«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle»
Domingo de la Semana 2ª de Cuaresma. Ciclo A – 8 de marzo de 2020
Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 17,1-9
El Prefacio de la misa de este segundo Domingo de Cuaresma expresa y resume perfectamente el mensaje central de la Transfiguración: «Cristo, Señor nuestro, después de anunciar la muerte a sus discípulos, les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria para testimoniar, de acuerdo con la ley y los Profetas, que la pasión es el camino de la Resurrección». El hecho de la Transfiguración se realiza en el camino de Jesús a Jerusalén, la ciudad que mataba a los profetas, y donde Él va a consumar su peregrinación terrena. Acordes con esta idea en los textos de este Domingo se acentúa el sentido de éxodo, peregrinación, disponibilidad y fe-en-camino como respuesta a la llamada de Dios. Eso lo vemos en la vocación de Abram[1] (Génesis 12,1- 4a) y en la llamada a Timoteo por medio de Pablo: «toma parte en los duros trabajos del Evangelio con la fuerza que Dios te dé» (Segunda carta de San Pablo a Timoteo 1,8b-10). Es esencial en la vida del cristiano «tomar parte en la vida de Cristo», especialmente en su misterio pascual: Muerte y Resurrección.
«Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre…»
Así aparece en la Primera Lectura la figura de Abraham, su elección y su vocación por Dios. El texto perteneciente a la tradición yavista[2], abre el ciclo de Abraham (ver Gn 12-25) como primer representante de la saga de los patriarcas. Ha concluido la etapa de los orígenes de la humanidad, del pecado, de la maldad y del castigo: Adán y Eva, Caín y Abel; Noé y el diluvio, la torre de Babel; y comienza una nueva época de alianza y salvación de Dios que marca los orígenes del Pueblo elegido. Abraham es el nómada de Dios; el destinatario de una elección totalmente gratuita por parte del Señor que lo llama a salir de su tierra, Ur de Caldea en Mesopotamia (hacia el año 1850 A.C.), para ir a Canaán en Palestina. En él se va a realizar la unidad de la humanidad dispersa en Babel y el origen del Pueblo de Dios, Israel. Su respuesta a la llamada de Dios fue la obediencia de la fe. Abraham sale para un país desconocido, con su mujer estéril; porque Dios le ha llamado y le ha prometido una posteridad. Este primer acto de fe de Abraham se volverá a expresar en la renovación de la promesa (ver Gn 15, 5-6) y que Dios pondrá a prueba reclamándole a Isaac, el hijo de la promesa (ver Gn 22). Y porque obedeció, en su descendencia se plasmará la bendición divina; y no sólo para el pueblo de Israel sino para toda la humanidad (ver Rm 4,11; Hb 11,8ss).
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«Nos ha llamado con una vocación santa»
Desde tiempo inmemorial, desde antes de la creación, dispuso Dios darnos su gracia por medio de Jesucristo llamándonos a la fe. Así lo expresa Pablo en su segunda carta a Timoteo. Nuestra vocación cristiana a «una vida santa» acorde con la gracia de Dios y la obediencia de la fe es también gratuita como la de Abraham, pero superior a la de éste. Pues Dios realiza ahora su alianza y promesa de reconciliación definitiva por medio de su propio Hijo y la promesa culmina en nuestra adopción filial en Cristo Jesús. En nuestra vocación cristiana se verifican los tres elementos presentes en toda vocación: una elección gratuita y amorosa, una misión se nos es confiada y una promesa de vida eterna que fundamenta sólidamente nuestra esperanza.
«Seis días después…»
El Evangelio de hoy comienza con las palabras: «Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva a un monte alto, y se transfiguró ante ellos». No es común en el Evangelio tal precisión cronológica. Su intención es llamar la atención sobre lo que se narra antes y relacionar la Transfiguración con esos hechos. ¿Qué es lo que ocurrió «seis días antes»? Bueno, seis días antes había ocurrido la confesión de Pedro sobre la identidad de Jesús: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16), y Jesús había comenzado «a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho… ser matado y resucitar al tercer día» (Mt 16,21). Éste es el contexto en el cual se sitúa la Transfiguración de Jesús. Allí es la voz del cielo la que confirma la identidad de Jesús: «Este es mi Hijo amado en quien me complazco», y la manifestación de la gloria de Jesús que allí vieron los apóstoles estaba destinada a sostenerlos ante el escándalo de la cruz.La experiencia que tuvieron los apóstoles no puede describirse con palabras humanas. Ellos tuvieron una visión anticipada de la gloria de Cristo «el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3,21). ¿Pero quién puede describir cómo será eso? Con razón San Pablo dice que «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1Co 2,9). La descripción que hace el Evangelio es para sugerir una realidad que va mucho más allá que la experiencia sensible: «Su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz». Pero en realidad quiere decir que se manifestó su identidad profunda, es decir, su divinidad. Ahora pudo quedarle claro a San Pedro qué es lo que estaba diciendo en realidad cuando confesó a Jesús: «Tú eres el Hijo del Dios vivo».
