«El Espíritu Santo os recordará todo lo que yo os he dicho»
Domingo de la Semana 6ª de Pascua. Ciclo C – 26 de mayo de 2019
Lectura del Santo Evangelio según San Juan 14,23-29
En la Primera Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles (Hechos de los Apóstoles 15, 1-2.22-29), la comunidad cristiana recurre a los apóstoles para decidir acerca de la justificación y la evangelización de los gentiles. Justamente el Salmo Responsorial (Salmo 66) nos muestra el carácter universal de la alabanza que le debemos a Dios. En la Segunda Lectura (Apocalipsis 21, 10-14.22-23) se describe la grandeza de la nueva Jerusalén, fundada sobre doce columnas con los nombres de los doce apóstoles del Cordero. Finalmente, en el Evangelio (San Juan 14,23-29) leemos la promesa de Jesús a aquellos que lo aman y por lo tanto guardan sus palabras. Jesús les asegura el envío de un «Defensor» en el Espíritu Santo y los anima a prepararse para su pronta partida.
«Si alguno me ama, guardará mi Palabra»
El Evangelio de este VI Domingo de Pascua, como el del Domingo pasado, también está tomado de las palabras de despedida de Jesús, pronunciadas durante la última cena con sus discípulos. De aquí se puede deducir su importancia; son las últimas recomendaciones de Jesús y la promesa de su asistencia futura. Jesús había anunciado su partida en estos términos: «Hijitos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros… adonde yo voy vosotros no podéis venir» (ver Jn 13,33). Como era de esperar, los discípulos se han quedado sumidos en la tristeza, y también en el temor. ¿Quién velará ahora por ellos? Ellos han creído en Jesús, pero ¿quién los sostendrá en esta fe, que los había puesto en contraste con la sinagoga judía? Por eso, junto con anunciar su partida inminente, Jesús asegura a sus discípulos que volverá a ellos: «Me voy y volveré a vosotros». Y no vendrá Él sólo, sino el Padre con Él; y no sólo en una presencia externa, como había estado Él con sus discípulos hasta entonces, sino que establecerán su morada en el corazón de los discípulos.
Para esto, sin embargo, hay una condición que cumplir: «guardar su Palabra». Esa «Palabra» es el don magnífico que trajo Jesús al mundo y la herencia que le dejó después de su vuelta al Padre. Han pasado más de veinte siglos y en todo este tiempo el empeño constante de los discípulos de Cristo ha consistido precisamente en «guardar su Palabra» con la mayor fidelidad posible. Este es también nuestro empeño hoy. ¿Qué se consigue con todo esto? Como dijimos, esta es la condición para que Jesús venga a sus discípulos: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él». Pero, ¿cómo hacerlo? El detonante es el amor a Jesús. Sin esto no hay nada. Porque lo amamos a Él y anhelamos su presen¬cia, y la del Padre, en nuestro corazón, por eso, guarda¬mos su Palabra. Entendemos entonces cuando Jesús nos dice que «mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11, 30).
Solamente amando a Jesús podremos vivir de acuerdo a su Palabra. «Todo lo duro que puede haber en los mandamientos lo hace llevadero el amor… ¿Qué no hace el amor? Ved cómo trabajan los que aman; no sienten lo que padecen, redoblando sus esfuerzos a tenor de sus dificultades» (San Agustín, Sermón 96). Para más claridad Jesús agrega: «El que no me ama, no guarda mis palabras». Éste vive ajeno a Jesús y al Padre, dejándose arrastrar -y esclavizar- por los criterios y concupiscencias del mundo. El único signo inequívoco de que alguien ama a Jesús verdaderamente es que atesore en su corazón la palabra de Jesús y viva conforme a ella como nuestra querida Madre María siempre lo hizo «su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Lc 2,52). Esto quiere decir «guardar su palabra».
Dada su importancia, Jesús se detiene a explicar un poco más la expresión «guardar su Palabra». Obviamente Jesús no se refiere a una preocupación arqueológica, como si se tratara de conservar cuidadosamente los códices en que están escritos los Evangelios. Jesús no está hablando de algo material. Por eso agrega: «La Palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado». Aquí está expresado un salto inmenso de fe: los discípulos escuchan hablar a Jesús, pero deben creer que esas palabras que él pronuncia son Palabra de Dios, y que de Dios proceden. En diversas ocasiones Jesús repite esta verdad: «Yo no hago nada por mi propia cuenta, sino que lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo… lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí» (Jn 8,28; 12,50).
La promesa del Espíritu Santo, el Paráclito
Pero… ¿cómo podremos «guardar esta Palabra», que no es de este mundo, ni de la experiencia sensible, porque procede del Padre? Sigamos leyendo: «Os he dicho estas cosas estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho». Aquí tenemos la respuesta: para «guardar la Palabra» de Cristo es necesaria la acción del Espíritu Santo y la docilidad de los discípulos a sus dulces mociones (movimientos interiores o espirituales). Se completa así una cadena de enseñanza: el Padre enseña al Hijo lo que tiene que decir al mundo; y el Espíritu Santo enseña a los discípulos esa misma Palabra de Jesús que ellos tienen que guardar.
Jesús se refiere al Espíritu Santo con un apelativo especial que ciertamente tiene un sentido profundo: el Paráclito. ¿Qué quiere decir este nombre? Éste es un término que en todo el Nuevo Testamento sólo es usado por Juan. Es un sustantivo griego, formado del verbo griego «parakaleo» que significa: «llamar junto a». El sustantivo «paráclito» pertenece al mundo jurídico y designa al que está junto al acusado en un proceso judicial, al asistente, al defensor, al abogado. En el Evangelio de San Juan, el Paráclito es el que asiste y ayuda a los creyentes en el gran conflicto que opone a Jesús y el mundo. Mientras el mundo creía condenar a Jesús, el que resulta condenado es el mundo, gracias a la acción del Paráclito, que opera en el corazón de los fieles. Por eso, en las cinco promesas de su envío a los discípulos, el Paráclito tiene la función de enseñar, de dar testimonio a favor de Jesús y de condenar al mundo.
