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«El que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios»

Domingo de la Semana 4 del Tiempo de Adviento.  Ciclo B – 20 de diciembre de 2020

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 1,26-38

Próximos ya a la celebración del Misterio de la Navidad, la Iglesia hace preceder al nacimiento del Salvador el misterio de la Virgen-Madre y es el arcángel Gabriel quien le dice a María que su hijo: «será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David».

El segundo libro de Samuel (2Samuel 7,1-5.8b-12.14a.16) nos presenta al rey David con la intención de construir un templo para Yahveh, pero el profeta Natán indica a David que la voluntad de Dios es diversa: no será él, el rey David, quien construirá el templo, sino que será Dios mismo quien dará a David, una «casa», una descendencia y un reino que durarán por siempre. María, concebida sin pecado y colmada de la gracia y santidad de Dios, fue elegida para una misión muy específica: ser Madre de Dios y Madre nuestra. De este modo, Dios mismo, «al llegar la plenitud de los tiempos» habitaría en su seno purísimo para tomar de Ella nuestra humanidad y «construirse» así en María una morada dignísima. Este es el gran Misterio escondido por siglos eternos y manifestado en Jesucristo con el fin de atraer a todos los hombres a la «obediencia de la fe» (Romanos 16, 25-27). Porque tanto nos ha amado Dios que nos ha dado a su Hijo único para que tengamos en Él la vida eterna.

«Yahveh te edificará una casa»

Ésta es la primera intervención del profeta Natán que desempeñará un papel muy importante a lo largo del reinado del rey David.  Cuando éste muere; la casta se va a dividir y Adonías (cuarto hijo de David) va a querer usurpar el poder, sin embargo, Natán ungirá a Salomón (el segundo hijo de David con Betsabé) como rey sucesor. La profecía que leemos en la Primera Lectura, se elabora a base de una contraposición: no será David quien edifique una casa (un templo) para Yahveh sino que será Yahveh quien levantará una casa – es decir una dinastía- a David. La promesa concierne esencialmente a la permanencia del linaje davídico sobre el trono de Israel e irá más allá del primer sucesor de David: Salomón. Éste es el primer eslabón de las profecías sobre el Mesías como hijo de David, título aplicado posteriormente a Jesús (ver Hch 2, 29-30).

El más grande Misterio de toda la humanidad

Con una so­briedad impresio­nante el relato de la Anunciación relata el acon­tecer de un miste­rio que recapitula y, de golpe, da sentido a todo el Anti­guo Testamento y a toda la historia humana. Lo que era oscuro y latente, aquí se hizo luminoso y patente. Dios estaba realizando la prome­sa de salvación enviando a su Hijo único para que asumiera la naturale­za humana en el seno de una Virgen y diera cum­plimiento a todas las profecías. Cuando Lucas, después de informar­se de todo diligente­mente, escribió su Evangelio, él no sabía que nosotros lo íbamos a editar junto con los otros tres Evange­lios. Él quiso escribir una obra completa como si fuera el único relato del misterio de Cristo y de la Iglesia (su Evangelio se prolonga en los Hechos de los Apósto­les). Por eso aquí tenemos la primera presenta­ción de la Virgen María: «El sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Naza­ret, a una virgen desposada con un hombre llamado José de la casa de David; el nombre de la virgen era María». No sobra ninguna palabra; el estilo carece de todo triunfa­lismo y adorno super­fluo.

Este comienzo recuerda la presentación de los grandes profetas a quienes es dirigida la Palabra de Dios. Así es presentado Ezequiel: «En el año treinta… fue dirigida la palabra del Señor a Ezequiel, hijo de Buzí en el país de los caldeos…» (Ez 1,1-3). Así es presentado Oseas: «Palabra del Señor que fue dirigida a Oseas, hijo de Beerí, en tiem­pos de Ozías…» (Os 1,1). En el caso de Jonás leemos: «La palabra del Señor fue dirigida a Jonás» (Jon 1,1). Pero en el caso de María, le fue enviado un ángel de parte de Dios para anunciarle que en ella tomaría carne la Palabra eterna de Dios. Ella la acogería en su seno y la daría al mundo. La Epístola a los Hebreos nos ayuda a ver la diferencia en relación a los profetas del Antiguo Testamento: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas: en estos últimos tiempos nos ha hablado por el Hijo» (Hb 1,1-2). Esta Palabra, que existía desde siempre junto al Padre, fue modulada en el seno de María y desde allí fue pronunciada al mundo.

«¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?»

La Virgen supo desde el primer momento quién era el que iba a nacer. El arcángel le dijo claramente su identidad y la Virgen comprendió que esta era la promesa hecha a David y que tenía ahora cumplimiento; comprendió que el que iba a nacer era el Mesías, el que Israel espe­ra­ba como salva­dor. Pero subsiste un proble­ma. De la pregunta de María se deduce que ella tenía un propósito de perpetua virgi­nidad, es decir, de consagración total a Dios, percibido como una llama­da divina. No se pueden entender de otra manera sus palabras (tanto más considerando que ella estaba comprometi­da como esposa de José que sin duda también había aceptado mantenerse célibe): «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?». «Conocer varón» es una expresión idio­mática para indicar la relación sexual; y «no conozco», dicho en presente, indica una situación que se prolonga perpe­tuamen­te. De lo contrario, ¿qué dificultad podía encontrar una esposa al anuncio del nacimiento de un hijo? La literatura antigua está llena de anuncios de nacimientos y ninguna mujer reacciona así.

El problema de María es que, de parte de Dios, siente el llamado a la virginidad perpetua y, de parte de Dios, se le anuncia el nacimiento de un hijo, y más encima, del Mesías esperado. La respuesta del arcángel le disipa toda duda: «El Espíri­tu Santo vendrá sobre tí y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra… ninguna cosa es imposible para Dios». El Espíritu de Dios es el que, cerniéndose sobre el abismo caótico, puso armonía y belleza en el universo creado (ver Gn 1,2); el Espíritu de Dios es el que da vida al polvo que es el hombre (ver Gn 2,7; Sal 104,29-30); el Espíritu de Dios hace revivir los huesos secos (ver Ez 37,10); el Espí­ritu de Dios hace conocer la Verdad (ver Jn 16,13). El Espíritu de Dios puede hacer que una mujer sea virgen y madre.

El resto del anuncio, es decir, la identidad completa del que iba a nacer, la Virgen no lo pudo comprender plena­mente en ese momen­to: «Será grande y será llamado Hijo del Altísi­mo… será santo y será llamado Hijo de Dios». Esto era un misterio que ella comprendería en plenitud después de peregrinar en la fe y de conservar, meditándolas en su corazón, cada cosa y cada palabra de Jesús. La Virgen María se entregó sin reserva al misterio de la vida que se engendraba en ella y comenzó su maternidad. Lo aceptó con estas palabras: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra».

«La obediencia de la fe»

Si tratamos de entender lo que San Pablo quiere decir cuando nos habla de «obediencia de la fe» en su carta a los Romanos, podemos decir que se trata de la confianza absoluta puesta en Dios y en lo que Él revela. A la luz de la experiencia de María, que leemos en el pasaje de San Lucas, estamos invitados a vivir «la obediencia de la fe» como una respuesta a la invitación de Dios a cooperar con su Divino Plan. Y no podía ser de otro modo, pues siendo Dios Amor, quiere de nosotros una respuesta generosa, y por ello respeta infinitamente la libertad de su creatura humana. De este modo Dios ha hecho depender del hombre mismo, en sentido último y real, su propia salvación: «Nos creaste sin nuestro consentimiento, pero sólo nos salvarás con nuestro consentimiento», decía san Agustín. El hombre no puede alcanzar la propia salvación y realización humana si no es por la obediencia de la fe, libre y amorosa.