¿Por qué aparecieron Moisés y Elías al lado de Jesús?
Moisés y Elías son dos personajes que en el Antiguo Testamento habían tenido una profunda experiencia de la presencia de Dios. Moisés había orado a Dios: «Déjame ver tu gloria». Y Dios le había concedido ver solamente su espalda, «pues -decía- mi rostro no puede verlo el hombre y seguir viviendo» (ver Ex 33,18-23). Y a Elías, en el mismo monte Horeb[3], le fue dirigida la palabra del Señor: Sal y ponte en el monte ante Yahveh. «Y he aquí que Yahveh pasaba… al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto» (1R 19,9-13). Aquí, ante Cristo transfigurado, estaban ambos contemplando al mismo Dios que habían ansiado ver.
Moisés y Elías eran los más grandes profetas del Antiguo Testamento. Pero Jesús, aparece muy superior a ellos. Y cuando el pueblo, entusiasmado por la enseñanza y los milagros de Jesús, exclamaba: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros», se quedaba todavía muy corto. De ningún profeta había dicho Dios: «Este es mi Hijo en quien me complazco». Si hubiera que comparar a Jesús con los profetas, habría que decir: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos, el cual es resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa» (Hb 1,1-3). La tradición de la Iglesia ha visto en Moisés y Elías una representación de la ley y los profetas. Pero ellos al aparecer junto a Jesús transfigurado le rinden homenaje y se inclinan ante él. Es porque toda la ley y los profetas apuntan a Jesucristo, a Él se refieren y encuentran en él su sentido y su cumplimiento. Por eso Jesús declara: «No he venido a abolir la ley y los profetas, sino a darles cumplimiento» (Mt 5,17). Pues es claro que «la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1,17).
«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle»
Una nube luminosa los cubre y se escucha una voz del cielo que deja una recomendación muy clara: «Escuchadle». Jesús es la Palabra definitiva de Dios, «es el ‘si’ de Dios a sus promesas» (ver 2Co 1,20). La vida y la enseñanza de Jesús constituyen todo lo que necesitamos saber para tener la «vida eterna». Y la mayor sabiduría consiste en escuchar su palabra y guardarla en el corazón. Esta actitud mereció una de las bienaventuranzas de Jesús: «Bienaventurado el que escucha la palabra de Dios y la guarda» (Lc 11,28).
Los testigos privilegiados
Los testigos predilectos del Señor Jesús son Pedro, Santiago y Juan. Estos mismos tres son los testigos exclusivos de otro momento particular de la vida de Jesús: «Tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, Jesús comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dice: ‘Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo’» (Mt 26,37-38). Es el momento de la agonía de Jesús en el huerto de los Olivos. ¡Qué contraste entre un momento y otro! También es radicalmente diferente la reacción de los apóstoles. En la Transfiguración Pedro toma la palabra y dice a Jesús: «Señor, bueno es que estemos aquí. Si quieres haré aquí tres tiendas…». El mismo Pedro propone perpetuar ese momento. En el huerto de los Olivos, en cambio, su desinterés es total, tanto que los tres se quedan dormidos. Los apóstoles parecen haber olvidado lo que vieron en el monte Tabor, cuando Jesús se transfiguró ante ellos. Pero en realidad, el escándalo de la agonía en el huerto, del arresto de Jesús, de su flagelación y, sobre todo, de su muerte en la cruz, fue más fuerte, y la fe de esos discípulos no pudo sobrellevarlo.
El episodio de la Transfiguración cobra todo su sentido y toda su fuerza solamente después de la Resurrección de Jesús. Por eso el mismo Jesús, bajando del monte ordena a los tres testigos: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos». En las apariciones de Jesús resucitado, según leemos en los Evangelios, debió mostrar las señales de los clavos en sus manos y pies y la herida de su costado para ser reconocido como el mismo que estuvo colgado de la cruz. Pero una vez que la certeza de la Resurrección de Jesucristo se apoderó de los discípulos, entonces el recuerdo de su Transfiguración completó el cuadro de su identidad. Esto es lo que dice San Pedro en su segunda carta: «Os hemos dado a conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad. Porque recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime Gloria le dirigió esta voz: ‘Este es mi Hijo muy amado en quien me complazco’. Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con él en el monte santo» (2P 1,16-18).
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Una palabra del Santo Padre:
«El evento de la Transfiguración del Señor nos ofrece un mensaje de esperanza —así seremos nosotros, con Él—: nos invita a encontrar a Jesús, para estar al servicio de los hermanos.
