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«¡Hosanna al Hijo de David!» domingo ramos Full view

«¡Hosanna al Hijo de David!»

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor. Ciclo A – 5 de abril de 2020

Lectura del Santo Evangelio según San  Mateo 21, 1-11

 

 

 

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 26,14-27,66[1]

 Dolor, sufrimiento y aclamación de un pueblo; hacen parte de las lecturas de este domingo de Ramos. Como que la Iglesia nos quiere llevar de la mano por situaciones nada fáciles de explicar: las contradicciones de la vida. Eso es lo que vivimos en esta situación extrema y delicada a nivel mundial. Y es justamente el camino que será necesario recorrer para que Jesús pueda abrir esa piedra que sellará su sepulcro.

La lectura del profeta Isaías (Isaías 50, 4-7) nos presenta la figura del «siervo sufriente» que es capaz de darse por entero para salvar a los otros. Por otro lado, el himno de la carta a los Filipenses (Filipenses 2, 6-11) resalta la humildad y la obediencia filial, hasta la muerte en Cruz, de nuestro Señor Jesucristo. El relato de San Mateo (San Mateo 26,14-27,66) muestra a un Jesús que no es reconocido como «el Mesías[2]» por el pueblo y por sus autoridades y es conducido a la muerte. Sin embargo, serán el centurión y la tropa que lo custodiaba que, espantados, proclaman a viva voz: «Realmente éste era Hijo de Dios» (Mt 27,55).

 

«He aquí que tu Rey viene montado en una asna»

El pasaje de la entrada mesiánica de Jesús en la «ciudad santa» se inicia con el extraño pedido de Jesús que hace a dos de sus discípulos. Jesús considera importante entrar en la ciudad, no a pie, como era lo usual, sino montado en un asno[3]. Jesús había previsto incluso cualquier dificultad que hubieran podido encontrar sus enviados: «Si alguien os dice algo, diréis: ‘El Señor los necesita, pero enseguida los devolverá’». ¿Por qué interesaba a Jesús entrar a Jerusalén montado en esa cabalgadura? Porque quiere realizar un gesto claro para que los judíos sepan quién Él es; es decir, el Cristo – el Mesías – el Hijo de David, sobre el cual Dios había prometido: «Yo consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él padre y él será para mí hijo» (2S 7,13-14). Este gesto, tan elocuente para los judíos, se refiere a ese personaje que había de venir, que el profeta Zacarías había ya anunciado 500 años antes: «Decid a la hija de Sión: He aquí que tu Rey viene a ti, manso y montado en un asno y en un pollino, hijo de animal de yugo» (Za 9,9).

En un ambiente fuertemente cargado de la esperanza mesiánica, el gesto de Jesús fue captado inmediatamente. El evangelista lo hace notar con estos signos de entusiasmo: «La gente, muy numerosa, extendió sus mantos por el camino; otros cortaban ramas de los árboles y las tendían por el camino». Pero, sobre todo, sabemos lo que piensan por sus aclamaciones: «La gente que iba delante y detrás de él gritaba: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!». Y cuando Jesús entra en Jerusalén, toda la ciudad está ya conmovida. Esta es la segunda vez que toda Jerusalén se conmueve por causa de Jesús. La primera vez tuvo lugar muchos años antes, cuando llegaron a ella unos magos de oriente preguntando: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?» (Mt 2,2). Ahora se conmueve porque Jesús entra en la cabalgadura real y es aclamado por la multitud que lo acompaña como «Hijo de David», que equivale a decir «Rey de los judíos». Al ver ese cortejo triunfal preguntaban: «¿Quién es éste?». Pero la respuesta que da la gente es insuficiente: «Este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea».

«¡Hosanna al hijo de David!»

No era la primera vez que la gente reconocía en Cristo al rey esperado. Ya había sucedido después de la multiplica­ción milagrosa del pan, cuando la multi­tud quería aclamarlo triunfalmente. Pe­ro Jesús sabía que su reino no era de es­te mundo; por eso se había alejado de ese entusiasmo. También Pedro lo reconoció como el Cristo y el Hijo de Dios, pero Jesús «mandó a sus discípulos que no dijesen a nadie que él era el Cristo» (Mt 16,20).

