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«Hace oír a los sordos y hablar a los mudos»

Domingo de la Semana 23ª del Tiempo Ordinario.  Ciclo B – 5 de septiembre 2021

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 7, 31-37

Los criterios que el mundo tiene para juzgar a las personas no son los mismos criterios de Dios. Todas las lecturas dominicales nos hablan del amor de predilección[1] de Dios por los enfermos, los necesitados y los disminuidos física o espiritualmente. En la curación del sordomudo (Marcos 7, 31-37) comienza a darse la esperanza mesiánica que había sido anunciada ocho siglos antes por el profeta Isaías (Isaías 35, 4 -7a). Es lo mismo que afirma tajantemente el apóstol Santiago al decir: «¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que le aman?» (Santiago 2, 1-5). 

¡Sé fuerte en el Señor!

La secuencia de los capítulos 34 y 35 del libro de Isaías es conocida como el «apocalipsis de Isaías» o «pequeño apocalipsis». El capítulo 34 nos muestra la destrucción y el juicio de Edom (ciudad enemiga de Israel). Dios se presenta como el protector del pueblo que es fiel. En la lectura vemos al pueblo sufrido que vuelve a Sión después de la esclavitud en Babilonia. Muchos se encuentran física y espiritualmente disminuidos. Hay ciegos, sordos y cojos. Algunos tal vez sean soldados heridos a causa de las continuas guerras. El mensaje de esperanza les viene directamente de Dios que se dirige al corazón de cada uno de ellos: «¡Ánimo, no tengas miedo!». Frase que nos remite al bello Salmo 27 (26): «Yahveh es mi luz y mi salvación, ¿a quién he de temer? Yahveh es el refugio de mi vida, ¿por quién he de temblar?». Para la tradición judía las personas que tenían un defecto o disminución física eran consideradas impuras y no poseían la bendición de Dios. Si habían nacido así, tenían un pecado y estaban siendo castigadas por Dios. Ellas debían ser separadas de las personas «perfectas o sanas» para no contaminarlas.

Sin embargo Dios mismo «vendrá y los salvará»; es decir devolverá a estas personas, consideradas disminuidas, su auténtica dignidad humana. Serán «curadas» y entonces podrán volver a sus familias, a sus trabajos; podrán integrarse nuevamente a la sociedad. Podrán sonreír nuevamente con los suyos. Pero además Dios hará brotar torrentes de abundante agua en el desierto. Así como cuando el pueblo caminaba por el desierto y Moisés hizo salir agua de una roca antes de entrar a la Tierra Prometida; ahora, después de la esclavitud de Babilonia, Dios volverá a sacar agua y ríos caudalosos en el «país árido». Entonces habrá «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,1). Así «Los redimidos de Yahveh volverán, entrarán en Sión entre aclamaciones, y habrá alegría eterna sobre sus cabezas. ¡Regocijo y alegría les acompañarán! ¡Adiós penar y suspiros!» (Is 35,10). ¡Todo será alegría eterna en el Señor!

«¿No sería esto hacer distinciones entre vosotros y ser jueces con criterios malos?»

La carta del apóstol Santiago es considerada como una de las siete «cartas católicas» y estas están colocadas según el orden que leemos en Gálatas 2,9. Ellas tienden a ser «mensajes sapienciales», es decir escritos que muestran la sabiduría cristiana ante las dificultades o problemas concretos de la vida cotidiana. Algunas de ellas parecen ser homilías o exposiciones catequéticas. Al estudiar la carta de Santiago veremos que se dirige a los judíos-cristianos de mentalidad helénica que viven fuera de Palestina ya que coloca muchas citas de la Versión de los LXX[2]. El contenido de la carta reduce toda la Ley – Torah – al mandamiento del amor al prójimo (ver St 1,25; 2,8.12). Durante la carta, Santiago, va demostrando cómo vivir, concretamente, ese amor en la comunidad. Encontramos en ella, la mayor y más directa crítica a los ricos de toda la Biblia (ver St 5,1-6).

En el pasaje de nuestra lectura dominical vemos cómo una persona de fe verdadera jamás discrimina al prójimo ya que lo considera su hermano. Leemos: «Supongamos que entra en vuestra asamblea» o «sinagoga» (St 2,2). Éste es el único pasaje de todo el Nuevo Testamento en que así es llamada una asamblea cristiana. Hay quienes ven en esto un indicio de que Santiago se dirigía a judíos conversos. Termina llamando la atención a sus oyentes colocando a los pobres como los predilectos de Dios. Sin embargo no coloca esta preferencia en desmedro de los ricos ya que esos  pobres son «ricos en la fe y herederos del Reino prometido». Por lo tanto, ni los pobres ni ninguna persona debe de ser discriminada, separada ya que sería colocarnos en el lugar del Buen Juez que nos dice «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

