LOGO

¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
¿Dónde encontrar las respuestas a nuestras inquietudes más profundas?
¿Cuáles son las razones para creer?

«Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno» maxresdefault Full view

«Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno»

Domingo de la Semana 4ª del Tiempo de Adviento. Ciclo C

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 1,39-45

Cristo es el centro de toda la liturgia eclesial ya que celebramos su Misterio a lo largo de todo el año. Esta centralidad va adquiriendo acentos y matices según los tiempos y los momentos litúrgicos. Ya cercanos al nacimiento de Jesús, la figura de la Virgen María va adquiriendo un acento relevante en este Domingo. Ella es reconocida por su prima Isabel como la Madre del Señor (San Lucas 1,39-45). La cuarta semana de Adviento nos recuerda la profecía de Miqueas (Miqueas 5,1- 4a) así como la disposición fundamental con la que el Verbo Divino entra al mundo: «he aquí que vengo para hacer tu voluntad» (Hebreos 10,5-10).

La pequeña Belén

El profeta Miqueas, uno de los llamados profetas menores, fue contemporáneo de Isaías, Amós y Oseas (s. VII A.C.). Anunció sus mensajes tanto para Israel (Norte) como para Judá (Sur). Lo mismo que Amós; él acuso a los dirigentes, a los sacerdotes y a los profetas. Los recriminó por ser hipócritas y explotadores de sus hermanos; anunciando un eminente juicio de Dios. Sin embargo también anunció un mensaje de esperanza y reconciliación. Prometió que Dios daría la paz deseada y que haría surgir, de la familia de David, un gran rey (5,3). Este nacería en la misma pequeña ciudad donde Samuel eligió a David para que sea el rey sucesor de Saúl: Belén de Efratá. En un solo versículo, Miqueas resume el mensaje fundamental del discurso profético: «Lo que Dios nos pide es que hagamos lo que es justo; que mostremos amor constantemente y que vivamos en humilde comunión con Dios» (6,8).

«He aquí que vengo hacer tu voluntad»

Jesús es el sumo sacerdote, perfecto y eterno según el orden de Melquisedec: santo sin pecado, garantiza el nuevo orden de Dios y nos trae la reconciliación definitiva. Él es constituido sumo sacerdote por su sacrificio irrepetible, de una vez para siempre. Como tal se sella la nueva y definitiva Alianza entre Dios y los hombres. Su sacrificio reemplaza los sacrificios en el templo terrenal, porque su sangre realiza una salvación eternamente válida. Su sacrifico irrepetible era necesario ya que quitará los pecados que el culto imperfecto -de la antigua alianza- no podía quitar. Realizado año tras año el sacrificio veterotestamentario era un recuerdo constante de que el pecado está siempre ahí, impidiendo el acceso a Dios.

En cambio, Jesucristo sabe que lo que agrada a Dios, el único homenaje que Él acepta es la obediencia plena a su Plan Amoroso (Hb 10,5). Por eso, al entrar en el mundo por la Encarnación y por su Muerte-Resurrección (Hb 1,6); hace ofrenda de su propio cuerpo y de su existencia mortal al Padre en el Espíritu Santo. Esta ofrenda sí es agradable a Dios, porque es el homenaje de la obediencia plena. Su eficacia redentora se manifiesta en que ha logrado el acceso a Dios como lo muestra el hecho de estar sentado a su derecha (Hb 10,12) legándonos así el don de la reconciliación. Por tanto, es necesario asirse de este Sumo Sacerdote, garantía de la esperanza cristiana.

El encuentro de dos mujeres

El Evangelio de hoy comienza con esta frase: «En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá». Este comienzo necesita una explicación. Nadie se levanta y se dirige con prontitud a alguna parte a menos que haya un motivo que determine esa acción. En este caso, la actitud de María es la continuación natural y espontánea de algo que le dijo el ángel Gabriel cuando le anunció el nacimiento de Jesús acerca de su prima Isabel (ver Lc 1,36-37). María va porque siente la necesidad de congratularse con su pariente por tan feliz noticia. La mujer joven y llena de vida se alegra con la anciana porque también ésta ha sido hecha fecunda. El encuentro de María con Isabel tiene algo de singular. Las dos mujeres se encuentran por razón de los respectivos hijos que cada una lleva en su seno: Jesús recién concebido en el seno de María y Juan el Bautista ya de seis meses en el seno de Isabel.