Entonces Jesús estaba todavía en Galilea y tenía que comenzar a instruir a sus discípulos sobre su destino de muerte y resurrección que iba a verificarse en Jerusalén. Tenían que hacer comprender a sus discípulos que su muerte no obedecería a causas ordinarias, sino a un designio redentor; que su muerte sería un sacrificio que Él libremente ofrecería a Dios por la salvación del mundo. Les decía: «El Hijo del hombre ha venido a servir y a dar su vida en rescate por la multitud» (Mt 20,28). Ahora, que está entrando a Jerusalén y se encamina a su muerte, quiere que todos sepan que Él es el Cristo. Durante el juicio ante el Sanedrín que lo iba a sentenciar a muerte, Jesús escuchó en silencio todas las acusaciones; pero cuando el Sumo Sacerdote lo interpeló directamente: «Yo te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios», Jesús rompió su silencio y respondió: «Sí, tú lo has dicho. Y yo os declaro que a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder y venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26,63-64). Esta declaración provocó la sentencia del tribunal judío: «Es reo de muerte» (Mt 26,66).

El valor de las profecías

En Jesús se cumplen y llegan a su plenitud todas las profecías del Antiguo Testamento. Esta plenitud permaneció velada tanto a «la muchedumbre de los discípulos» que a lo largo del ca­mino hacia Jerusalén cantaban «Hosanna», alabando «a Dios a grandes voces por todos los milagros que habían visto» (Lc 19,37), como a los Doce más cercanos a Él. A estos últimos, el amor por Cristo no les permi­tía admitir un final doloroso; recordemos cómo en una ocasión dijo Pedro acalorado: «Esto no te sucederá jamás» (Mt 16,22). Y ya sabemos la respuesta fuerte y directa de Jesús ante estas palabras (ver Mt 16,23).

https://www.youtube.com/watch?v=_w3DB65KYh8

 Para Jesús, en cambio, las palabras de los Profetas son claras hasta el fin, y se le revelan con toda la plenitud de su verdad; y Él mismo se abre ante esta verdad con toda la profundidad de su espíritu. Las acepta totalmente. No reduce nada. En las palabras de los Profetas encuentra el significado justo de la vocación del Mesías: de su propia vocación. Encuentra en ellas la voluntad del Padre. «El Señor Dios me ha abierto los oídos, y yo no me resisto, no me echo atrás» (Is 50,5). De este modo leemos como la lectura del profeta Isaías contiene ya en sí la dimensión plena de la Pasión: la dimensión de la Pascua. «He dado mis espaldas a los que me herían, mis mejillas a los que me arrancaban la barba. Y no escondí mi rostro ante las injurias y los salivazos» (Is 50,6). También leemos en el salmo responsorial la impresionante descripción que luego será realidad: «Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza… me tala­dran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica» (Sal 22[21], 8.17‑19).

«Y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz »

El himno de la carta a los Filipenses, escrito desde la prisión de Roma entre los años 61 a 63, posee un inestimable valor teo­lógico ya que presenta una suerte de síntesis completa de la Semana Santa, desde el Domingo de Ramos, pasando por el Viernes Santo, hasta el Domingo de Resurrección. Las palabras de la car­ta a los Filipenses nos acompañarán durante todo el Triduo Santo. Ya desde la entrada mesiánica y triunfal a Jerusalén, Jesucristo es «obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,8). Entre la voluntad del Padre, que lo ha enviado, y la voluntad del Hijo hay una profunda unión plena de amor.

Jesucristo, que es de naturaleza divina y humana, se despoja a Sí mismo y toma la condición de siervo, humillándose a Sí mismo (ver Flp 2,6‑8). Y permanece en este abajamiento, de su divinidad y de su humani­dad, a lo largo de estos terribles días. El Hijo del hombre va hacia los acontecimientos que se cumplirán, cuando su abajamiento, expoliación, aniquilamiento revistan precisas for­mas externas: recibirá salivazos, será flagelado, insultado, escarnecido, re­chazado por el propio pueblo, condenado a muerte, crucificado; hasta que pronuncie el último «todo está cumplido», entregando su espíritu en las manos de su Padre Amoroso.

https://www.youtube.com/watch?v=mgSxK5FlEBA

Una palabra del Santo Padre:

«Jesús entra en la ciudad rodeado de su pueblo, rodeado por cantos y gritos de algarabía. Podemos imaginar que es la voz del hijo perdonado, la del leproso sanado o el balar de la oveja perdida, que resuenan a la vez con fuerza en ese ingreso. Es el canto del publicano y del impuro; es el grito del que vivía en los márgenes de la ciudad. Es el grito de hombres y mujeres que lo han seguido porque experimentaron su compasión ante su dolor y su miseria… Es el canto y la alegría espontánea de tantos postergados que tocados por Jesús pueden gritar: «Bendito el que llega en nombre del Señor». ¿Cómo no alabar a Aquel que les había devuelto la dignidad y la esperanza? Es la alegría de tantos pecadores perdonados que volvieron a confiar y a esperar. Y estos gritan. Se alegran. Es la alegría.

