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«Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré» Christ driving the Traders from the Temple - Full title: Christ driving the Traders from the Temple Artist: El Greco Date made: about 1600 Source: http://www.nationalgalleryimages.co.uk/ Contact: picture.library@nationalgallery.co.uk Copyright © The National Gallery, London Full view

«Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré»

Domingo de la Semana 3ª de Cuaresma. Ciclo B – 7 de marzo de 2021.

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 2,13 – 25 

«Nosotros predicamos a un Cristo crucificado…fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Corintios 1, 22- 25). En esta frase encontramos una excelente síntesis de las lecturas en este tercer Domingo de Cuaresma. La fuerza y la sabiduría que Dios revela a través del Verbo Encarnado perfeccionan y dan plenitud a los Diez Mandamientos (Éxodo 20, 1-17). Por otro lado, se instaura un nuevo templo y un culto nuevo; situado ya no en un lugar físico (el Templo de Jerusalén) sino en una persona: Jesucristo (Juan 2,13 – 25).  Cuando resucita Jesús entonces entienden los Apóstoles de qué estaba hablando al referirse sobre la destrucción del Templo; inaugurando así un nuevo culto (la economía sacramental) y un nuevo templo (la Iglesia que es su Cuerpo Místico).

Las diez palabras de Dios

Como era usanza entre los reyes al hacer un pacto; vemos en este pasaje el «código» que se establece entre Dios y las personas que pertenecen a un pueblo: Israel. Como el compromiso con Dios se realiza en el seno del grupo, todas las obligaciones pasan por Él: no hay pecados contra Dios y pecados contra el prójimo; todos son contra aquel que ha establecido el «pacto», es decir Dios mismo. La absoluta gratuidad de Dios al elegir a Israel es la razón de este comportamiento; por eso si se separa la ley de la alianza, ésta se vacía y pierde su sentido.

La palabra «Decálogo» significa literalmente «diez palabras» (Ex 34, 28; Dt 4, 13; 10, 4). Estas «diez palabras» Dios las reveló a su pueblo en la montaña santa y las escribe «con su Dedo» (Ex 31, 18; Dt 5, 22), a diferencia de los otros preceptos escritos por Moisés. Constituyen palabras de Dios en un sentido eminente y nos enseñan al mismo tiempo las verdades fundamentales sobre el hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto, indirectamente, los derechos inherentes a la naturaleza de la persona humana. El Decálogo contiene una expresión privilegiada de la «ley natural» ya que a pesar de ser accesible (en su gran mayoría) por la sola razón ha tenido que ser explícitamente revelado por el Creador a causa de la ruptura en la que se encontraba toda la humanidad.

El Decálogo es una llamada al pueblo para que sea reflejo de la actividad del Señor, de su gloria y santidad, que se manifiestan en su bondad, misericordia y compromiso activo. El preámbulo o introducción (Éx 20,1-2) imita la forma en que se auto-presentaban los reyes; el Señor lo hace con su nombre inefable de «Yahvé», protagonista real de una historia verificable y no de una ficción producida por la imaginación humana. La salvación constituye el don radical y lleva implícita una invitación a reconocerlo. Los preceptos que siguen se convierten en actos de gratitud al Señor que concedió a los israelitas cuanto son y tienen.

«Escándalo para los judíos y necedad para los gentiles»

Corinto era una grande y cosmopolita ciudad griega del mundo antiguo. Situada en el estrecho istmo que une la parte principal de Grecia con la península meridional era un lugar muy favorable para el comercio. La ciudad atraía gentes de muchas nacionalidades. Se hallaba dominada por «Acrocorinto»: la roca escarpada en que se alzaba la acrópolis y un templo dedicado a Afrodita (diosa del amor). Las prácticas libertinas del templo y una numerosa población «flotante» contribuían a la pésima fama de Corinto, harto conocida por sus excesos e inmoralidades, así como por sus numerosas religiones. Pablo permanece en Corinto unos 18 meses y funda una comunidad durante su segundo viaje misionero. Luego de recibir malas noticias sobre la comunidad en Corinto, así como consejos sobre diversos asuntos; decide escribir esta importante carta y se ocupa en responder a los principales problemas: la división, los problemas morales y familiares, las dudas acerca de las prácticas heredadas del judaísmo, etc.

