«¿Cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano?»
Domingo de la Semana 24 del Tiempo Ordinario. Ciclo A – 13 de septiembre 2020
Lectura del santo Evangelio según San Mateo 18, 21-35
La pregunta que le hace Pedro a Jesús, es algo que directamente nos afecta: ¿cuántas veces debo perdonar a aquella persona que me ha hecho daño? Jesús ilustra, mediante una parábola, la enseñanza sobre el perdón. Un discípulo de Cristo que ha experimentado la misericordia de Dios en su propia vida está invitado para amar y perdonar al prójimo con el mismo amor y perdón con el que él ha sido perdonado (San Mateo 18, 21-35).
La Primera Lectura del libro del Eclesiástico (Eclesiástico 27, 33-28,9) nos habla de la actitud que el israelita debía tener hacia un ofensor anticipándose, de algún modo, a la petición del Padre Nuestro acerca del perdón: «perdona a tu prójimo el agravio, y…te serán perdonados tus pecados» (Eclo 28,2). La Carta a los Romanos (Romanos 14, 7-9), por su parte, nos presenta la soberanía de Cristo, «Señor de vivos y muertos. Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos para el Señor morimos». Nosotros no podemos constituirnos en dueños de la vida y de la muerte, ni tampoco, por lo tanto, en jueces de nuestros hermanos.
¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano?
En el contexto del capítulo 18 del Evangelio de San Mateo, la pregunta que Pedro, a quien Jesús ha declarado primado de su Iglesia, tiene lógica. Pedro es quien suscita el tema del perdón mediante una pregunta en la línea de la casuística judía: «¿Si mi hermano me ofende, cuántas veces lo tengo que perdonar?». Tanto en la pregunta, como en la respuesta de Jesús subyace una referencia implícita al patrón clásico de la venganza, ley sagrada en todo el Oriente. Su expresión más dura fue la del feroz Lamek: «Si Caín fue vengado siete veces, Lamek lo será setenta y siete veces» (Gn 4,24); o bien su límite “legal” que establecía la ley del talión: «Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente» (Ex 21,24), que Jesús declaró obsoleta en su discurso de las Bienaventuranzas mediante el perdón a las ofensas y el amor a los enemigos (ver Mt 5, 38-48).
Ahora, no es que el Antiguo Testamento desconociera el perdón fraterno, pues en Levítico 19, 17-18 leemos: «No odiarás de corazón a tu hermano. Corregirás a tu pariente para que no cargues con su pecado. No te vengarás ni guardarás rencor a tu pariente, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo». Y todavía es más evidente el avance de la revelación en la Primera Lectura del libro del Eclesiástico[1]. Su autor Jesús Ben Sirá o Sirácida aporta cuatro razones para el perdón de las ofensas: Dios no acepta al rencoroso y al vengador; nuestra propia limitación debe hacernos comprensivos ante la debilidad humana; ¿cómo pedir perdón al Señor, un perdón que nosotros negamos a los demás?; y el recuerdo de nuestro propio fin relativiza el enojo e invita a guardar los mandamientos de la Alianza.
En la Carta a los Romanos, San Pablo nos invita a la unión y a la armonía justamente de Aquel en el cual se sustenta todo y para quien todo existe, ya que «Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor». Ante la tentación de mutua intolerancia e incomprensión que había en la comunidad de Roma entre sus miembros, provenientes del paganismo unos y del judaísmo otros, sobre la licitud o ilicitud de alimentos y otras prácticas, secundarias para los primeros e importantes para los segundos, el Apóstol propone el mutuo respeto y la reconciliación: «Pero tú ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú ¿por qué lo desprecias? En efecto, todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios» (Rm 14,10).
