«Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios»
Santa María Madre de Dios – 1 de enero de 2020
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 2, 16-21
En el día primero de enero la liturgia nos propone la celebración más antigua de la Virgen en la Iglesia Romana. La reforma litúrgica del Vaticano II ha recuperado esta fiesta de María, Madre de Dios, sin por ello olvidar ni el comienzo del año, ni la circuncisión de Jesús, ni la imposición del nombre de Jesús al Niño nacido en Belén. Por esto la Primera Lectura (Números 6, 22-27), tomada del libro de los Números[1], nos habla de la importancia de invocar el nombre de Dios para alcanzar de Él bendiciones. Con lo cual nos recuerda que es importante comenzar el año nuevo invocando el nombre de Jesús y de esa manera podamos entrar con confianza a recorrer el año recién abierto a nuestras ilusiones y a nuestros temores. En este día tan importante la Iglesia nos coloca bajo la protección de nuestra Madre María, y por ello ruega a Dios: «Concédenos experimentar la intercesión de Aquélla, de quien hemos recibido a tu Hijo Jesucristo, el autor de la vida» (Oración de Colecta) En la Segunda Lectura (Gálatas 4, 4-7) recordamos las palabras de San Pablo claras e impresionantes: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer». Y el Evangelio nos presenta el reconocimiento por parte de humildes pastores, del hecho más extraordinario de la humanidad: «Dios con nosotros». María, por su parte, meditaba todo «cuidadosamente» en su corazón.
«Yavheh te muestre su rostro y te conceda la paz»
El cuarto libro del Pentateuco (el libro de los Números) se titula también «En el desierto» siendo éste un título más descriptivo ya que la narración recoge la peregrinación de los israelíes por el desierto del Sinaí hasta las puertas de Jerusalén. Los cuarenta años justos y el perfecto itinerario de 40 nombres (ver Nm 33) no disimula las quejas y el descontento del pueblo. El libro refleja bien como ésta fue una etapa a la deriva, sin mapas ni urgencia. Los israelitas se rebelaron contra Dios y contra Moisés, su caudillo. Aunque desobedecían, Dios seguía cuidando a su pueblo. En el texto referido tenemos la fórmula clásica de la bendición litúrgica del Antiguo Testamento (ver Ecle 50,22). Bendecir era un oficio propio de los sacerdotes, aunque también el rey podía bendecir (ver 2Sam 6,18) así como los levitas (ver Dt 10,8). Su lenguaje se asemeja mucho al utilizado en los Salmos. La referencia al «rostro iluminado» es una expresión del favor de Dios: «Si el rostro del rey se ilumina, hay vida; su favor es como nube de lluvia tardía (Pr 16,15). La triple invocación del nombre de «Yahveh», sobre los israelitas hace eficaz la bendición de Dios (ver Jr 15,16) vislumbrándose, desde una lectura cristiana, una íntima relación con Dios Uno y Trino.
Santa María, Madre de Dios
La fiesta de hoy tiene tres aspectos que no pueden pasar inadvertidos. El primero se refiere al tiempo: nadie puede ignorar el hecho de que hoy hemos comenzado un nuevo año. El recuento de los años nos permite ubicar los hechos de la historia en una línea y así poder ordenarlos en el tiempo y en su relación de unos con otros. Pero ¿por qué a este año damos precisamente el número 2020? La antropología estima que el hombre tiene alrededor de 3 millones de años sobre la tierra. La pregunta obvia es: ¿2020 años en relación a qué? Nos responde San Pablo: «Cuando llegó la plenitud del tiempo envió Dios a su Hijo nacido de mujer[2]» (Gal 4,4). Es decir, 2020 desde el nacimiento del Hijo de Dios entre nosotros y de su presencia en la historia humana. Es la «plenitud del tiempo». Poner este hecho entre paréntesis es lo mismo que evadirse de la realidad.
El segundo aspecto está dicho en esas mismas palabras de San Pablo que hemos citado: envió Dios a su Hijo «nacido de mujer». El uso normal era identificar a alguien por el padre: «Nacido de José o de Juan o de Zebedeo, etc.». Aquí, en cambio, al comienzo de este tiempo de plenitud se encuentra una mujer, de la cual debía nacer el Hijo de Dios. Por eso es conveniente que el primer día de cada año, cuando se recuerda el evento fundamental, se celebre a la Virgen María como Madre de Dios. María que, como criatura, es ante todo discípula de Cristo y redimida por él, al mismo tiempo fue elegida como Madre suya para formar su humanidad. Así, en la relación entre María y Jesús se realiza de modo ejemplar el sentido profundo de la Navidad: Dios se hizo como nosotros, para que nosotros, de algún modo, llegáramos a ser como Él. Esto es lo primero que vieron los pastores cuando corrieron a verificar el signo dado por el ángel: «Fueron a toda prisa y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre». Al comenzar este año, ante todos los eventos que en él ocurran, el Evangelio nos invita a tener la actitud reverente y silenciosa de la Madre de Dios: «María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón».