En la promesa del Espíritu Santo contenida en el Evangelio de este Domingo, el Paráclito tendrá la misión de enseñar a los discípulos todo, de recordarles todo lo dicho por Jesús. Esto no quiere decir que el Espíritu Santo traerá una nueva revelación o un suplemento de revelación distinta de la aportada por Jesús. Quiere decir que en el proceso de la revelación divina hay dos etapas: lo enseñado por Jesús durante su vida terrena y la comprensión de esa enseñanza por interiorización, gracias a la acción del Espíritu Santo. Todos tenemos la experiencia de lo que significa comprender repentinamente el sentido de algo que antes era oscuro para nosotros: una palabra, una frase que alguien dijo, la actitud que alguien adoptó, etc. Cuando esto ocurre, nosotros hablamos de «darnos cuenta» de algo. Este darnos cuenta acontece en un segundo momento en contacto con alguna circunstancia particular que ilumina lo que antes era oscuro, por ejemplo, cuando alguien «nos hace ver».
El Espíritu Santo sugiere a nuestro corazón el sentido verdadero de esas palabras, nos hace darnos cuenta, hace comprender toda su trascendencia. El Espíritu Santo no aporta ninguna nueva revelación más allá de lo dicho por Jesús. Pero hace comprender interiormente lo dicho por Jesús, hace que penetre en el corazón de los fieles y se haga vida en ellos. Si el Espíritu Santo no hubiera venido, todo lo dicho y hecho por Jesús, sobre todo, su identidad misma de Hijo de Dios, habría quedado sin comprensión y no habría operado en el mundo ningún efecto. Es lo que ocurre aún hoy con aquellas personas que han rechazado de sus corazones el Espíritu Santo: no entienden las palabras de Jesús.
La Nueva Jerusalén
En la Segunda Lectura de hoy se hace una descripción simbólica de la nueva Jerusalén, es decir, del estado final y glorioso de la comunidad de los redimidos. Un detalle significativo es que carece de Templo; lo cual establece una diferencia radical entre la antigua y la nueva ciudad de Dios. «Templo (Santuario) no vi ninguno, porque su Templo es el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero» (Ap 21, 22). La perfección en la totalidad del pueblo nuevo sucede a la del antiguo. A las doce tribus de Israel corresponden los doce Apóstoles. Es interesante notar el simbolismo invertido de las doce puertas y los doce cimientos: aquellas (lógicamente posteriores al cimiento), con los nombres de las doce tribus de Israel y éstos con los nombres de los Apóstoles. ¿No significa esto la unión definitiva de los Testamentos en el Reino Celestial? Finalmente leemos en los Hechos de los Apóstoles que el Concilio realizado en Jerusalén, hacia 48 ó 49, inhabilita las antiguas mediaciones que eran exigidas (la circuncisión entre otras cosas) a los gentiles para obtener la salvación de Dios. Este Concilio de los apóstoles es el modelo de todos los que se han celebrado en la Iglesia asistidos por el Espíritu Santo.
Una palabra del Santo Padre:
«Recuerdo una vez, cuando era párroco en la parroquia del patriarca San José, en San Miguel, durante la misa para los niños, el día de Pentecostés, hice una pregunta: “¿Alguien sabe quién es el Espíritu Santo?”. Y todos los niños levantaban la mano». Uno de ellos, prosiguió sonriendo, dijo: «¡El paralítico!». Me lo dijo así. Él había oído «paráclito», y había entendido el «paralítico». Es así como el Espíritu Santo es siempre, en cierto modo, el desconocido de nuestra fe.
Jesús dice de Él, le dice a los apóstoles: «Les enviaré el Espíritu Santo: Él les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que les he dicho». Pensemos en esto último: el Espíritu Santo es Dios, pero es Dios activo en nosotros, quien hace recordar, quien despierta la memoria. El Espíritu Santo nos ayuda a hacer memoria.
Y es tan importante hacer memoria, porque un cristiano sin memoria no es un verdadero cristiano: es un hombre o una mujer prisionero del momento, que no tiene historia. Tiene historia, pero no sabe cómo tomar en consideración su historia. El Espíritu Santo nos lo enseña. La memoria que viene del corazón es una gracia del Espíritu Santo. Y lo es también la memoria de nuestras miserias, de nuestros pecados, la memoria de nuestra esclavitud: el pecado nos hace esclavos.
Recordar nuestra historia, y cómo el Señor nos ha salvado, es bello. Esto impulsaba a Pablo a decir: «Mi gloria son mis pecados. Pero no me glorío en ellos: es la única gloria que tengo. Pero Él, en su Cruz, me ha salvado».
[…] Yo quisiera hoy pedir la gracia de esta memoria, para todos nosotros, pedir al Espíritu Santo que nos haga a todos memoriosos, es decir, hombres y mujeres memoriosos…».
Papa Francisco. Homilía en Santa Marta, 14 de mayo de 2013.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1. ¡Demos gracias a Dios por el don del Magisterio de la Iglesia! La Iglesia nos enseña y nos conduce por sendas seguras a la Jerusalén Celestial. ¿Me esfuerzo por leer los documentos más importantes de la Iglesia? ¿Cuál ha sido el último documento que he leído?
2. ¿Amo y guardo la Palabra de Dios? ¿Estudio la Palabra para así poder vivirla?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 683-693. 790- 791.1822-1823. 1828.