Lo extraordinario es que uno es hijo de una joven «virgen» y el otro es hijo de una anciana «estéril». Como había dicho el ángel, «ninguna cosa es imposible para Dios». Se puede hablar de un auténtico encuentro de los dos niños aún no nacidos. De ambos celebrará la Iglesia el nacimiento . En Israel las personas mayores debían ser honradas por los jóvenes, según esta ley: «Ponte en pie ante las canas y honra el rostro del anciano» (Lev 19,32). En la visitación, en cambio, la mujer anciana y venerable no se siente digna ni siquiera de ser visitada por la joven: porque ¡esta joven es la «Madre de Dios»!

No conocemos el contenido del misterioso saludo de María, pero sí conocemos la respuesta de Isabel: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mí?». Ya entonces María es llamada Madre. Quiere decir que ya lleva en su seno a su hijo Jesús, el que había sido anun-ciado por el ángel. Podemos preguntarnos: ¿Cómo lo sabe Isabel? Y sobre todo, ¿cómo sabe Isabel la identidad del Niño concebido en María? Ella misma responde: «Porque apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno». ¿Y esto le bastó para saber que María es la Madre del Señor? Y más aún, Isabel formula esta bienaventuranza: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!». ¿De manera que sabe también las cosas que le fueron anunciadas a María?

Para responder a estas preguntas tenemos que fijarnos en la identidad de su propio hijo, de Juan. Cuando el ángel anunció a Zacarías el nacimiento de su hijo Juan, le dijo: «Será grande ante el Señor…; estará lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre, y a muchos de los hijos de Israel, los convertirá al Señor su Dios, e irá delante de él» (Lc 1,13-18). Todo esto lo sabía muy bien Isabel. También sabía que Dios había prometido a su pueblo un salvador y que un mensajero iba a preparar el camino (ver Mal 3,1).

Isabel comprendía que su hijo era ese mensajero enviado a preparar el camino del Señor. Por eso cuando siente que el niño salta de gozo en su vientre concluye: «Aquí está presente el Señor; viene en el seno de su Madre» y, movida por el Espíritu Santo, alaba a María llamándola «la Madre de mi Señor». Sabemos que tanto Zacarías como Isabel eran profundos conocedores de la Palabra de Dios. Ese conocimiento, fecundado por la acción del Espíritu Santo, es el que permite a Isabel percibir la acción de Dios y conocer la identidad de María y de su Hijo.

Llena del Espíritu Santo…

«Isabel quedó llena de Espíritu Santo y exclamando con gran voz dijo…». Esta introducción a las palabras de Isabel nos invita a estar extraordinariamente atentos a lo que diga y a concederle todo su peso. En efecto, ella habla «llena de Espíritu Santo» y «a gran voz». Esto quiere decir que pronunciará palabras inspiradas. Deberemos analizarlas con mucha atención. «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre». Esta es la alabanza que los católicos repeti¬mos innumerables veces al día cada vez que recitamos el Ave María. ¿Cómo es posible que Isabel bendiga primero a María y después a Jesús, el fruto de su vientre? Es que esta alabanza quiere evocar la que dirigió el sacerdote Ozías a Judit, des¬pués que ella le cortó la cabeza a Holofernes, el jefe de las tropas enemigas, y así salvó a Israel. Ozías dice a Judit: «¡Bendita seas, hija del Dios Altísimo más que todas las mujeres de la tierra y bendito sea Dios, el Señor, Creador del cielo y la tierra!» (Jud 13,18). El paralelismo es perfecto: María está en el lugar de Judit y el fruto de su vientre, en el de Dios, el Señor, Creador del cielo y la tierra.

Madre de Dios

Isabel agrega: «¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?» Isabel no se considera digna de esta visita, precisamente porque la que viene es «la madre de mi Señor». Este es el título que Isabel, llena del Espíritu Santo, da a María. Esta expresión, ubicada en su contexto y traducida según su sentido, significa: «la Madre de Dios». El nombre de Dios, «Yahweh», con el cual Dios se reveló a Moisés, era inefable para un judío, es decir, por respeto, no se pronunciaba nunca. Cuando un escriba copiaba el texto bíblico y llegaba al nombre de Dios, que sin las vocales consta de cuatro letras, YHWH, debía dejar la pluma y lavarse las manos, en seguida escribir el tetragrama sagrado, y luego lavarse las manos de nuevo. Todo esto por respeto al nombre divino. Pero, al mismo tiempo, escribía un pequeño círculo sobre el tetragrama, que quiere decir: en la lectura sustituya esta palabra por la que se encuentra al margen. Y al margen escribía la palabra: «Adonai», que se traduce al griego «Kyrios» y al castellano «Señor».

