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«He venido para que tengan vida»

Domingo de la Semana 4ª de Pascua. Ciclo A
Lectura del Santo Evangelio según San Juan 10, 1-10

Este cuarto Domingo de Pascua es conocido en todo el orbe católico como el del «Buen Pastor» y es donde rezamos de manera particular por las vocaciones a la vida consagrada. Las lecturas dominicales nos ayudan a profundizar en la relación del Pastor con sus ovejas.

En el Evangelio, Jesús, Buen Pastor, se identifica con la Puerta de las ovejas. Él guía a las ovejas por caminos seguros para que estén a salvo y encuentren vida abundante. Será San Pedro quien explicará cómo entrar por la puerta del redil: mediante la conversión, el bautismo (Hechos de los Apóstoles 2, 14a. 36-41) y siguiendo las huellas dejadas por el Buen Pastor (Primera carta de San Pedro 2, 20b-25).

El Buen Pastor y su rebaño

Era normal en los pueblos nómades del Antiguo Testamento que se comparara la relación entre el gobernante y su pueblo con la del pastor y su rebaño. El buen pastor conoce a sus ovejas, las ama, vela en modo particular por las más débiles, las conduce a los pastos y a las fuentes de agua. El pueblo anhelaba jefes que se comportaran de esa manera. Pero, a veces, ¡qué desilusión!, los jefes trataban al pueblo de manera autoritaria y se servían de él para su propio interés. Por eso, pronto se comprendió que el único que merece el título de «pastor del pueblo» es Dios mismo pues sólo Él ama y da la vida por sus ovejas.

En el culto el pueblo cantaba: «El Señor es mi Pastor, nada me falta; por prados de fresca hierba me apacienta; hacia las agua de reposo me conduce y conforta mi alma… aunque camine por cañadas oscuras nada temo porque Tú vas conmigo, tu vara y tu cayado, ellos me sosiegan…» (Sal 23,1-4). Y contra los malos gobernantes del pueblo Dios advierte por intermedio del profeta Ezequiel: «¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos!… No habéis fortalecido a las ovejas débiles, no habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba herida, no habéis tornado a la descarriada ni buscado a la perdida: sino que las habéis dominado con violencia y dureza» (Ez 34,2.4).

Y, a través del mismo profeta, Dios promete al pueblo: «Yo suscitaré para ponérselo al frente un solo pastor que las apacentará, mi siervo David: él las apacentará y será su pastor» (Ez 34,23). Desde entonces el pueblo esperaba el cumplimiento de esta promesa y miraba hacia el futuro anhelando la aparición de un nuevo David. Y cuando Jesús comenzó a resaltar por sus enseñanzas y sus milagros en favor del pueblo sencillo; surgió inmediatamente la pregunta que estaba en el ambiente: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Jesús responde afirmando: «Yo soy el buen pastor… yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia».

¿A quién escuchar y a quién seguir?

En la primera parte del décimo capítulo del Evangelio según San Juan, Jesús está interesado en dar un criterio claro para discernir a quién se debe escuchar y seguir así como de quien uno debe de alejarse. En todos los tiempos han existido falsos profetas y maestros que arrastran a hombres y mujeres. Nuestro tiempo es testigo de una proliferación de líderes religiosos, gurúes o jefes de sectas que seducen a muchas personas y se aprovechan de ellas con toda clase de habladurías. Contra ellos advierte Jesús diciendo: «En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que escala por otro lado, ése es un ladrón y un salteador; pero el que entra por la puerta es el pastor de las ovejas». Sigue indicando Jesús diversos criterios para distinguir al pastor del salteador. Al pastor le abre el portero la puerta del redil; conoce las ovejas y las llama a cada una por su nombre y ellas lo escuchan; camina delante de ellas y las ovejas lo siguen porque conocen su voz. Por otro lado, no conocen la voz de los extraños y no los siguen sino que huyen de ellos.

El Evangelista San Juan comenta que «ellos» no entendían lo que les hablaba (Jn 10,6). ¿A quiénes dirige Jesús esta parábola? ¿Quiénes son «ellos»? La exposición de la parábola comienza con la fórmula: «En verdad, en verdad os digo…». En el cuarto Evangelio esta fórmula introduce siempre un tema que ya ha sido tratado y que ahora es retomado para ampliarlo o presentarlo bajo una nueva luz. Hay que volver la atención, entonces, hacia lo que precede. En el capítulo 9 se ha relata¬do la curación del ciego de nacimiento. Este hombre, después de discusiones con los fariseos, es excluido de la sinagoga: «Lo echaron fuera» (Jn 9,34). Es que «los judíos se habían puesto ya de acuerdo en que, si alguno reconocía a Jesús como Cristo, quedara excluido de la sinagoga» (Jn 9,22).