La ascensión de los discípulos al monte Tabor nos induce a reflexionar sobre la importancia de separarse de las cosas mundanas, para cumplir un camino hacia lo alto y contemplar a Jesús. Se trata de ponernos a la escucha atenta y orante del Cristo, el Hijo amado del Padre, buscando momentos de oración que permiten la acogida dócil y alegre de la Palabra de Dios. En esta ascensión espiritual, en esta separación de las cosas mundanas, estamos llamados a redescubrir el silencio pacificador y regenerador de la meditación del Evangelio, de la lectura de la Biblia, que conduce hacia una meta rica de belleza, de esplendor y de alegría. Y cuando nosotros nos ponemos así, con la Biblia en la mano, en silencio, comenzamos a escuchar esta belleza interior, esta alegría que genera la Palabra de Dios en nosotros. En esta perspectiva, el tiempo estivo es momento providencial para acrecentar nuestro esfuerzo de búsqueda y de encuentro con el Señor. En este periodo, los estudiantes están libres de compromisos escolares y muchas familias se van de vacaciones; es importante que en el periodo de descanso y desconexión de las ocupaciones cotidianas, se puedan restaurar las fuerzas del cuerpo y del espíritu, profundizando el camino espiritual.
Al finalizar la experiencia maravillosa de la Transfiguración, los discípulos bajaron del monte (cf v. 9) con ojos y corazón transfigurados por el encuentro con el Señor. Es el recorrido que podemos hacer también nosotros. El redescubrimiento cada vez más vivo de Jesús no es fin en sí mismo, pero nos lleva a «bajar del monte», cargados con la fuerza del Espíritu divino, para decidir nuevos pasos de conversión y para testimoniar constantemente la caridad, como ley de vida cotidiana. Transformados por la presencia de Cristo y del ardor de su palabra, seremos signo concreto del amor vivificante de Dios para todos nuestros hermanos, especialmente para quien sufre, para los que se encuentran en soledad y abandono, para los enfermos y para la multitud de hombres y de mujeres que, en distintas partes del mundo, son humillados por la injusticia, la prepotencia y la violencia. En la Transfiguración se oye la voz del Padre celeste que dice: «Este es mi hijo amado, ¡escuchadle!» (v. 5). Miremos a María, la Virgen de la escucha, siempre preparada a acoger y custodiar en el corazón cada palabra del Hijo divino (cf. Lucas 1, 51). Quiera nuestra Madre y Madre de Dios ayudarnos a entrar en sintonía con la Palabra de Dios, para que Cristo se convierta en luz y guía de toda nuestra vida. A Ella encomendamos las vacaciones de todos, para que sean serenas y provechosas, pero sobre todo el verano de los que no pueden tener vacaciones porque se lo impide la edad, por motivos de salud o de trabajo, las limitaciones económicas u otros problemas, para que aun así sea un tiempo de distensión, animado por las amistades y momentos felices».
Papa Francisco. Ángelus. Domingo 6 de agosto de 2017.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. «Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios», leemos en el libro de los Hechos de los Apóstoles 14,22. Ciertamente no se trata de crearnos sufrimientos estériles, sin embargo, ¿Los acepto y los ofrezco al Señor?
2. «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle», nos dice el Padre en el Evangelio. ¿Escucho atentamente la Palabra en la Santa Misa? ¿Leo la Biblia?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 444. 459. 554 – 558. 1721.
[1] Por el libro del Génesis se conoce a Abraham (padre de multitudes, Gn 17.5). Descendiente de Sem e hijo de Taré, se le atribuye la fundación de la nación judía, de los ismaelitas y de otras tribus árabes. La historia de su vida se relata en Gn 11.16-25.10, y hay una sinopsis de ella en Hch 7.2-8. 22).
[2] Tradición yavista: una de las principales fuentes del Pentateuco junto con la tradición elohísta, la sacerdotal y la deuteronomista. Es la más antigua de dichas fuentes. Constituye una narración bastante homogénea que abarca la historia de la creación hasta la muerte de José y luego, en forma fragmentaria, los relatos de Egipto y del desierto. Tiene una idea altísima de Yahveh y, al mismo tiempo, lo presenta en familiar figura antropomórfica.
[3] Monte Horeb. (del hebreo «yermo, desierto»). Monte estrechamente relacionado con el Sinaí; abarca la cordillera de montañas que se extiende alrededor de 28° 30′ N, entre el golfo de Suez y el de Ákaba, y que Sinaí es uno de sus picos. Horeb era llamado el «monte de Dios» (Éx 3:1). Fue allí donde Dios tuvo su encuentro con Moisés, y donde dio su pacto a Israel. Cerca de aquí también se erigió el becerro de oro (Éx 17:6; 33:6; Dt 1:2, 6, 19; 4:10, 15; 29:1; Sal 06:19).