Por último, el primero de cada año la Iglesia celebra la Jornada mundial de la paz. Hemos dicho que alguien puede verificar su vivencia de la Navidad por el deseo de alabar y glorificar a Dios que brota espontáneo de su corazón. Pero a la gloria de Dios en el cielo corresponde la «paz en la tierra a los hombres que ama el Señor». La paz, en sentido bíblico, es el bien mayor que se puede desear a alguien. Alguien posee la paz cuando está bien en todo sentido, en particular cuando goza de la gracia de Dios. En este primer día del año queremos que la gracia del Señor se derrame en abundancia a «todos los hombres de buena voluntad» de acuerdo a la antigua bendición de Moisés: «Que el Señor te bendiga y te guarde; que el Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio; que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,26). Esta paz fue dada al mundo con el nacimiento de Cristo. Y en esto consistió su misión en la tierra, tal como él mismo lo declara antes de abandonarla: «La paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14,17).
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Una palabra del Santo Padre:
«Al comienzo del año, pidámosle a ella la gracia del asombro ante el Dios de las sorpresas. Renovemos el asombro de los orígenes, cuando nació en nosotros la fe. La Madre de Dios nos ayuda: Madre que ha engendrado al Señor, nos engendra a nosotros para el Señor. Es madre y regenera en los hijos el asombro de la fe, porque la fe es un encuentro, no es una religión. La vida sin asombro se vuelve gris, rutinaria; lo mismo sucede con la fe. Y también la Iglesia necesita renovar el asombro de ser morada del Dios vivo, Esposa del Señor, Madre que engendra hijos. De lo contrario, corre el riesgo de parecerse a un hermoso museo del pasado. La “Iglesia museo”. La Virgen, en cambio, lleva a la Iglesia la atmósfera de casa, de una casa habitada por el Dios de la novedad. Acojamos con asombro el misterio de la Madre de Dios, como los habitantes de Éfeso en el tiempo del Concilio. Como ellos, la aclamamos «Santa Madre de Dios». Dejémonos mirar, dejémonos abrazar, dejémonos tomar de la mano por ella.
Dejémonos mirar. Especialmente en el momento de la necesidad, cuando nos encontramos atrapados por los nudos más intrincados de la vida, hacemos bien en mirar a la Virgen, a la Madre. Pero es hermoso ante todo dejarnos mirar por la Virgen. Cuando ella nos mira, no ve pecadores, sino hijos. Se dice que los ojos son el espejo del alma, los ojos de la llena de gracia reflejan la belleza de Dios, reflejan el cielo sobre nosotros. Jesús ha dicho que el ojo es «la lámpara del cuerpo» (Mt 6,22): los ojos de la Virgen saben iluminar toda oscuridad, vuelven a encender la esperanza en todas partes. Su mirada dirigida hacia nosotros nos dice: “Queridos hijos, ánimo; estoy yo, vuestra madre”.
Esta mirada materna, que infunde confianza, ayuda a crecer en la fe. La fe es un vínculo con Dios que involucra a toda la persona, y que para ser custodiado necesita de la Madre de Dios. Su mirada materna nos ayuda a sabernos hijos amados en el pueblo creyente de Dios y a amarnos entre nosotros, más allá de los límites y de las orientaciones de cada uno. La Virgen nos arraiga en la Iglesia, donde la unidad cuenta más que la diversidad, y nos exhorta a cuidar los unos de los otros. La mirada de María recuerda que para la fe es esencial la ternura, que combate la tibieza. Ternura: la Iglesia de la ternura. Ternura, palabra que muchos quieren hoy borrar del diccionario. Cuando en la fe hay espacio para la Madre de Dios, nunca se pierde el centro: el Señor, porque María jamás se señala a sí misma, sino a Jesús; y a los hermanos, porque María es Madre.
Mirada de la Madre, mirada de las madres. Un mundo que mira al futuro sin mirada materna es miope. Podrá aumentar los beneficios, pero ya no sabrá ver a los hombres como hijos. Tendrá ganancias, pero no serán para todos. Viviremos en la misma casa, pero no como hermanos. La familia humana se fundamenta en las madres. Un mundo en el que la ternura materna ha sido relegada a un mero sentimiento podrá ser rico de cosas, pero no rico de futuro. Madre de Dios, enséñanos tu mirada sobre la vida y vuelve tu mirada sobre nosotros, sobre nuestras miserias. Vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos.
