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«El celo por tu Casa me devorará» basilica Full view

«El celo por tu Casa me devorará»

Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 2, 13- 22

El 9 de noviembre se celebra en la Iglesia universal la fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán de Roma. Cuando coincide con el Domingo, como ocurre hoy, se conserva la celebración de esta fiesta. ¿Por qué es tan importante la Basílica de San Juan de Letrán, que la fiesta de su dedicación se celebra en el mundo entero e, incluso, prevalece sobre el Domingo? La dedicación de una Iglesia es una de las celebraciones más solemnes que conoce la liturgia católica. Se trata de destinar a Dios y al uso sagrado un espacio y significar así que, en realidad, todo el espacio y toda la creación pertenecen a Dios.

Por eso todas las lecturas hacen referencia a «la Casa de Dios». Ezequiel (Ezequiel 47, 1-2.8-9. 12) nos describirá el nuevo Templo y de las abundantes bendiciones que saldrán de él como «torrentes de agua». La fuerte escena de la expulsión de los vendedores en el Templo de Jerusalén que leemos en San Juan, será paradigmática para hablar del respeto profundo que hay que tener por la Casa de Dios y no hacerla una «cueva de bandidos», como leemos en el paralelo de San Marcos (ver Mc 11, 17). Respeto que San Pablo retomará al decir que cada uno de nosotros debe de considerarse ese «santuario de Dios» y por lo tanto hay que reconocernos como tal y vivir de acuerdo a nuestra altísima dignidad (Corintios 3, 9c.- 11. 16-17).

¡La casa del Rey!

El nombre «basílica» viene de la palabra griega «basileus», que significa rey. Su origen remonta a los palacios reales de Persia donde se llamaba «basílica» al aula de las audiencias del rey, cuya arquitectura consistía en amplios espacios con varias naves sostenidas por grandes pilares. Pronto este tipo de construcciones fue adoptado por los romanos que agregaron un ábside donde se ubicaba la sede del magistrado. Más tarde, cuando se difundió el cristianismo en el imperio romano, se adoptó este tipo de edificio con pocas modificaciones para el culto cristiano, ubicando en el fondo del ábside la cátedra del Obispo, rodeado por el presbiterio en semicírculo con el altar al centro. Esta ha permanecido hasta hoy la arquitectura clásica de los grandes templos.

El emperador Constantino, que fue el primer gobernante romano que concedió a los cristianos el permiso para construir templos, le regaló al Sumo Pontífice el Palacio Basílica de Letrán, que el Papa San Silvestre convirtió en templo y consagró el 9 de noviembre del año 324. Desde entonces ha sido reconstruida y enriquecida en varias ocasiones. Se le llama también Basílica del Divino Salvador, porque cuando fue nuevamente consagrada, en el año 787, una imagen del Divino Salvador, al ser golpeada por un judío, derramó sangre. En recuerdo de ese hecho se le puso ese nuevo nombre. Pero es más conocida por su título de «Basílica de San Juan de Letrán» porque sus dos capillas dedicadas, una a San Juan Bautista y la otra a San Juan Evangelista.

A partir del siglo XI se celebra el 9 de noviembre el aniversario de su dedicación. Durante mil años, desde el año 324 hasta el 1400 – época en que los Papas se fueron a vivir a Avignon, en Francia – la casa contigua a la Basílica y que se llamó «Palacio de Letrán», por ser la residencia de los Pontífices, y allí se celebraron cinco Concilios. Recordemos que fue también el lugar donde San Francisco de Asís en 1210 se reunió con el Papa Inocencio III y le solicitó la aprobación de su Orden. En tiempos más recientes, el 11 de marzo de 1929, se firmó el Tratado de Letrán entre la Santa Sede y el gobierno Italiano reconociendo la autonomía del estado del Vaticano; definiendo las relaciones civiles y religiosas entre el gobierno y la Iglesia en Italia; y una compensación financiera a la Santa Sede por las pérdidas de 1870.

Cuando los Papas volvieron de Avignon, se trasladaron a vivir al Vaticano. Ahora en el Palacio de Letrán vive el Vicario de Roma, o sea el Cardenal al cual el Sumo Pontífice encarga de gobernar la Iglesia de esa ciudad así como todas las oficinas del gobierno eclesiástico de esa Diócesis.

« El agua bajaba debajo del lado derecho de la Casa…»

Luego del destierro babilónico el Templo – obra del rey Salomón – se vuelve a construir. Leemos en el libro de Esdras «Llegado el séptimo mes los hijos de Israel que estaban ya en las ciudades se reunieron como un solo hombre en Jerusalén. Josué, hijo de Josadac, con sus hermanos los sacerdotes y Zorobabel, hijo de Salatiel, con sus hermanos, se levantaron para edificar el altar de Dios de Israel… Cuando los obreros pusieron los cimientos de la casa de Yahveh, asistieron los sacerdotes con trompetas y los levitas con címbalos para alabar a Dios» (ver Esd 3,1- 10). La esperanza nuevamente ha renacido y surge un nuevo Templo. Resuenan nuevamente las fiestas de su dedicación.