Y en este momento se encuentra con Jesús que lo acoge, después que ha confesado su fe en él, diciendo: «Creo, Señor» (Jn 9,38). En ese acto de fe queda, al mismo tiempo, excluido de la sinagoga y acogido entre los discípu¬los de Cristo. Este es el acto de fe que tiene que hacer todo el que es acogido en la Iglesia de Cristo por medio del Bautismo. El episodio concluye con la pregunta de los fariseos a Jesús: «¿Es que también nosotros somos ciegos?» (Jn 9,40). Es para ellos que Jesús formula esta parábola de la puerta.

El contraste entre Jesús y los fariseos queda en evidencia en el modo cómo tratan al ciego de naci¬miento: los fariseos lo echan fuera; Jesús lo sana y lo acoge respondiendo al perfil del pastor que Él mismo ha dado. Pero diciendo: «Yo soy la puerta», Jesús insinúa que también hay otros verdaderos pastores y nos ofrece un criterio que nos permita discernir el pastor del ladrón. Todo el que entra por Él, es decir, todo el que llega al rebaño en el nombre de Cristo y con un mandato suyo: ese es pastor de las ovejas y promueve la vida de las ovejas. El que no es enviado por Cristo, sino que se envía a sí mismo, es un ladrón que entra por otro lado.

«Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia»

Este Evangelio culmina con una declaración de Jesús sobre su propia identidad y misión: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia». Lo primero que llama la atención es el pronombre personal «Yo». Este pronombre está en el lugar del nombre de Jesús, que es quien habla, y tiene valor enfático. El «Yo» que pronuncia Jesús está en el lugar de una Persona divina. Jesús dice: «He venido». Esta afirmación nos sugiere la pregunta: ¿De dónde? Ciertamente no se refiere a su venida desde algún otro lugar de esta tierra; se refiere al misterio de su origen celestial. Había discusión respecto a su origen: «Unos decían: ‘Este es el Cristo’. Pero otros replicaban: ‘¿Acaso va a venir de Galilea el Cristo?’… ‘Éste sabemos de dónde es, mientras que cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde es’» (Jn 7,41.27). Había expectativa sobre la venida del Cristo, como se deduce de las palabras de la samaritana: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo desvelará todo» (Jn 4,25). Al decir Jesús: «He venido» está afirmando que la espera acabó y que el Cristo ya está aquí. Así lo creía ya otra mujer, Marta: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo» (Jn 11,27).

«Para que tengan vida» es el objetivo de su venida. La vida es lo más valioso que tiene cada uno; vale más que el mundo entero. Jesús lo dice en una frase inapelable; hasta ahora nadie la ha discutido: «¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?» (Mt 16,26). Jesús se identifica diciendo: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25). Para demostrarlo devolvió la vida a Lázaro que yacía en el sepulcro. Los milagros de curaciones demuestran que Él ejerce su poder en favor de la vida. Donde está Jesús prospera la vida; donde Él no está se extienden las fuerzas de la muerte. Finalmente con la expresión «vida en abundancia»; Jesús se refiere a otro tipo de vida: la vida que Él, como Hijo de Dios, posee. Ésta es la vida que Él llama «vida eterna». Comunicarnos esta vida es el objetivo último de su venida: no simplemente para que poseamos la vida de este mundo, que acaba con la muerte corporal, sino para que poseamos ya desde ahora la vida eterna, que no tiene fin. Jesús vino a hacer la voluntad de su Padre, y aclara: «Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y yo lo resucite el último día» (Jn 6,40).

«Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar»

Esta parábola del Buen Pastor fue comprendida en todo su alcance por los apóstoles después de la Resurrección de Cristo. Esto constituye el mensaje central de su predicación como vemos en el discurso misionero o kerigmático de Pedro el día de Pentecostés. El apóstol Pedro proclama a Jesús constituido Señor y Mesías por el Padre. Dos títulos cristológicos fundamentales en la confesión de fe de la primera comunidad. Reconocer a Jesús muerto y resucitado, como Señor y Mesías lleva a la conversión por la fe en Él y al bautismo en su nombre para la salvación eterna. Este es el contenido del kerigma de los Apóstoles. En el libro de los Hechos de los Apóstoles encontramos cuatro discursos misioneros dirigidos a judíos; el quinto el apóstol se dirige a los gentiles o paganos que estaban en la casa del centurión romano Cornelio (Hch 10,34-43). El sexto discurso es el de Pablo en Antioquía de Pisidia a los judíos (Hch 13,16-41).