En el texto de este Domingo, San Pablo ve en Jesús crucificado la manifestación, humanamente desconcertante pero definitiva, de la fuerza salvadora de Dios y afirma que es desde esa luz que debemos leer toda la realidad histórica del hombre. Como consecuencia, en la aceptación o no aceptación de la predicación evangélica sobre la fuerza salvadora de la cruz de Cristo se hace ya presente el juicio de Dios (positivo o negativo) sobre los hombres. Por lo que se refiere al contenido del pasaje ya los profetas de Israel habían puesto en evidencia que la sabiduría simplemente humana es por sí misma incapaz de salvar a nadie (Is 5,21; 29,14; Jr 8,9). Sólo la Palabra de Dios es fuente de sabiduría, que equivale a decir de salvación. Pablo se sitúa en la misma línea y rechaza de plano la eterna tentación del hombre que ya desde los orígenes (Gn 3,1-6) pretende bastarse a sí mismo y prescindir de Dios que es la única y verdadera fuente de salvación. En la «locura de la cruz» se hace presente toda la profundidad y la angustia a la que ha llegado el amor de Dios por nosotros. Los caminos de Dios, por incomprensibles que parezcan, son siempre más «sabios», y por tanto son los únicos y verdaderos caminos por el cual el hombre debe de caminar…

«Se acercaba la Pascua de los judíos…» 

 El Evangelio de hoy comienza indicando la si­guiente circunstancia temporal: «Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén». ¿Por qué intro­duce San Juan la precisión «Pascua de los judíos»? ¿Es que hay otra Pascua? Sí, hay otra Pascua, una Pascua verdadera, la Pascua cuya celebra­ción anhelamos porque nos da nueva vida y nos concede el ser con plenitud hijos de Dios. A esta Pascua verdadera es a la que se refiere San Pablo cuando escribe a los corin­tios y les dice: «Cristo, nues­tra Pascua, ha sido inmola­do» (1Cor 5,7). Sin duda hay una clara inten­ción de distinguir una «Pascua de los ju­díos» y una «Pas­cua nuestra». La primera es sólo una figura destinada a pasar; esta última se identifica con Cristo inmolado, y es eterna. El culto antiguo y el Templo en que se realizaba la Pascua habían sido ordenados por Dios en el Anti­guo Testamento para ser anuncio y figura del culto y del Templo definitivo[1].

Aunque, una vez llegada la realidad, estaban destinados a pasar, eran sin embargo, el modo que había dispuesto Dios para hacer­se pre­sente a su pueblo. El Templo poseía, por tanto, su grandeza y merecía el respeto debido a Dios. Esto explica la actitud de Jesús al entrar en el templo y encontrar allí a los vendedores de bueyes, ovejas y palo­mas y a los cambistas en sus puestos: «Hacien­do un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del templo». Es la única vez en el Evangelio que vemos a Jesús en esta actitud: agarrando a los vendedores literalmente a latigazos. Tiene que haber algo que la justifique y tiene que haber algo que garantice su efecti­vidad.

¿Qué puede justificar esta actitud de fuerza de Jesús? ¡Los mismos apóstoles están perplejos! Pero encuen­tran una explicación en la Palabra de Dios: «Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: “El celo por tu Casa me devorará”» (ver Salmo 69, 8 -10). La actitud de Jesús nos enseña a ser intransigentes cuando se destruye y se profanan las cosas de Dios ya que estos cambistas profanaban la santidad del Templo trocando en el atrio de los gentiles, que era la parte más externa del Templo pero igualmente sagrada, las monedas griegas o romanas que eran consideradas impuras porque llevaban la imagen del César, por la moneda sagrada de los judíos. Pero, ¿cómo es posible que un solo hombre, aunque usara un látigo, haya logrado este resultado contra una multitud? No se entiende sino postulando que Jesús manifestó su propia identidad de Hijo de Dios: «No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado». Lo que los vendedores experimentaron fue el temor que se experimenta ante la divinidad, ante la Persona divina del Hijo.

Por esto mismo las autoridades judías no reaccionan sino mesuradamente: «Los judíos le replicaron diciéndole: ‘¿Qué señal nos muestras para obrar así?’». Es de notar que la palabra «señal» se usa en el Evangelio de Juan para designar los milagros de Jesús. Piden un milagro que acredite a Jesús. Y Él responde: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré». Es una respuesta enigmática. Los judíos entendieron que se refería al templo material y lo ridiculizan: «Cuarenta y seis años se ha tardado en cons­truir este templo ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». Pero el evangelista nos explica el sentido de esa «señal»: «El hablaba del templo de su cuerpo. Cuando resu­citó de entre los muertos, se acordaron sus discípulos que había dicho eso y creyeron». La señal verdadera de Cristo es su Muerte y Resurrección. Esta es nuestra Pascua.

