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¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
¿Dónde encontrar las respuestas a nuestras inquietudes más profundas?
¿Cuáles son las razones para creer?

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«Auméntanos la fe»

Domingo de la Semana 27ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C – 6 de octubre de 2019

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 17,5-10

Parece evidente que el tema dominante en este Domingo es «la fe», ya que se menciona en las tres lecturas. Al final de la Primera Lectura (Habacuc 1,2-3; 2,2-4) leemos: «el justo por la fe vivirá», frase que será recogida por San Pablo en relación a la fe. Jesús en el Evangelio, ante el pedido de los apóstoles por aumentar la fe, coloca el horizonte de plenitud al que estamos llamados. La fe si bien es un don de Dios; exige de nosotros una generosa respuesta. Finalmente, San Pablo exhorta a Timoteo (segunda carta de San Pablo a Timoteo 1,6-8.13-14)
a dar testimonio de su fe en Cristo Jesús y a aceptar la Buena Nueva recibida y custodiada en el «depósito de la fe» (segunda carta de San Pablo a Timoteo 1,6-8.13-14).

«El justo por la fe vivirá»

El profeta Habacuc, de la región de Judá, vivió a finales del siglo VII a.C. (625 – 612 a.C.) en la misma época en que vivió el profeta Jeremías. Su horizonte histórico está definido por la presencia de dos grandes reinos amenazantes: el imperio de Assur y el nuevo imperio babilónico o caldeo. Los caldeos se iban haciendo cada vez más poderosos y Habacuc no terminaba de entender que Dios justamente se iba a servir de esa nación para formar una vez más a su pueblo elegido. Es decir, iba a ayudar al pueblo a tomar consciencia de su situación actual. En las famosas cuevas de Qumrán se ha encontrado un rollo con un comentario al libro de Habacuc.

Las primeras líneas de su libro son una breve súplica en forma de lamentación: «¿hasta cuándo?», «¿por qué?»; que expresan el eterno clamor del hombre cuando, desde la desgracia personal, interroga a Dios por su suerte. Culminando la gran expectación, el versículo cuarto del segundo capítulo condensa lo que es la teología de la Salvación: el impío o soberbio «sucumbe» por no obrar rectamente; en cambio el justo, confiando solamente en Dios, salva su vida. Recibe así Habacuc una importante revelación sobre la fe que San Pablo comentará dos veces y que tendrá una enorme resonancia en la teología espiritual: «el justo por la fe vivirá». Contiene esta sentencia una verdad que nunca se agota, ya sea en cuanto nos enseña que nadie puede ser justo sin tener fe; ya en cuanto la fe es la vida del hombre justo, el cual desfallece si le falta esa fuerza con que sobrellevar las «cruces» de la vida.

 «¡Auméntanos la fe!»

«Si tu hermano peca, repréndelo; y si se arrepiente, perdónalo». Esta sentencia de Jesús antecede al Evangelio de este Domingo. Jesús nos manda perdonar y para que esto quede claro, añade: «Si tu hermano peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: ‘Me arrepiento’, lo perdonarás» (Lc 17,6) . Esta es la doctrina de Cristo y evidentemente exige tal vez más de lo que los apóstoles eran capaces de entender, por eso le piden al Señor: «¡Auméntanos la fe!». La breve oración de los apóstoles nos revela por lo menos cuatro cosas. Ante todo, la fe no es algo que podamos adquirir gracias a nuestro propio esfuerzo, como se adquiere, por ejemplo, el dominio de una lengua, y que, por tanto, debe ser solicitada en la oración como un don gratuito que se nos da. Si Dios no nos da la fe como un don gratuito -y sólo Él tiene la iniciativa-, no tendríamos ni siquiera sensibilidad ante las realidades espirituales, «estaríamos en otra», como suele decirse hoy. ¡Y así viven tantos!

