«Hoy se ha cumplido el pasaje de la Escritura que acabáis de escuchar»
Domingo de la Semana 3ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C- 27 de enero de 2019
«Hoy se ha cumplido el pasaje de la Escritura que acabáis de escuchar»
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 1,1-4; 4, 14-21
Jesús es el Maestro Bueno que va a explicar el sentido pleno de las Escrituras ya que Él mismo es la «Palabra» viva del Padre «que habitó entre nosotros». En la Primera Lectura vemos al sacerdote Esdras que lee el libro de la Ley ante todo el pueblo, «explicando el sentido, para que pudieran entender lo que se leía» (Nehemías 8, 2- 4a.5-6. 8-10). En la sinagoga de Nazaret, Jesús se levanta, un día de sábado, para hacer la lectura del volumen del profeta Isaías, que le fue entregado por el sacristán de la sinagoga (San Lucas 1,1-4; 4, 14-21). Luego explica, ante un atónito grupo, el cumplimiento de la profecía de Isaías: «Hoy se ha cumplido el pasaje de la Escritura que acabáis de escuchar». Todos los miembros de la Iglesia de Dios tenemos que alimentarnos de la Palabra y para ello cada uno debe de responder a las gracias y dones que Dios nos ha dado para la edificación de todos (primera carta de San Pablo a los Corintios 12, 12-30).
«No estéis tristes: la alegría de Yahveh es vuestra fortaleza»
El rey persa Artajerjes dio autorización para que Nehemías, copero real y un judío piadoso que vivía en el destierro, se pusiera al mando de un grupo de israelitas que regresaban a Jerusalén en el año 445 a.C. El libro de Nehemías recoge las memorias de un dirigente celoso por su pueblo que deposita toda su confianza en Dios. Para Nehemías orar era casi tan natural como respirar. Al regresar a Jerusalén anima al pueblo a reconstruir las murallas de la ciudad teniendo siempre una fuerte oposición.
Entre los escombros encuentran los libros de la ley. Israel escucha después de largos años nuevamente la palabra de Dios y llora. Llora de emoción por haber encontrado el gran tesoro del pueblo elegido. El sacerdote Esdras proclama el libro de la ley durante toda la mañana hasta el mediodía. Al momento de abrir Esdras el libro de la ley para proclamar la palabra de Dios, todo el pueblo se pone de pie. «Hoy es un día consagrado al Señor, no hagáis duelo, ni lloréis… No estéis tristes pues el gozo del Señor es vuestra fortaleza». El pueblo se siente profundamente conmovido, confiesa sus yerros y se convierte de nuevo a Dios.
«Vosotros sois el cuerpo de Cristo y cada uno por su parte es su miembro»
San Pablo hace la analogía entre el cuerpo humano y la Iglesia. Del mismo modo que el cuerpo es uno pero poseedor de muchos miembros, la Iglesia es una por el Espíritu Santo que la habita pero sus miembros son muchos. La diversidad de miembros y de carismas es una riqueza para el apóstol. Nadie debe ser menospreciado. Nadie puede decir a otro: «no te necesito» o decirse a sí mismo: «no soy importante»; ya que todos los miembros son necesarios, especialmente los más débiles. Concluye Pablo insinuando que no todos los carismas son iguales. Existe una jerarquía y un orden necesario. A la cabeza están los apóstoles, los que hablan de parte de Dios, los encargados de enseñar. Después vienen otros carismas. Para San Pablo la realidad carismática abarca la vida entera de la comunidad. Y es muy significativo que los primeros carismas pertenecen a aquellos que tienen una responsabilidad en la Iglesia.
«Ilustre Teófilo…»
Imitando el estilo de los historiadores de su tiempo, San Lucas nos indica el minucioso cuidado con el que ha reunido las tradiciones anteriores. Él no es un testigo ocular y con su obra no sólo quiere hacer historia, sino confirmar la enseñanza que los miembros de su comunidad han recibido. El prólogo nos informa, además, del proceso por el cual se llega a escribir un Evangelio. En el origen de todo está el mismo Jesús y los testigos oculares que han predicado los hechos y dichos del Maestro. Poco a poco han ido surgiendo diversos relatos a los que San Lucas ha tenido acceso. En su caso, muy probablemente entre otros, el mismo Evangelio de San Marcos. Estos relatos, junto con otras tradiciones propias, le han permitido componer su Evangelio.