El don del perdón
El perdón de las ofensas es un punto esencial del cristianismo. Y la razón es siempre la misma: «El Señor os ha perdonado; perdonaos también unos a otros» (Col 3,13; Ef 4,32). Para comprender el Evangelio de este Domingo es necesario comprender de qué nos ha perdonado Dios, es decir, es necesario comprender el peso de nuestro pecado. ¿Qué es el pecado? El pecado es esa fuerza destructiva que busca alejarnos del plan de felicidad que Dios había dispuesto para nosotros. No se puede pecar «alegremente»; se peca siempre «lamentablemente», pues todo pecado, aún el más oculto, incrementa en el mundo las fuerzas de muerte y destrucción. No en vano Thomas Merton decía que el efecto de cada pecado es comparable al efecto de una bomba atómica. Podemos captar el enorme peso del pecado observando la grandeza del remedio. Ningún esfuerzo humano, por heroico que fuera, ni nada de esta tierra habría sido suficiente para obtenernos el perdón. Fue necesaria la muerte del Hijo de Dios en la cruz. El perdón con Dios nos fue dado como un don gratuito de valor inalcanzable para el hombre. El que ha comprendido la inmensidad del perdón de Dios, puede comprender lo absurdo que resulta que guardemos rencor por las ofensas de nuestros hermanos.
«¿Hasta siete veces?»
Seguramente Pedro conocía la norma acerca del perdón de los pecados que hemos visto en el libro del Levítico 19,17-18; sin embargo, él quiere saber cuál debía de ser el limite ante las ofensas recibidas por el hermano, por la persona cercana. Al formular la pregunta poniendo como límite «siete veces», Pedro estaba seguro de estar poniendo un límite ya bastante alto ya que, hasta los rabinos, según el Talmud, enseñaban que se debía perdonar las ofensas hasta «tres veces». Pero la respuesta de Jesús va más allá de lo que creía ya extremo: no sólo siete (que ya de por sí significa sin límite, totalidad querida y ordenada por Dios), «sino setenta veces siete». Con esta hipérbole, propia de la mentalidad oriental, el Señor subraya que el perdón no sólo debe ser sin límites, sino también perfecto, total; tanto que ni siquiera lleva cuentas de las veces en que ya ha perdonado anteriormente (nadie cuenta si no hay límite): tan perfecto como el perdón de Dios para con el hombre. La parábola que sigue graficará esto.
La parábola del siervo mezquino y el señor misericordioso
La parábola que Jesús agrega es impresionante, como todas las del Evangelio. Cada uno de nosotros está en el lugar de ese siervo que debía a su Señor diez mil talentos. Para los oyentes, que manejaban esa moneda, ésta es una cantidad exorbitante (igual a cien millones de denarios). Por tanto, cuando el siervo ruega al señor, todos saben que esas son buenas palabras y que es imposible que pueda pagar. «El señor movido a compasión lo dejó en libertad y le perdonó la deuda». Pero aquí empieza el segundo acto de la parábola. Saliendo de la presencia de su Señor, recién perdonado de esa inmensa deuda, este hombre encuentra un compañero que le debía tan sólo cien denarios, lo agarra por el cuello y le exige: «Paga lo que debes». En este caso, cuando el compañero le ruega con esas mismas palabras: «Ten paciencia conmigo que ya te pagaré», los oyentes saben que sí era posible saldar esa pequeña deuda, tal vez esperando hasta fin de mes, en el momento del pago. Era cosa de tener un poco de paciencia. Pero el hombre fue implacable y aplicó contra el compañero todo el rigor.
En este punto de la parábola los oyentes han tomado partido contra este hombre tan mal agradecido y despiadado y todos están deseando que el señor intervenga. Y, en efecto, informado el señor manda llamar al siervo y le dice: «Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías compadecerte tú también de tu compañero como me compadecí yo de ti?» Y fue entregado a los verdugos hasta que pagara todo. Aquí todos encontramos que está bien el castigo de ese hombre tan mezquino. Pero al expresar nuestra satisfacción por esta conclusión de la parábola estamos emitiendo un juicio contra nosotros mismos. Como decíamos, cada uno de nosotros estamos en el caso de ese hombre. A cada uno de nosotros Dios nos ha perdonado nuestros pecados, una deuda cuyo monto es la «sangre preciosa de su Hijo único hecho hombre», una deuda que nos hacía reos de la muerte eterna. Esto es lo que Dios nos perdonó a nosotros. Perdonar a nuestros hermanos las ofensas que hacen contra nosotros no es más que actuar en consecuencia. ¡Esas ofensas son como los «cien denarios» de la parábola! Así como estábamos de acuerdo en que el Señor castigará al siervo despiadado de la parábola, así estamos de acuerdo con la conclusión de Jesús: «Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano». De esta manera la enseñanza queda clara para todos nosotros…
Una palabra del Santo Padre:
«El pasaje del Evangelio de este domingo (cf Mateo 18, 21-35) nos ofrece una enseñanza sobre el perdón, que no niega el mal sufrido, sino que reconoce que el ser humano, creado a imagen de Dios, siempre es más grande que el mal que comete. San Pedro pregunta a Jesús «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?, ¿Hasta siete veces?» (v. 21). A Pedro le parece ya el máximo perdonar siete veces a una misma persona; y tal vez a nosotros nos parece ya mucho hacerlo dos veces. Pero Jesús responde: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (v. 22), es decir, siempre: tú debes perdonar siempre. Y lo confirma contando la parábola del rey misericordioso y del siervo despiadado, en la que muestra la incoherencia de aquel que primero ha sido perdonado y después se niega a perdonar.