Es más, Adonai tiene la terminación del posesivo: «Mi Señor». Este es el modo como se hablaba de Dios. Por eso en el Nuevo Testamento no aparece nunca el nombre divino Yahweh. Aparece siempre Kyrios, Señor. «La Madre de mi Señor» en boca de Isabel quiere decir, por tanto, la Madre de Dios. Una confirmación de esto se encuentra en la continuación de lo dicho por Isabel: «Bienaventurada tú que has creído que se cumplirían las cosas que te fueron dichas de parte del Señor».

El dogma de la maternidad divina de María fue definido en el Concilio Ecuménico de Éfeso (año 431). Allí se declaró que en Cristo, nuestro Señor, la naturaleza divina y la naturaleza humana concurrían sin confusión ni separación en la unidad de la Persona divina del Verbo, que es la segunda Persona de la Trinidad. Siendo María la madre de la Persona es y debe ser llamada «Madre de Dios». El Concilio continúa: «No es que primero haya nacido de la santa Virgen un hombre corriente sobre el cual después haya descendido el Verbo, sino que unido a la carne desde el mismo vientre, se sometió al nacimiento carnal, siendo el sujeto del nacimiento de su propia carne».

Una palabra del Santo Padre:

«¡Bienaventurada tú, que has creído!» (Lc 1, 45). La primera bienaventuranza que se menciona en los evangelios está reservada a la Virgen María. Es proclamada bienaventurada por su actitud de total entrega a Dios y de plena adhesión a su voluntad, que se manifiesta con el «sí» pronunciado en el momento de la Anunciación. Al proclamarse «la esclava del Señor» (Aleluya; cf. Lc 1, 38), María expresa la fe de Israel. En ella termina el largo camino de la espera de la salvación que, partiendo del jardín del Edén, pasa a través de los patriarcas y la historia de Israel, para llegar a la «ciudad de Galilea, llamada Nazaret» (Lc 1, 26). Gracias a la fe de Abraham, comienza a manifestarse la gran obra de la salvación; gracias a la fe de María, se inauguran los tiempos nuevos de la Redención.

En la Visitación de María encontramos reflejadas las esperanzas y las expectativas de la gente humilde y temerosa de Dios, que esperaba la realización de las promesas proféticas. La primera lectura, tomada del libro del profeta Miqueas anuncia la venida de un nuevo rey según el corazón de Dios. Se trata de un rey que no buscará manifestaciones de grandeza y de poder, sino que surgirá de orígenes humildes, como David, y, como él, será sabio y fiel al Señor. «Y tú, Belén, (…) pequeña, (…) de ti saldrá el jefe» (Mi 5, 1). Este rey prometido protegerá a su pueblo con la fuerza misma de Dios y llevará paz y seguridad hasta los confines de la tierra (cf. Mi 5, 3). En el Niño de Belén se cumplirán todas estas promesas antiguas.
(…) Como acabo de recordar, el Evangelio de hoy nos presenta el episodio «misionero» de la visita de María a Isabel. Acogiendo la voluntad divina, María ofreció su colaboración activa para que Dios pudiera hacerse hombre en su seno materno. Llevó en su interior al Verbo divino, yendo a casa de su anciana prima que, a su vez, esperaba el nacimiento del Bautista. En este gesto de solidaridad humana, María testimonió la auténtica caridad que crece en nosotros cuando Cristo está presente».

Juan Pablo II. Homilía del Domingo 21 de diciembre de 1997

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. Nos dice Orígenes: «»Bendita tú entre las mujeres». Ninguna fue jamás tan colmada de gracia, ni podía serlo, porque sólo ella es Madre de un fruto divino». ¿Qué voy a hacer para vivir estos días más cerca de María? Una forma podría ser leer y rezar los pasajes referidos a la Anunciación-Encarnación.

2. Recemos en familia el rosario en estos últimos días de nuestro Adviento.

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 148-149. 2676-2679.

Written by Rafael De la Piedra