¿Quién es el «ilustre Teófilo» al que dedica Lucas su obra? Su nombre significa «amigo de Dios» y es probable que haya sido personaje importante. El título que se le da, «ilustre», lo usa San Lucas en el libro de los Hechos (ver Hch 23,26; 24,3; 26,25) para describir los altos cargos gubernamentales. Según esto, debemos concluir que se trataría de una persona de alto rango social, amigo personal de Lucas. El ilustre Teófilo no reaparece sino en el prólogo del libro de los Hechos de los Apóstoles: «El primer libro lo escribí, Teófilo, sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó» (Hch 1,1).
Esto nos permite deducir que la obra de Lucas se compone de dos tomos, el Evangelio y los Hechos, que abrazan respecti¬vamente la vida y el ministe¬rio de Jesús y la historia de la Iglesia naciente. El objetivo de su obra es que Teófilo conozca la solidez de la enseñanza en que «ha sido catequizado» (así dice literal¬mente). El verbo «katecheo» contiene la raíz de la palabra «eco» y según su etimología significa: «Hacer resonar desde lo alto». Lo que Lucas escribe es una Palabra que tiene su origen en lo alto y que sido reve¬lada a los hombres en el ministerio y la vida de Jesús de Nazaret y en la vida de la Iglesia. El Catecismo es justamente la exposición ordenada y completa de todo esto. De aquí el acento en que estas cosas han sido transmitidas por «los servidores de la Palabra» (Lc 1, 2), y la repetición a modo de estribillo del libro de los Hechos: «La Palabra de Dios iba creciendo… La Palabra de Dios crecía y se multiplicaba… » (ver Hch 6,7; 12,24; 19,20).
«Hoy se ha cumplido…»
La segunda parte del Evangelio de hoy nos presenta a Jesús en la sinagoga de su pueblo natal Nazaret. Era su costumbre ir a la sinagoga el sábado. Pero esta vez ocurre algo nuevo: Jesús se alza para hacer la lectura. Tocaba un pasaje de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres el Evangelio…». Cuando terminó la lectura, «todos los ojos estaban fijos sobre Él». Era necesario explicar este texto. Para todos era claro que esa profecía anunciaba un Ungido (Mesías) por el Espíritu Santo, un personaje que se esperaba en algún momento del futuro para traer la liberación a los cautivos y promulgar un «año de gracia del Señor», es decir, un Jubileo definitivo. Pero todos querían oír qué homilía haría Jesús. Si era claro que se hablaba del Mesías esperado, había que decir cuándo vendría, cuáles serían los signos que indicarían la inminencia de su venida, cómo sería su venida, cuál sería su aspecto externo, etc. Había muchas preguntas que responder.
Jesús da una explicación que responde a todo eso: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Esta frase contiene uno de esos «hoy» que no tienen ocaso y que están siempre abiertos. Es lo que comenta la Carta a los Hebreos: «Exhortaos mutuamente cada día mientras dure este ‘hoy’ para que ninguno de vosotros se endurezca» (Hebr 3,13). Jesús quiere decir que «hoy» ha tenido cumplimiento la esperanza de los siglos, hoy son los tiempos del Mesías, ya no se debe esperar más. Todas las antiguas profecías que decían: «Aquel día vendrá el Señor y salvará a su pueblo», tienen su cumplimiento hoy. Hoy «se ha cumplido el tiempo» (Mc 1,15), hoy «ha llegado la plenitud de los tiempos» (Gal 4,4). Otro sentido aún más profundo de las palabras de Jesús es éste: la profecía leída tiene cumplimiento hoy porque «tiene cumplimiento en mí». Yo soy el único que puede leer las palabras de esta profecía con propiedad: «El Espíritu Santo está sobre mí porque me ha ungido a mi». La profecía no se refiere a otro que vendrá sino a mí que estoy aquí. A la pregunta que sobre estas profecías de Isaías hacía el eunuco etíope al diácono Felipe: «¿Eso lo dice el profeta de sí mismo o de otro?» (Hch 8,34), Jesús le respondería: «Lo dice de mí».
Una palabra del Santo Padre:
«El Espíritu libera los corazones cerrados por el miedo. Vence las resistencias. A quien se conforma con medias tintas, le ofrece ímpetus de entrega. Ensancha los corazones estrechos. Anima a servir a quien se apoltrona en la comodidad. Hace caminar al que se cree que ya ha llegado. Hace soñar al que cae en tibieza. He aquí el cambio del corazón. Muchos prometen períodos de cambio, nuevos comienzos, renovaciones portentosas, pero la experiencia enseña que ningún esfuerzo terreno por cambiar las cosas satisface plenamente el corazón del hombre. El cambio del Espíritu es diferente: no revoluciona la vida a nuestro alrededor, pero cambia nuestro corazón; no nos libera de repente de los problemas, pero nos hace libres por dentro para afrontarlos; no nos da todo inmediatamente, sino que nos hace caminar con confianza, haciendo que no nos cansemos jamás de la vida.