 «Hace oír a los sordos y hablar a los mudos»

El nombre «Marcos» proviene del latín y significa «siervo de Marte». Era el nombre romano del discípulo llamado Juan Marcos, ya que era la costumbre de los antiguos súbditos del Imperio Romano adoptar dos nombres. La familia de Marcos era muy considerada en la comunidad primitiva ya que en su casa se reunían los cristianos en los primeros tiempos para rezar (ver Hch 12,12). Marcos era hijo de María (Hch 12,12), muy cercano a Pedro (1Pe 5,13) y a Bernabé (ver Hech 15,36-39). En el pasaje que leemos este Domingo vemos a Jesús que, después de un breve viaje al norte, a la región de Tiro en Fenicia, vuelve a su tierra, es decir, a los alrededores del mar de Galilea. Sabemos que uno de los rasgos que distinguía Jesús era su condición de «galileo» (ver Lc 23,6. Jn 18, 4-5).

Comienza el relato mencionando de manera exacta una serie de lugares geográficos del itinerario seguido por Jesús: «Jesús se marchó de la región de Tiro y vino de nuevo por Sidón, al mar de Galilea, atrave­sando la Decápo­lis». La Decápolis es una región que se extiende al oriente del mar de Galilea y del río Jordán; se llama así porque abraza diez ciudades griegas que el emperador romano Pompeyo organizó en una especie de confederación cuando conquistó ese territo­rio. El Evangelio nos presenta una de las curaciones que realizó en su propia tierra: Galilea. Como en la mayoría de los relatos de milagros, se comienza con la presentación del enfermo y la descripción de su mal: «Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan que imponga la mano sobre él». Se trata de un hombre que «no está bien», es decir que no está en su integridad. Veamos la petición que le hacen a Jesús: que imponga la mano sobre él. Podemos decir que éste es un gesto propio de Jesús.

En efecto, no vemos que en el Antiguo Testamento se use la imposición de manos; en cambio, en el Nuevo Testamento aparece con frecuencia en la actuación de Jesús y de sus apóstoles. Ya antes de este episodio el mismo Evangelio de Marcos dice que en su propio pueblo de Nazaret Jesús «curó a algunos enfermos imponiéndoles las manos» (Mc 6,5). En Cafarnaún le presentan a todos los que estaban enfermos y, «Jesús, poniendo las manos sobre cada uno de ellos, los curaba» (Lc 4,40). Asimismo, Jesús resucitado declara que una de las señales que acompañarán a los que crean en su nombre es ésta: «Impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien» (Mc 16,18). Desde el primer momento los cristianos usaron este gesto como signo, no sólo de una curación física, sino también de la transmisión de un don espiritual (ver Hech 8,17. 9,17).

Con su intervención Jesús devuelve al pobre sordomudo a su situación original. Lo hace por medio de su palabra: «Y, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: «Effatá», que quiere decir: «¡Abrete!»». Se le abrieron los oídos y, al instante, se puso a hablar. El hecho adquiere un sentido más profundo si se ubica en el contexto de las profecías, cuyo cumplimiento todos aguardaban expectantes en Israel. Nadie ignoraba la profecía que hemos leído en la Primera Lectura del profeta Isaías. Ésta es utilizada por el mismo Jesús ante los enviados por Juan el Bautista (ver Lc 7,20-22). Son los signos de la intervención salvífica personal de Dios que se esperaba y que iba a ser definitiva.

Cuando los presentes vieron al que era sordomudo hablar correctamente, «se maravillaban sobremanera y decían «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos».». Estas expresiones no pueden dejar de evocar en nosotros el relato de la creación en que el agente es Dios mismo y todo viene a la existencia por su Palabra. Después de toda la obra de la creación, el Génesis dice: «Vio Dios cuanto había hecho y todo estaba muy bien» (Gn 1,3-31). La ruptura producida por el pecado hace que el hombre necesite la reconciliación ofrecida por Dios mismo a través del sacrificio redentor de su Hijo. Es como si fuera un nuevo acto creador. La muerte de Jesucristo en la cruz fue un sacrificio que expió[3] al hombre del pecado y de todo su cortejo de males. Por eso, en Cristo actúa la salvación que devuelve al hombre a su integridad primera, en el aspecto físico y, sobre todo, moral. Dios lo creó íntegro y Cristo lo recreó. Su actuación puede homologarse a una nueva creación. Por eso el relato de la curación del sordomudo se presenta en esos términos: Jesús asume la actuación creadora de Dios. A esto se refiere San Pablo cuando dice: «El que está en Cristo es una nueva creación» (2Cor 5,17). Y para los tiempos finales, por obra de la salvación de Cristo, se esperan «nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia» (2Pe 3,13).