El rey de la parábola es un hombre generoso que, preso de la compasión, perdona una deuda enorme —«diez mil talentos»: enorme— a un siervo que lo suplica. Pero aquel mismo siervo, en cuanto encuentra a otro siervo como él que le debe cien dinares —es decir, mucho menos—, se comporta de un modo despiadado, mandándolo a la cárcel. El comportamiento incoherente de este siervo es también el nuestro cuando negamos el perdón a nuestros hermanos. Mientras el rey de la parábola es la imagen de Dios que nos ama de un amor tan lleno de misericordia para acogernos y amarnos y perdonarnos continuamente.
Desde nuestro bautismo Dios nos ha perdonado, perdonándonos una deuda insoluta: el pecado original. Pero, aquella es la primera vez. Después, con una misericordia sin límites, Él nos perdona todos los pecados en cuanto mostramos incluso solo una pequeña señal de arrepentimiento. Dios es así: misericordioso. Cuando estamos tentados de cerrar nuestro corazón a quien nos ha ofendido y nos pide perdón, recordemos las palabras del Padre celestial al siervo despiadado: «siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No deberías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?» (vv. 32-33). Cualquiera que haya experimentado la alegría, la paz y la libertad interior que viene al ser perdonado puede abrirse a la posibilidad de perdonar a su vez.
En la oración del Padre Nuestro Jesús ha querido alojar la misma enseñanza de esta parábola. Ha puesto en relación directa el perdón que pedimos a Dios con el perdón que debemos conceder a nuestros hermanos: «y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores» (Mateo 6, 12). El perdón de Dios es la seña de su desbordante amor por cada uno de nosotros; es el amor que nos deja libres de alejarnos, como el hijo pródigo, pero que espera cada día nuestro retorno; es el amor audaz del pastor por la oveja perdida; es la ternura que acoge a cada pecador que llama a su puerta. El Padre celestial —nuestro Padre— está lleno, está lleno de amor que quiere ofrecernos, pero no puede hacerlo si cerramos nuestro corazón al amor por los otros.
La Virgen María nos ayuda a ser cada vez más conscientes de la gratuidad y de la grandeza del perdón recibido de Dios, para convertirnos en misericordiosos como Él, Padre bueno, pausado en la ira y grande en el amor».
Papa Francisco. Ángelus 17 de septiembre de 2017.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1. Medita las palabras del escritor C. S. Lewis acerca del perdón: «Para ser cristianos debemos perdonar lo inexcusable, porque así procede Dios con nosotros…Sólo en estas condiciones podemos ser perdonados. Si no las aceptamos, estamos rechazando la misericordia divina. La regla no tiene excepciones y en las palabras de Dios no existe ambigüedad».
2. ¿Te cuesta perdonar? ¿A quiénes debes perdonar alguna ofensa que te hayan hecho? Haz una lista y eleva una oración al Señor para que puedas, de corazón, perdonar a tus hermanos.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2838- 2845.
[1] El libro del Eclesiástico pertenece a los libros llamados «sapienciales» y no figura en el canon judío a pesar de haber sido escrito en hebreo. Debió de haber sido escrito en el año 190 a.C. Su denominación de Eclesiástico proviene del mucho uso que de él hizo la Iglesia. La lectura que estamos meditando hace parte de una colección de proverbios.