Dejémonos abrazar. Después de la mirada, entra en juego el corazón, en el que, dice el Evangelio de hoy, «María conservaba todas estas cosas, meditándolas» (Lc 2,19). Es decir, la Virgen guardaba todo en el corazón, abrazaba todo, hechos favorables y contrarios. Y todo lo meditaba, es decir, lo llevaba a Dios. Este es su secreto. Del mismo modo se preocupa por la vida de cada uno de nosotros: desea abrazar todas nuestras situaciones y presentarlas a Dios.
En la vida fragmentada de hoy, donde corremos el riesgo de perder el hilo, el abrazo de la Madre es esencial. Hay mucha dispersión y soledad a nuestro alrededor, el mundo está totalmente conectado, pero parece cada vez más desunido. Necesitamos confiarnos a la Madre. En la Escritura, ella abraza numerosas situaciones concretas y está presente allí donde se necesita: acude a la casa de su prima Isabel, ayuda a los esposos de Caná, anima a los discípulos en el Cenáculo… María es el remedio a la soledad y a la disgregación. Es la Madre de la consolación, que consuela porque permanece con quien está solo. Ella sabe que para consolar no bastan las palabras, se necesita la presencia; allí está presente como madre. Permitámosle abrazar nuestra vida. En la Salve Regina la llamamos “vida nuestra”: parece exagerado, porque Cristo es la vida (cf. Jn 14,6), pero María está tan unida a él y tan cerca de nosotros que no hay nada mejor que poner la vida en sus manos y reconocerla como “vida, dulzura y esperanza nuestra”.
Entonces, en el camino de la vida, dejémonos tomar de la mano. Las madres toman de la mano a los hijos y los introducen en la vida con amor. Pero cuántos hijos hoy van por su propia cuenta, pierden el rumbo, se creen fuertes y se extravían, se creen libres y se vuelven esclavos. Cuántos, olvidando el afecto materno, viven enfadados consigo mismos e indiferentes a todo. Cuántos, lamentablemente, reaccionan a todo y a todos, con veneno y maldad. La vida es así. En ocasiones, mostrarse malvados parece incluso signo de fortaleza. Pero es solo debilidad. Necesitamos aprender de las madres que el heroísmo está en darse, la fortaleza en ser misericordiosos, la sabiduría en la mansedumbre.
Dios no prescindió de la Madre: con mayor razón la necesitamos nosotros. Jesús mismo nos la ha dado, no en un momento cualquiera, sino en la cruz: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27) dijo al discípulo, a cada discípulo. La Virgen no es algo opcional: debe acogerse en la vida. Es la Reina de la paz, que vence el mal y guía por el camino del bien, que trae la unidad entre los hijos, que educa a la compasión».
Papa Francisco. Homilía en la Solemnidad de Santa María Madre de Dios. 1 de enero de 2019.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1. San Juan Pablo II coloca en su libro «Memoria e Identidad» la memorable frase de San Pablo: «No te dejes vencer por el mal, antes bien, vence al mal con el bien» (Rm 12,21) y nos dice como «el mal es siempre ausencia de un bien que un determinado ser debería tener, es una carencia». Busquemos hacer el bien ante el mal que muchas veces nos rodea.
2. Un año nuevo siempre es un tiempo lleno de esperanza y de renovación. Agradezcamos al Señor por todos los dones del año que pasó y ofrezcámosle nuestros mejores esfuerzos para vivir más cerca de Dios y de nuestros hermanos. ¿Cuáles van a ser nuestras resoluciones para este 2020? ¿Cuáles van a ser nuestros objetivos?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 464-469. 495.
[1] El libro de los Números cuenta la historia de los israelitas durante casi 40 años de peregrinación por el desierto de Sinaí. Comienza dos años después de la salida de Egipto y termina justamente cuando entran en Canaán, la tierra prometida por Dios. El nombre del libro viene de los cómputos (censos) de los israelitas en el monte Sinaí y en los llanos del Moab, junto al Jordán, a la altura de Jericó. Entre los dos censos se establecieron durante algún tiempo en el oasis de Cades y luego se dirigieron al este del río Jordán. El libro narra las quejas constantes del pueblo y el celo de Dios por ellos. Sólo dos hombres de los que escaparon de Egipto, Caleb y Josué, sobrevivieron y lograron entrar en la tierra prometida.
[2] Podemos decir que este versículo es un resumen de toda aquello que debemos saber sobre Jesucristo: la preexistencia eterna de Cristo, su venida en la plenitud del tiempo como enviado del Padre, su nacimiento de la Virgen María y la sumisión a la Ley para redimirnos y hacernos inmerecidamente partícipes de la filiación adoptiva con respecto a Dios.