 Esta alegría y alabanza resulta incómoda y se transforma en sinrazón escandalosa para aquellos que se consideran a sí mismos justos y «fieles» a la ley y a los preceptos rituales. Alegría insoportable para quienes han bloqueado la sensibilidad ante el dolor, el sufrimiento y la miseria. Muchos de estos piensan: «¡Mira que pueblo más maleducado!». Alegría intolerable para quienes perdieron la memoria y se olvidaron de tantas oportunidades recibidas. ¡Qué difícil es comprender la alegría y la fiesta de la misericordia de Dios para quien quiere justificarse a sí mismo y acomodarse! ¡Qué difícil es poder compartir esta alegría para quienes solo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros!

 Y así nace el grito del que no le tiembla la voz para gritar: «¡Crucifícalo!». No es un grito espontáneo, sino el grito armado, producido, que se forma con el desprestigio, la calumnia, cuando se levanta falso testimonio. Es el grito que nace cuando se pasa del hecho a lo que se cuenta, nace de lo que se cuenta. Es la voz de quien manipula la realidad y crea un relato a su conveniencia y no tiene problema en «manchar» a otros para salirse con la suya. Esto es un falso relato. El grito del que no tiene problema en buscar los medios para hacerse más fuerte y silenciar las voces disonantes. Es el grito que nace de «trucar» la realidad y pintarla de manera tal que termina desfigurando el rostro de Jesús y lo convierte en un «malhechor». Es la voz del que quiere defender la propia posición desacreditando especialmente a quien no puede defenderse. Es el grito fabricado por la «tramoya» de la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia que afirma sin problemas: «Crucifícalo, crucifícalo».

 Y así se termina silenciando la fiesta del pueblo, derribando la esperanza, matando los sueños, suprimiendo la alegría; así se termina blindando el corazón, enfriando la caridad. Es el grito del «sálvate a ti mismo» que quiere adormecer la solidaridad, apagar los ideales, insensibilizar la mirada… el grito que quiere borrar la compasión, ese «padecer con», la compasión, que es la debilidad de Dios».

 Papa Francisco. Celebración del Domingo de Ramos y de la Pasión de Cristo. Domingo 25 de marzo de 2018.   

https://www.youtube.com/watch?v=h5pdoPNVi_c

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

1.¿De qué manera concreta voy a buscar vivir mi Semana Santa? Será muy difícil en los momentos de Corona Virus, en qué vivimos; pero ¿qué medios puedo colocar para que mi familia y yo nos acerquemos más al Señor Jesús en estos días?

 2.Hagamos un verdadero esfuerzo para vivir estos días cerca del corazón de la Madre. No seamos indiferentes al dolor de María que nos enseña a vivir el verdadero horizonte de esperanza en medio del sufrimiento.

 3.Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 557- 623.

 [1] El Domingo de Ramos se lee como texto evangélico el texto íntegro de la Pasión y Muerte de Jesucristo. Este texto varía de acuerdo al ciclo litúrgico. En este caso leemos el Evangelio de San Mateo.

[2] Mesías viene del latín bíblico Messĭas, y este a su vez del hebreo מָשִׁיחַ Māšîaḥ significa «ungido» o «crismado».

[3] El asno era el animal más común de todas las bestias de carga, utilizada para el transporte de carga pesadas y también como cabalgadura, tanto por ricos como por pobres. Tanto el asno como la mula son consideradas cabalgaduras más seguras que el caballo. El asno blanco se consideraba como animal digno de personas importantes (ver Jc 5,10). Un escrito del siglo XIII a.C. indica que no era propio de gente real andar a caballo en vez de asno. El caballo se introdujo más tarde, principalmente como animal de guerra.

Written by Rafael De la Piedra