Lo segundo es que Jesús puede darnos y aumentarnos la fe; siendo Jesús el destinatario de la oración de los apóstoles, es reconocido por ellos como el origen de este don. Esto se corrobora, porque San Lucas habla de Jesús como «el Señor» (en griego: Kyrios, es el título dado solamente a Dios). Él es el único que nos puede dar la fe. Lo tercero es que, aunque ya tengamos fe, ella es susceptible de aumento; nuestra fe no es todavía ni siquiera tan grande como un grano de mostaza. Por eso la actitud humilde de todo cristiano debe de ser: «Creo Señor pero aumenta mi fe». Finalmente, si nuestra fe fuera robusta, incluso la naturaleza nos obedecería, pues dispondríamos del poder de Dios mismo. En otro lugar el Señor lo dice más claramente: «Os aseguro que si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: ‘Desplázate de aquí allá’, y se desplazaría, y nada os sería imposible» (Mt 17,20).

El Catecismo recoge todo esto enseñando que «la fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por El» . Es una virtud por la cual confiamos absolutamente en Dios y fundamos nuestra vida en su Palabra. La fe no es sólo un conocimiento intelectual, sino una virtud que incide en toda la vida; no es sólo la recitación de ciertas fórmulas, sino que consiste en poner las verdades reveladas como base de nuestra existencia. Una virtud es un hábito adquirido, una cualidad interiorizada; que forma parte del sujeto, y determina su modo de ser. La fe cuando existe en la persona, le da vida: «El justo vivirá por su fe» (Hab 2,4). Cuando alguien confiesa determinadas verdades de fe, e incluso cree en ellas, pero su vida no es coherente con lo que confiesa; entonces se dice que la fe no está formada o que está muerta. Esto lo expresa de la manera más extrema el apóstol Santiago, afirmando que esa fe la tienen también los demonios: «La fe, si no tiene obras, está realmente muerta… ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los demonios lo creen y tiemblan» (Sant 2,14s).

La respuesta de Jesús

Examinemos más detalladamente la respuesta dada por Jesús: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este sicómoro: «Arránca¬te y plántate en el mar’, y os obedecería» (Lc 17,5-6). Es obvio que la fe, siendo una realidad espiritual, no puede medirse con algo material, como es un grano de mostaza. Se trata de una expresión analógica, para indicar la mínima cantidad. En efecto, en el concepto de Jesús el grano de mostaza es «la más pequeña de todas las semillas» (Mt 13,32). La frase de Jesús está dicha en condicional, de donde se deduce que los apóstoles tienen fe, pero es aún insuficiente, menor que «un grano de mostaza», porque ellos no pueden ordenar al sicómoro que se erradique y se plante en el mar. El sentido de la respuesta de Jesús es éste: si con una fe tan pequeña como un grano de mostaza ya se podría trasladar los montes, ¡qué no se obtendría con una fe robusta y sólida! Nosotros tendemos a considerar que una fe que traslada los montes, ya es una fe inmensa. En efecto, no nos ha tocado la suerte de conocer a nadie con una fe tan grande. Para Jesús, en cambio, eso es lo mínimo; hay que comenzar de aquí para arriba. De aquí se concluye que, como virtud teologal que es: no tienen límite en su intensidad. Es claro que el mensaje del Evangelio nos debe interpelar a nosotros ahora; cada uno debe examinarse a sí mismo para ver qué medida de fe tiene.

¡Somos siervos inútiles!

En la segunda parte del Evangelio de hoy, se habla de un siervo que, después de una jornada de trabajo en el campo, vuelve a la casa y sirve la mesa de su amo. Jesús pregunta: «¿Acaso el amo tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado?». Y agrega: «De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: ‘Somos siervos inútiles ; hemos hecho lo que debíamos hacer’» (Lc 17,9-10). Esta segunda parte del Evangelio está relacionada con la anterior. Para ver esa relación, debemos comprender que el cumplimiento fiel de la ley de Dios por parte nuestra es también un don de Dios. En efecto, el resumen de todo lo que Dios nos manda es el precepto del amor, tal como lo dice San Pablo: «El que ama al prójimo ha cumplido la ley… Todos los preceptos se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rom 13,8-10). Pero el amor es otra de las virtudes sobrenaturales y teologales, más aún, es la más excelente de las virtudes. El amor es el don de Dios por excelencia.

