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«Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen»

Domingo de la Semana 7ª del Tiempo Ordinario. Ciclo A – 23 de febrero de 2020

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 5, 38- 48

Amor y perfección: éste es el corolario de su sermón de la montaña. Él mismo nos dice que no ha venido a abolir la Ley sino a darle pleno «cumplimiento» (ver Mt 5,17). Cumplimiento que se realiza amando sin límites…hasta los enemigos. En la Primera Lectura (Levítico 19, 1-2.17-18) vemos como Moisés se dirige a toda la Asamblea de los hijos de Israel para darles el precepto supremo recibido directamente de Dios: «Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo». San Pablo, en su carta a los Corintios (Primera carta a los Corintios 3, 16-23), nos habla de la centralidad y la nueva dignidad de la persona humana siendo así «templos del Espíritu Santo», merecedores del amor reconciliador de Dios

«Seréis santos, porque yo soy santo»

El enunciado por el que Moisés inicia su discurso acerca de los ritos de purificación es realmente asombroso: «sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo[1]». Pero ¿es posible ser santo como Dios es santo? San Jerónimo responde que sí podemos imitar a Dios en su humildad, mansedumbre y en su caridad. San Gregorio Nazianceno busca la solución respondiendo a la pregunta: ¿qué es la santidad? Nos dice el Santo: «Es contraer el hábito de vivir con Dios». Por otro lado, Santa Catalina de Siena nos dirá que la perfección consiste en la caridad, primero en el amor a Dios y luego en el amor al prójimo. Esto es perfectamente bíblico ya que recordemos la bella definición de Dios: «Dios es Amor» en la carta de San Juan (1Jn 4,8.16).

El desterrar del corazón el odio, la venganza y el rencor manifestarán este asemejarse cada vez más a Dios llegando así a «amar al prójimo como a (uno) mismo» (Lv 19,18). Poco saben realmente que este versículo está ya en el Antiguo Testamento. Sin embargo, este gran mandamiento no pudo imponerse a todo el pueblo de Israel porque los judíos entendían por prójimos, no a todos los hombres, y de ninguna manera a sus enemigos, sino solamente a los de su nación y a los extranjeros que vivían con ellos. Por lo cual los escribas explicaban «la Ley de Moisés» en el sentido que vemos en Mt 5, 43: «Habéis oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo» y aborrecerás a tu enemigo» y es por eso que Jesús tendrá que ahora manifestar la plenitud del mandamiento que llegará hasta el extremo de «amar a los enemigos».

https://www.youtube.com/watch?v=Z6Fhx2TYK3Q

La Nueva Ley

En el Evangelio de hoy vemos como Jesús será la nueva instancia de la «Ley de Dios» dándoles así su sentido último. En esta parte del Sermón de la Montaña (Mt 5,21-48) Jesús cita diversos manda­mientos y explica en qué consiste su cumpli­miento por medio de la fórmula: «Se os ha dicho: ‘No matarás’, pues Yo os digo… Se os ha dicho: ‘No cometerás adulterio’, pues Yo os digo… Se os ha dicho: ‘No perju­rarás’, pues Yo os digo… etc.» Eso que Jesucristo «dice» es nueva instancia de Palabra de Dios. Él es la Palabra eterna del Padre, que se hizo hombre y habitó entre noso­tros. Y si esto no bastara para dar autoridad divina a la enseñanza de Cristo y a su propia Ley, tenemos el testimo­nio del Padre mismo, que en el monte de la Transfiguración declara: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (Mt 17,5). Por eso cuando Jesús dice: «Yo os digo», debemos tender el oído y escuchar atentamente, pues va a seguir una palabra de vida eterna endosada por el Padre mismo.

Jesús concluye la serie de mandamientos citando un último precepto de la ley antigua: «Voso­tros sed per­fec­tos, como es perfecto vuestro Padre celes­tial». Jesús lo toma del libro del Levítico que decía: «Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo» (Lev 19,2). Pero hace suyo este precepto con un sentido completamente nuevo de cómo había sido entendido en la Ley de Moisés. Allí se trataba de la santidad necesaria para participar en el culto, que se adquiría por medio de diversas abluciones y manteniéndose libre del contacto con cadáveres y con otras realidades externas que hacían impuro al hombre. Aquí, en cambio, se trata de algo diverso; Jesús se refiere a la santidad interior, a la pureza del corazón, que consiste­ en el cumplimiento de la Ley evangélica que Él está ense­ñando.

«Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial»

El precepto: «Vosotros sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial», no admite profundización, porque no existe un precepto ulterior ni más radical. En efecto, no hay nada más perfecto que el Padre celestial. Lo impre­sio­nante es que Jesús nos llama a nosotros a esa misma per­fección. Si, conscientes de nuestro pecado, en nuestra impo­tencia, pre­guntamos: ¿Cómo se puede cumplir tal pre­cepto? Queda así, de saque, excluida del cristianismo toda actitud de auto­suficiencia ante Dios. El cristiano sabe que el hombre no se salva por el cumplimiento de ciertos preceptos de una ley externa, sino por pura gracia de Dios. La salvación del hombre es fruto de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo; es algo que obtuvo para nosotros y no algo que noso­tros hayamos logrado por nuestro propio esfuerzo. A esto se refiere San Pablo cuando escribe: «No tengo por inútil la gracia de Dios, pues si por la ley se obtu­viera la justi­ficación, entonces Cristo habría muerto en vano» (Gal 2,21). Permanece el hecho de que Cristo nos dio ese precepto y que lo hizo seriamente y no sólo para convencernos de nuestra impotencia sino para hacernos ver realmente que lo podríamos cumplir. Es que «somos templos del Espíritu Santo», donde es la fuerza de Dios la que actúa en nosotros, donde todo lo podemos en Aquel que nos consuela (ver Flp 4, 13).

