Para dejar que sucedan en la vida consagrada es bueno recordar que no se puede renovar el encuentro con el Señor sin el otro: nunca dejar atrás, nunca hacer descartes generacionales, sino acompañarse cada día, con el Señor en el centro. Porque si los jóvenes están llamados a abrir nuevas puertas, los ancianos tienen las llaves. Y la juventud de un instituto está en ir a las raíces, escuchando a los ancianos. No hay futuro sin este encuentro entre ancianos y jóvenes; no hay crecimiento sin raíces y no hay florecimiento sin brotes nuevos. Nunca profecía sin memoria, nunca memoria sin profecía; y, siempre encontrarse.
La vida frenética de hoy lleva a cerrar muchas puertas al encuentro, a menudo por el miedo al otro —las puertas de los centros comerciales y las conexiones de red permanecen siempre abiertas—. Que no sea así en la vida consagrada: el hermano y la hermana que Dios me da son parte de mi historia, son dones que hay que custodiar. No vaya a suceder que miremos más la pantalla del teléfono que los ojos del hermano, o que nos fijemos más en nuestros programas que en el Señor. Porque cuando se ponen en el centro los proyectos, las técnicas y las estructuras, la vida consagrada deja de atraer y ya no comunica; no florece porque olvida «lo que tiene sepultado», es decir, las raíces.
La vida consagrada nace y renace del encuentro con Jesús tal como es: pobre, casto y obediente. Se mueve por una doble vía: por un lado, la iniciativa amorosa de Dios, de la que todo comienza y a la que siempre debemos regresar; por otro lado, nuestra respuesta, que es de amor verdadero cuando se da sin peros ni excusas, y cuando imita a Jesús pobre, casto y obediente. Así, mientras la vida del mundo trata de acumular, la vida consagrada deja las riquezas que son pasajeras para abrazar a Aquel que permanece. La vida del mundo persigue los placeres y los deseos del yo, la vida consagrada libera el afecto de toda posesión para amar completamente a Dios y a los demás. La vida del mundo se empecina en hacer lo que quiere, la vida consagrada elige la obediencia humilde como la libertad más grande. Y mientras la vida del mundo deja pronto con las manos y el corazón vacíos, la vida según Jesús colma de paz hasta el final, como en el Evangelio, en el que los ancianos llegan felices al ocaso de la vida, con el Señor en sus manos y la alegría en el corazón.
Cuánto bien nos hace, como Simeón, tener al Señor «en brazos» (Lc 2,28). No sólo en la cabeza y en el corazón, sino en las manos, en todo lo que hacemos: en la oración, en el trabajo, en la comida, al teléfono, en la escuela, con los pobres, en todas partes. Tener al Señor en las manos es el antídoto contra el misticismo aislado y el activismo desenfrenado, porque el encuentro real con Jesús endereza tanto al devoto sentimental como al frenético factótum. Vivir el encuentro con Jesús es también el remedio para la parálisis de la normalidad, es abrirse a la cotidiana agitación de la gracia. Dejarse encontrar por Jesús, ayudar a encontrar a Jesús: este es el secreto para mantener viva la llama de la vida espiritual. Es la manera de escapar a una vida asfixiada, dominada por los lamentos, la amargura y las inevitables decepciones. Encontrarse en Jesús como hermanos y hermanas, jóvenes y ancianos, para superar la retórica estéril de los «viejos tiempos pasados» —esa nostalgia que mata el alma—, para acabar con el «aquí no hay nada bueno». Si Jesús y los hermanos se encuentran todos los días, el corazón no se polariza en el pasado o el futuro, sino que vive el hoy de Dios en paz con todos».
Papa Francisco. Homilía 2 de febrero de 2018. Fiesta de la Presentación del Señor.
Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana
1. Jesús es presentado como signo de contradicción. ¿Le huyo a los problemas que podría tener a causa de mi fe?
2. Miremos el corazón de María. Una espada atraviesa ese Inmaculado Corazón. Busquemos el consuelo en el corazón de la Madre Buena.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 527- 534.
https://www.youtube.com/watch?v=1VBnroiRJ1c
[1] Redimir (Del lat. redimĕre). Rescatar o sacar de esclavitud al cautivo mediante precio. Comprar de nuevo algo que se había vendido, poseído o tenido por alguna razón o título. Dicho de quien cancela su derecho o de quien consigue la liberación.