El Catecismo enseña: «El Amor, que es el primer don, contiene todos los demás. Este amor ‘Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado’ (Rom 5,5)» . Por eso, cuando cumplimos lo que Dios nos manda, que siempre es alguna forma del amor, no hacemos más que lo que Él mismo nos concede. Él no nos tiene que agradecer por haber hecho lo que Él mismo nos concede hacer. Esto es lo que dice San Agustín en su famosa frase de las Confesiones: «Da el cumplir lo que mandas, y manda lo que quieras».

Una palabra del Santo Padre:

«Hoy, el pasaje del Evangelio comienza así: «Los apóstoles le dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”» (Lc 17, 5). Me parece que todos nosotros podemos hacer nuestra esta invocación. También nosotros, como los Apóstoles, digamos al Señor Jesús: «Auméntanos la fe». Sí, Señor, nuestra fe es pequeña, nuestra fe es débil, frágil, pero te la ofrecemos así como es, para que Tú la hagas crecer. ¿Os parece bien repetir todos juntos esto: «¡Señor, auméntanos la fe!»? ¿Lo hacemos? Todos: Señor, auméntanos la fe. Señor, auméntanos la fe. Señor, auméntanos la fe. ¡Que la haga crecer!

Y, ¿qué nos responde el Señor? Responde: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería» (v. 6). La semilla de la mostaza es pequeñísima, pero Jesús dice que basta tener una fe así, pequeña, pero auténtica, sincera, para hacer cosas humanamente imposibles, impensables. ¡Y es verdad! Todos conocemos a personas sencillas, humildes, pero con una fe muy firme, que de verdad mueven montañas. Pensemos, por ejemplo, en algunas mamás y papás que afrontan situaciones muy difíciles; o en algunos enfermos, incluso gravísimos, que transmiten serenidad a quien va a visitarles. Estas personas, precisamente por su fe, no presumen de lo que hacen, es más, como pide Jesús en el Evangelio, dicen: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Lc 17, 10). Cuánta gente entre nosotros tiene esta fe fuerte, humilde, que hace tanto bien.

En este mes de octubre, dedicado en especial a las misiones, pensemos en los numerosos misioneros, hombres y mujeres, que para llevar el Evangelio han superado todo tipo de obstáculos, han entregado verdaderamente la vida; como dice san Pablo a Timoteo: «No te avergüences del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero; antes bien, toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios» (2 Tm 1, 8). Esto, sin embargo, nos atañe a todos: cada uno de nosotros, en la propia vida de cada día, puede dar testimonio de Cristo, con la fuerza de Dios, la fuerza de la fe. Con la pequeñísima fe que tenemos, pero que es fuerte. Con esta fuerza dar testimonio de Jesucristo, ser cristianos con la vida, con nuestro testimonio.

¿Cómo conseguimos esta fuerza? La tomamos de Dios en la oración. La oración es el respiro de la fe: en una relación de confianza, en una relación de amor, no puede faltar el diálogo, y la oración es el diálogo del alma con Dios. Octubre es también el mes del Rosario, y en este primer domingo es tradición recitar la Súplica a la Virgen de Pompeya, la Bienaventurada Virgen María del Santo Rosario. Nos unimos espiritualmente a este acto de confianza en nuestra Madre, y recibamos de sus manos el Rosario: el Rosario es una escuela de oración, el Rosario es una escuela de fe».

Papa Francisco. Ángelus, 6 de octubre de 2013

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Necesitamos tener una fe viva y operante. San Pablo nos recuerda en su segunda carta a Timoteo: «Aviva el fuego de la gracia de Dios que recibiste…porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No tengas miedo de dar la cara por Nuestro Señor». ¿Cómo vivo mi fe? ¿Es viva…?

2. «¡Creo Señor…pero aumenta mi fe!» Pidamos, con humildad, al Señor de la Vida que aumente nuestra fe y pongamos los medios concretos para vivirla a lo largo de nuestra vida cotidiana.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 153 – 166.

 

Written by Rafael De la Piedra