Una palabra del Santo Padre:

 «Hoy, cuarto y último domingo de Adviento, la liturgia quiere prepararnos para la Navidad que ya está a la puerta invitándonos a meditar el relato del anuncio del Ángel a María. El arcángel Gabriel revela a la Virgen la voluntad del Señor de que ella se convierta en la madre de su Hijo unigénito: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo» (Lc1, 31-32). Fijemos la mirada en esta sencilla joven de Nazaret, en el momento en que acoge con docilidad el mensaje divino con su «sì»; captemos dos aspectos esenciales de su actitud, que es para nosotros modelo de cómo prepararnos para la Navidad.

 Ante todo: su fe, su actitud de fe, que consiste en escuchar la Palabra de Dios para abandonarse a esta Palabra con plena disponibilidad de mente y de corazón. Al responder al Ángel, María dijo: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (v. 38). En su «heme aquí» lleno de fe, María no sabe por cuales caminos tendrá que arriesgarse, qué dolores tendrá que sufrir, qué riesgos afrontar. Pero es consciente de que es el Señor quien se lo pide y ella se fía totalmente de Él, se abandona a su amor. Esta es la fe de María.

 Otro aspecto es la capacidad de la Madre de Cristo de reconocer el tiempo de Dios. María es aquella que hizo posible la encarnación del Hijo de Dios, «la revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos» (Rm16, 25). Hizo posible la encarnación del Verbo gracias precisamente a su «sí» humilde y valiente. María nos enseña a captar el momento favorable en el que Jesús pasa por nuestra vida y pide una respuesta disponible y generosa. Y Jesús pasa. En efecto, el misterio del nacimiento de Jesús en Belén, que tuvo lugar históricamente hace más de dos mil años, se realiza, como acontecimiento espiritual, en el «hoy» de la Liturgia. El Verbo, que encontró una morada en el seno virginal de María, en la celebración de la Navidad viene a llamar nuevamente al corazón de cada cristiano: pasa y llama.

 Cada uno de nosotros está llamado a responder, como María, con un «sí» personal y sincero, poniéndose plenamente a disposición de Dios y de su misericordia, de su amor. Cuántas veces pasa Jesús por nuestra vida y cuántas veces nos envía un ángel, y cuántas veces no nos damos cuenta, porque estamos muy ocupados, inmersos en nuestros pensamientos, en nuestros asuntos y, concretamente, en estos días, en nuestros preparativos de la Navidad, que no nos damos cuenta que Él pasa y llama a la puerta de nuestro corazón, pidiendo acogida, pidiendo un «sí», como el de María. Un santo decía: «Temo que el Señor pase». ¿Sabéis por qué temía? Temor de no darse cuenta y dejarlo pasar. Cuando nosotros sentimos en nuestro corazón: «Quisiera ser más bueno, más buena… Estoy arrepentido de esto que hice…». Es precisamente el Señor quien llama. Te hace sentir esto: las ganas de ser mejor, las ganas de estar más cerca de los demás, de Dios. Si tú sientes esto, detente. ¡El Señor está allí! Y vas a rezar, y tal vez a la confesión, a hacer un poco de limpieza…: esto hace bien. Pero recuérdalo bien: si sientes esas ganas de mejorar, es Él quien llama: ¡no lo dejes marchar!».

 Papa Francisco. Ángelus 21 de diciembre de 2014.

Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana 

1. La maternidad es un auténtico don de Dios. Recemos por aquellas mujeres que están en estado de «buena esperanza» para que acojan con amor y cariño a ese niño que llevan en su vientre. También pidamos por aquellas madres que están pensando abortar en estos días, para que se abran a la gracia de Dios y acogen la bendición de una «vida nueva».

 2. Acojamos las palabras del Papa Francisco que nos dice: “Un santo decía: «Temo que el Señor pase». ¿Sabéis por qué temía? Temor de no darse cuenta y dejarlo pasar”. Miremos en el hermano de la calle a Jesús que viene a nuestro encuentro.

 3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 456 – 460. 496 – 498. 502- 511.

Written by Rafael De la Piedra