La Segunda Lectura es una exhortación de Pedro a los esclavos cristianos que pasan por situaciones de sufrimiento y dolor. El modelo de paciencia es Jesús, cuyas actitudes en su Pasión y Muerte se exponen en forma de himno incorporando referencias del Siervo sufriente que leemos en Isaías 53. La paciencia del cristiano, unida al sufrimiento redentor de Jesús, no es resignación fatalista sino es «camino de esperanza» del que se sabe unido a Cristo Resucitado constituido Señor y Salvador. Ellos los que le siguen como guía y pastor ya que «erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas».

Una palabra del Santo Padre:

«Hoy nos hará bien a todos que nos preguntásemos sinceramente, que cada uno piense en su corazón: ¿En quién ponemos nuestra fe? ¿En nosotros mismos, en las cosas, o en Jesús? Todos tenemos muchas veces la tentación de ponernos en el centro, de creernos que somos el eje del universo, de creer que nosotros solos construimos nuestra vida, o pensar que el tener, el dinero, el poder es lo que da la felicidad. Pero todos sabemos que no es así. El tener, el dinero, el poder pueden ofrecer un momento de embriaguez, la ilusión de ser felices, pero, al final, nos dominan y nos llevan a querer tener cada vez más, a no estar nunca satisfechos. Y terminamos empachados pero no alimentados, y es muy triste ver una juventud empachada pero débil. La juventud tiene que ser fuerte, alimentarse de su fe, y no empacharse de otras cosas. ¡“Poné a Cristo” en tu vida, poné tu confianza en él y no vas a quedar defraudado!

Miren, queridos amigos, la fe en nuestra vida hace una revolución que podríamos llamar copernicana, nos quita del centro y pone en el centro a Dios; la fe nos inunda de su amor que nos da seguridad, fuerza y esperanza. Aparentemente parece que no cambia nada, pero, en lo más profundo de nosotros mismos, cambia todo. Cuando está Dios en nuestro corazón habita la paz, la dulzura, la ternura, el entusiasmo, la serenidad y la alegría, que son frutos del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22), entonces y nuestra existencia se transforma, nuestro modo de pensar y de obrar se renueva, se convierte en el modo de pensar y de obrar de Jesús, de Dios. Amigos queridos, la fe es revolucionaria y yo te pregunto a vos, hoy: ¿Estás dispuesto, estás dispuesta a entrar en esta onda de la revolución de la fe? Sólo entrando tu vida joven va a tener sentido y así será fecunda.

Querido joven, querida joven: “Poné a Cristo” en tu vida. En estos días, Él te espera: Escúchalo con atención y su presencia entusiasmará tu corazón. “Poné a Cristo”: Él te acoge en el Sacramento del perdón, con su misericordia cura todas las heridas del pecado. No le tengas miedo a pedirle perdón, porque Él en su tanto amor nunca se cansa de perdonarnos, como un padre que nos ama. ¡Dios es pura misericordia! “Poné a Cristo”: Él te espera también en la Eucaristía, Sacramento de su presencia, de su sacrificio de amor, y Él te espera también en la humanidad de tantos jóvenes que te enriquecerán con su amistad, te animarán con su testimonio de fe, te enseñarán el lenguaje del amor, de la bondad, del servicio. También vos, querido joven, querida joven, podés ser un testigo gozoso de su amor, un testigo entusiasta de su Evangelio para llevar un poco de luz a este mundo. Dejate buscar por Jesús, dejate amar por Jesús, es un amigo que no defrauda».

Papa Francisco. Homilía en la Misa de acogida en Río de Janeiro. Jueves 25 de julio 2013.

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1 Recemos en familia por las vocaciones a la vida consagrada en el Domingo del Buen Pastor. Pidamos de manera concreta que Dios envíe más vocaciones a la vida consagrada y que podamos tener familias generosas que apoyen a sus hijos en sus decisiones.

2. ¿Qué acto concreto puedo hacer para ayudar a promover las vocaciones a la vida consagrada?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 914 – 933.

Written by Rafael De la Piedra