Una palabra del Santo Padre:

«El Evangelio de hoy (Mc 7, 31-37) relata la curación de un sordomudo por parte de Jesús, un acontecimiento prodigioso que muestra cómo Jesús restablece la plena comunicación del hombre con Dios y con los otros hombres. El milagro está ambientado en la zona de la Decápolis, es decir, en pleno territorio pagano; por lo tanto, ese sordomudo que es llevado ante Jesús se transforma en el símbolo del no-creyente que cumple un camino hacia la fe. En efecto, su sordera expresa la incapacidad de escuchar y de comprender no sólo las palabras de los hombres, sino también la Palabra de Dios. Y san Pablo nos recuerda que «la fe nace del mensaje que se escucha» (Rm 10, 17). La primera cosa que Jesús hace es llevar a ese hombre lejos de la multitud: no quiere dar publicidad al gesto que va a realizar, pero no quiere tampoco que su palabra sea cubierta por la confusión de las voces y de las habladurías del entorno. La Palabra de Dios que Cristo nos transmite necesita silencio para ser acogida como Palabra que sana, que reconcilia y restablece la comunicación.

 Se evidencian después dos gestos de Jesús. Él toca las orejas y la lengua del sordomudo. Para restablecer la relación con ese hombre «bloqueado» en la comunicación, busca primero restablecer el contacto. Pero el milagro es un don que viene de lo alto, que Jesús implora al Padre; por eso, eleva los ojos al cielo y ordena: «¡Ábrete!». Y los oídos del sordo se abren, se desata el nudo de su lengua y comienza a hablar correctamente (cf. v. 35). La enseñanza que sacamos de este episodio es que Dios no está cerrado en sí mismo, sino que se abre y se pone en comunicación con la humanidad. En su inmensa misericordia, supera el abismo de la infinita diferencia entre Él y nosotros, y sale a nuestro encuentro. Para realizar esta comunicación con el hombre, Dios se hace hombre: no le basta hablarnos a través de la ley y de los profetas, sino que se hace presente en la persona de su Hijo, la Palabra hecha carne. Jesús es el gran «constructor de puentes» que construye en sí mismo el gran puente de la comunión plena con el Padre. Pero este Evangelio nos habla también de nosotros: a menudo nosotros estamos replegados y encerrados en nosotros mismos, y creamos muchas islas inaccesibles e inhóspitas. Incluso las relaciones humanas más elementales a veces crean realidades incapaces de apertura recíproca: la pareja cerrada, la familia cerrada, el grupo cerrado, la parroquia cerrada, la patria cerrada… Y esto no es de Dios. Esto es nuestro, es nuestro pecado. Sin embargo, en el origen de nuestra vida cristiana, en el Bautismo, están precisamente aquel gesto y aquella palabra de Jesús: «¡Effatá! – ¡Ábrete!». Y el milagro se cumplió: hemos sido curados de la sordera del egoísmo y del mutismo de la cerrazón y del pecado y hemos sido incorporados en la gran familia de la Iglesia; podemos escuchar a Dios que nos habla y comunicar su Palabra a cuantos no la han escuchado nunca o a quien la ha olvidado y sepultado bajo las espinas de las preocupaciones y de los engaños del mundo».

Papa Francisco. Ángelus, domingo 6 de septiembre de 2015. 

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

1-Santiago nos dice claramente: «Hermanos míos, no entre la acepción de personas en la fe que tenéis en nuestro Señor Jesucristo glorificado». Leamos con atención el texto de la carta de Santiago y hagamos un sincero examen de conciencia para ver qué criterios guían nuestro actuar. ¿Acepto a todos como mis hermanos y los valoro como son?

2-Juan Pablo II nos dice que «la caridad de los cristianos es la prolongación de la presencia de Cristo que se da a sí mismo». ¿Cómo y de qué manera concreta vivo la caridad?

 3-Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 25, 1822 – 1829. 1853, 2013, 2094.

 [1] Predilección. (Del lat. prae, pre-, y dilectĭo, -ōnis).  Cariño especial con que se distingue a alguien o algo entre otros.

[2] La versión de los Setenta es la primera y la más importante traducción del hebreo al griego. Se llama Setenta porque, según la leyenda, habría sido realizada por 72 sabios judíos (6 de cada una de las tribus). Se llevó a cabo a lo largo de aproximadamente un siglo (250 – 150 a.C.). Se realizó esta versión como respuesta a la necesidad de los judíos que vivían en la diáspora (judíos dispersos en el mundo pagano) y se efectuó en Alejandría (Egipto).

[3] Expiar. (Del lat. expiāre). Borrar las culpas, purificarse de ellas por medio de algún sacrificio.

 

Written by Rafael De la Piedra