En la última parte del libro del profeta Ezequiel (Ez 40- 48) tenemos un plan detallado de la reconstrucción política y religiosa de Israel en la Tierra Prometida. El profeta se inspira en el pasado que tan bien conoce, pero se esfuerza por adaptar la vieja legislación a las nuevas condiciones y aprovechar las recientes experiencias para evitar a Israel las tentaciones e infidelidades que la han llevado a su propia ruina. La imagen que vemos en el capítulo 47 nos habla de un río maravilloso que manifiesta la bendición que trae al país la renovada morada de Dios en medio de su pueblo. San Jerónimo nos dice acerca de este misterioso río: «No hay más que un río que mana debajo del trono de Dios, y es la gracia del Espíritu Santo; y esta gracia del Espíritu Santo está encerrada en las Sagradas Escrituras.

«No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado»

En el Evangelio de hoy vemos a Jesús, recién llegado a Jerusalén para la celebración de la Pascua, entrar en el Templo. Y encontró allí «a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas en sus puestos». La actividad que allí se realizaba no tenía nada que ver con la gloria de Dios, ni con el culto; era una actividad comercial que buscaba el mero interés monetario. Estos mercaderes que profanaban la santidad del templo, tenían su puesto en el atrio de los gentiles. Los cambistas trocaban las monedas corrientes por la moneda sagrada con la que se pagaba el tributo del Templo.

Al ver esto, el Señor sintió santa ira: «Haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del templo, con las ovejas y los bueyes, desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas, y dijo a los que vendían palomas: “No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado”». La sorpresa de sus discípulos al presenciar esta actitud tan inusual de Jesús debió ser muy grande. Sólo se la explican al comprender que estaba en juego la gloria de Dios: «Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: ‘El celo por tu casa me devorará’». Si tanto se indignó el Señor al ver que se faltaba el respeto al templo de Jerusalén ¡cuánto más se indignará cuando se profana un templo cristiano, donde se conserva la presencia real de Jesucristo, nuestro Dios y Señor!

Los judíos ya se habían acostumbrado a ver esa actividad en el templo como algo normal. Era un caso de corrupción, pues su conciencia había perdido la capacidad de juzgar la maldad de esa práctica. Para volver la conciencia a su lugar era necesaria una intervención profética, como la de Jesús. Pero se resisten a reconocer su error. Por eso preguntan a Jesús: «¿Qué señal nos muestras para obrar así?». La respuesta de Jesús es enigmática: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré». Obviamente no se refería al templo de piedra que los acogía, sino, como explica el evangelista: «Se refería el templo de su cuerpo». Allí, en la carne de Cristo, habita la plenitud de la divinidad. Ese es el templo verdadero. La señal de Jesús tuvo cumplimiento cuando, después de su muerte, al tercer día, su cuerpo resucitó del sepulcro.

Con esta señal, Jesús enseña también que el verdadero templo del Dios vivo es su Cuerpo. Este encuentra actuación en la Eucaristía en un doble nivel: en su Cuerpo físico real en el cual se convierte el pan eucarístico; y en su Cuerpo que es la Iglesia, la cual queda formada por todos los que participan de su Cuerpo eucarístico. El resultado último de la Eucaristía, su realidad última, es la comunión eclesial, la construcción del templo vivo y verdadero de Dios.

San Agustín recomienda: «Cuando recordemos la Consagración de un templo, pensemos en aquello que dijo San Pablo: ‘Cada uno de nosotros somos un templo del Espíritu Santo’. Ojala conservemos nuestra alma bella y limpia, como le agrada a Dios que sean sus templos santos. Así vivirá contento el Espíritu Santo en nuestra alma».

Una palabra del Santo Padre:

«“Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (Jn 2, 19). Las palabras de Cristo, que acabamos de proclamar en el Evangelio, nos llevan al centro mismo del misterio pascual. Habiendo entrado en el templo de Jerusalén, Cristo manifiesta su indignación porque la casa de su Padre había sido transformada en un gran mercado. Ante esta reacción, los judíos protestan: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» (Jn 2, 18). Jesús les responde, indicándoles un único y grandísimo signo, un signo definitivo: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré».

No se refiere, naturalmente, al templo de Jerusalén, sino al de su propio cuerpo. En efecto, entregado a la muerte, al tercer día manifestará la fuerza de la resurrección. El evangelista añade: «Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús» (Jn 2, 22).

Este Domingo, la Iglesia que está en Roma y todo el pueblo cristiano celebran la solemnidad de la dedicación de la basílica lateranense, a la que una antiquísima tradición considera la madre de todas las iglesias. La liturgia nos propone palabras relativas al templo: templo que es, ante todo, el cuerpo de Cristo, pero que, por obra de Cristo, es también todo hombre. Se pregunta el apóstol Pablo: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1Co 3, 16). Este templo se levanta sobre el cimiento puesto por Dios mismo. «Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo» (1Co 3, 11). Él es la piedra angular de la construcción divina.

Juan Pablo II. Homilía del 9 de noviembre de 1997

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. ¿Soy respetuoso cuando entro a la Casa de Dios? Es decir guardo la sobriedad, la postura y el silencio adecuados. ¡Qué importante es crear una cultura del respeto con las cosas de Dios!

2. San Pablo nos habla de ser «santuario de Dios». ¿Qué tanto vivo el recto orden en relación a mi propio cuerpo? ¿Lo considero «templo de Espíritu Santo»?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 576. 583- 586. 2578-2580.

Written by Rafael De la Piedra