Una palabra del Santo Padre:

«El Evangelio de hoy presenta, en la versión de Juan, el episodio en el que Jesús expulsa a los vendedores del templo de Jerusalén (cf. Juan 2, 13-25). Él hizo este gesto ayudándose con un látigo, volcó las mesas y dijo: «No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado» (v. 16). Esta acción decidida, realizada en proximidad de la Pascua, suscitó gran impresión en la multitud y la hostilidad de las autoridades religiosas y de los que se sintieron amenazados en sus intereses económicos. Pero, ¿cómo debemos interpretarla? Ciertamente no era una acción violenta, tanto es verdad que no provocó la intervención de los tutores del orden público: de la policía. ¡No! Sino que fue entendida como una acción típica de los profetas, los cuales a menudo denunciaban, en nombre de Dios, abusos y excesos. La cuestión que se planteaba era la de la autoridad. De hecho, los judíos preguntaron a Jesús: «¿Qué señal nos muestras para obrar así?» (v. 18), es decir ¿qué autoridad tienes para hacer estas cosas? Como pidiendo la demostración de que Él actuaba en nombre de Dios. Para interpretar el gesto de Jesús de purificar la casa de Dios, sus discípulos usaron un texto bíblico tomado del salmo 69: «El celo por tu casa me devorará» (v. 17); así dice el salmo: «pues me devora el celo de tu casa». Este salmo es una invocación de ayuda en una situación de extremo peligro a causa del odio de los enemigos: la situación que Jesús vivirá en su pasión. El celo por el Padre y por su casa lo llevará hasta la cruz: su celo es el del amor que lleva al sacrificio de sí, no el falso que presume de servir a Dios mediante la violencia. De hecho, el «signo» que Jesús dará como prueba de su autoridad será precisamente su muerte y resurrección: «Destruid este santuario —dice— y en tres días lo levantaré» (v. 19). Y el evangelista anota: «Él hablaba del Santuario de su cuerpo» (v. 21). Con la Pascua de Jesús inicia el nuevo culto en el nuevo templo, el culto del amor, y el nuevo templo es Él mismo.

 La actitud de Jesús contada en la actual página evangélica, nos exhorta a vivir nuestra vida no en la búsqueda de nuestras ventajas e intereses, sino por la gloria de Dios que es el amor. Somos llamados a tener siempre presentes esas palabras fuertes de Jesús: «No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado» (v. 16). Es muy feo cuando la Iglesia se desliza hacia esta actitud de hacer de la casa de Dios un mercado. Estas palabras nos ayudan a rechazar el peligro de hacer también de nuestra alma, que es la casa de Dios, un lugar de mercado que viva en la continua búsqueda de nuestro interés en vez de en el amor generoso y solidario. Esta enseñanza de Jesús es siempre actual, no solamente para las comunidades eclesiales, sino también para los individuos, para las comunidades civiles y para toda la sociedad. Es común, de hecho, la tentación de aprovechar las buenas actividades, a veces necesarias, para cultivar intereses privados, o incluso ilícitos. Es un peligro grave, especialmente cuando instrumentaliza a Dios mismo y el culto que se le debe a Él, o el servicio al hombre, su imagen. Por eso Jesús esa vez usó «las maneras fuertes», para sacudirnos de este peligro mortal. Que la Virgen María nos sostenga en el compromiso de hacer de la Cuaresma una buena ocasión para reconocer a Dios como único Señor de nuestra vida, quitando de nuestro corazón y de nuestras obras todo tipo de idolatría».

 Papa Francisco. Ángelus, Domingo 4 de marzo de 2018.   

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 

1. A la luz de la Primera Lectura, hagamos un verdadero y sincero examen de conciencia a partir y busquemos acercarnos a Dios.

 2. Muchas veces prefiero creer en la «necedad del mundo» que en «la sabiduría de Dios». ¿Cuáles son los criterios que debo ir cambiando por los criterios de Jesucristo?

 3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2052 – 2074.

[1] Vemos a lo largo de la lectura que el Templo definitivo es el mismo Jesucristo Resucitado.

Written by Rafael De la Piedra