El Espíritu mantiene joven el corazón – esa renovada juventud. La juventud, a pesar de todos los esfuerzos para alargarla, antes o después pasa; el Espíritu, en cambio, es el que previene el único envejecimiento malsano, el interior. ¿Cómo lo hace? Renovando el corazón, transformándolo de pecador en perdonado. Este es el gran cambio: de culpables nos hace justos y, así, todo cambia, porque de esclavos del pecado pasamos a ser libres, de siervos a hijos, de descartados a valiosos, de decepcionados a esperanzados. De este modo, el Espíritu Santo hace que renazca la alegría, que florezca la paz en el corazón.
En este día, aprendemos qué hacer cuando necesitamos un cambio verdadero. ¿Quién de nosotros no lo necesita? Sobre todo, cuando estamos hundidos, cuando estamos cansados por el peso de la vida, cuando nuestras debilidades nos oprimen, cuando avanzar es difícil y amar parece imposible. Entonces necesitamos un fuerte “reconstituyente”: es él, la fuerza de Dios. Es él que, como profesamos en el “Credo”, «da la vida». Qué bien nos vendrá asumir cada día este reconstituyente de vida. Decir, cuando despertamos: “Ven, Espíritu Santo, ven a mi corazón, ven a mi jornada”.
El Espíritu, después de cambiar los corazones, cambia los acontecimientos. Como el viento sopla por doquier, así él llega también a las situaciones más inimaginables. En los Hechos de los Apóstoles —que es un libro que tenemos que conocer, donde el protagonista es el Espíritu— asistimos a un dinamismo continuo, lleno de sorpresas. Cuando los discípulos no se lo esperan, el Espíritu los envía a los gentiles. Abre nuevos caminos, como en el episodio del diácono Felipe. El Espíritu lo lleva por un camino desierto, de Jerusalén a Gaza —cómo suena doloroso hoy este nombre. Que el Espíritu cambie los corazones y los acontecimientos y conceda paz a Tierra Santa—. En aquel camino Felipe predica al funcionario etíope y lo bautiza; luego el Espíritu lo lleva a Azoto, después a Cesarea: siempre en situaciones nuevas, para que difunda la novedad de Dios. Luego está Pablo, que «encadenado por el Espíritu» (Hch 20,22), viaja hasta los más lejanos confines, llevando el Evangelio a pueblos que nunca había visto. Cuando está el Espíritu siempre sucede algo, cuando él sopla jamás existe calma, jamás.
Cuando la vida de nuestras comunidades atraviesa períodos de “flojedad”, donde se prefiere la tranquilidad doméstica a la novedad de Dios, es una mala señal. Quiere decir que se busca resguardarse del viento del Espíritu. Cuando se vive para la auto-conservación y no se va a los lejanos, no es un buen signo. El Espíritu sopla, pero nosotros arriamos las velas. Sin embargo, tantas veces hemos visto obrar maravillas. A menudo, precisamente en los períodos más oscuros, el Espíritu ha suscitado la santidad más luminosa. Porque Él es el alma de la Iglesia, siempre la reanima de esperanza, la colma de alegría, la fecunda de novedad, le da brotes de vida. Como cuando, en una familia, nace un niño: trastorna los horarios, hace perder el sueño, pero lleva una alegría que renueva la vida, la impulsa hacia adelante, dilatándola en el amor. De este modo, el Espíritu trae un “sabor de infancia” a la Iglesia. Obra un continuo renacer. Reaviva el amor de los comienzos. El Espíritu recuerda a la Iglesia que, a pesar de sus siglos de historia, es siempre una veinteañera, la esposa joven de la que el Señor está apasionadamente enamorado. No nos cansemos por tanto de invitar al Espíritu a nuestros ambientes, de invocarlo antes de nuestras actividades: “Ven, Espíritu Santo”».
Papa Francisco. Homilía del domingo 20 de mayo de 2018. Solemnidad de Pentecostés.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. ¿Tengo presente la lectura de la Santa Biblia en mi vida? ¿La leo regularmente? ¿La estudio? ¿Rezo con ella?
2. Todos los bautizados hacemos parte del Cuerpo de Cristo: la Santa Iglesia. ¿Participo activamente, rezo, me preocupo por la Iglesia? ¿Qué hago para acercarme más a la Iglesia?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 436. 695.714. 1286.