¿Cómo entender los preceptos que Jesús nos ha dejado? Si Cristo nos dio esa Nueva Ley es porque Él sabía que con su sacrificio nos iba a obtener una participación en la naturaleza divina que nos permitiera cumplirlos. Solamente a través de nuestra generosa y humilde colaboración con su gracia podremos cumplirlos. De otra manera es imposible. Y justamente para eso tenemos el testimonio de los santos. «Debemos conocer la vida de los santos, para afinar en la corrección de nuestra propia vida…así el fuego de la juventud espiritual, que tiende a apagarse por el cansancio, revive con el testimonio de los que nos han precedido» (San Gregorio Magno).

Una palabra del Santo Padre:

 «En la Primera Lectura ha resonado el llamamiento del Señor a su pueblo: «Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2). Y Jesús, en el Evangelio, replica: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Estas palabras nos interpelan a todos nosotros, discípulos del Señor; y hoy se dirigen especialmente a mí y a vosotros, queridos hermanos cardenales, sobre todo a los que ayer habéis entrado a formar parte del Colegio Cardenalicio. Imitar la santidad y la perfección de Dios puede parecer una meta inalcanzable. Sin embargo, la Primera Lectura y el Evangelio sugieren ejemplos concretos de cómo el comportamiento de Dios puede convertirse en la regla de nuestras acciones. Pero recordemos todos, recordemos que, sin el Espíritu Santo, nuestro esfuerzo sería vano. La santidad cristiana no es en primer término un logro nuestro, sino fruto de la docilidad ―querida y cultivada― al Espíritu del Dios tres veces Santo.

 El Levítico dice: «No odiarás de corazón a tu hermano… No te vengarás, ni guardarás rencor… sino que amarás a tu prójimo…» (19,17-18). Estas actitudes nacen de la santidad de Dios. Nosotros, sin embargo, normalmente somos tan diferentes, tan egoístas y orgullosos…; pero la bondad y la belleza de Dios nos atraen, y el Espíritu Santo nos puede purificar, nos puede transformar, nos puede modelar día a día. Hacer este trabajo de conversión, conversión en el corazón, conversión que todos nosotros –especialmente vosotros cardenales y yo– debemos hacer. ¡Conversión!

 También Jesús nos habla en el Evangelio de la santidad, y nos explica la nueva ley, la suya. Lo hace mediante algunas antítesis entre la justicia imperfecta de los escribas y los fariseos y la más alta justicia del Reino de Dios. La primera antítesis del pasaje de hoy se refiere a la venganza. «Habéis oído que se os dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pues yo os digo: …si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra» (Mt 5,38-39). No sólo no se ha devolver al otro el mal que nos ha hecho, sino que debemos de esforzarnos por hacer el bien con largueza.

 La segunda antítesis se refiere a los enemigos: «Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”. Yo, en cambio, os digo: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen” (vv. 43-44). A quien quiere seguirlo, Jesús le pide amar a los que no lo merecen, sin esperar recompensa, para colmar los vacíos de amor que hay en los corazones, en las relaciones humanas, en las familias, en las comunidades y en el mundo. Queridos hermanos, Jesús no ha venido para enseñarnos los buenos modales, las formas de cortesía. Para esto no era necesario que bajara del cielo y muriera en la cruz. Cristo vino para salvarnos, para mostrarnos el camino, el único camino para salir de las arenas movedizas del pecado, y este camino de santidad es la misericordia, que Él ha tenido y tiene cada día con nosotros. Ser santos no es un lujo, es necesario para la salvación del mundo. Esto es lo que el Señor nos pide».

 Papa Francisco. Misa con los nuevos Cardenales. 23 de febrero de 2014.

https://www.youtube.com/watch?v=o6Nf83bpBz0&t=1s

Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana

1.Tenemos un camino muy concreto que debemos recorrer: el amor y el perdón. ¿De qué manera concreta podré vivir el amor en esta semana?

 2.¿Cómo vive nuestra Santa Madre María del amor y del perdón? Seamos humildes y recurramos al auxilio y guía de María.

 3.Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 605. 1465. 2608. 2842- 2845.

https://www.youtube.com/watch?v=tB9HceBBhL8

[1] Santidad es sinónimo de sacralidad, sólo que el término ha llegado a implicar, por la consideración del carácter personal de la divinidad, un aspecto moral. Es en efecto una de las mayores enseñanzas de los grandes profetas, en espacial de Isaías, que la santidad divina se manifiesta, sobretodo, en la justicia. Las criaturas espirituales serán, pues, santificadas, en la medida que su voluntad se conforme, por la ley y la obediencia, a la santa voluntad de Dios (ver Is 6). En el cristianismo, la santidad se identificará, pues, con la perfección de la caridad. Todos los cristianos serán  llamados santos en virtud del bautismo (ver 1P1,15), como es «Santo» el Señor Jesús (Mc 1,24; Lc 4,34).

Written by Rafael De la Piedra