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¿Tiene sentido tener fe hoy en día?
¿Dónde encontrar las respuestas a nuestras inquietudes más profundas?
¿Cuáles son las razones para creer?

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«Muchacha a ti te digo, levántate»  

Domingo de la Semana 13ª del Tiempo Ordinario.  Ciclo B – 27de junio de 2021

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 5, 21-43

El Evangelio de hoy nos enseña que las criaturas pueden ser salvadas de la muerte teniendo fe en Aquel que es el autor de la vida misma. Ya en el Antiguo Testamento se había llegado a esa convicción, como lo expresa el libro de la Sabiduría: «Dios no creó la muerte… En efecto, Él ha creado todo para la existencia… no está en las criaturas el veneno de la muer­te… Sí, Dios ha creado al hombre para la inmor­tali­dad… Pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo» (Sabiduría 1, 13-15; 2, 23-24). Como se ve, este texto vuelve sobre la antigua historia del Génesis: por tentación de la serpien­te, nuestros primeros padres pecaron y de esa manera gustaron el veneno de la muerte, que a partir de ellos se transmite a todos los hombres.

Pero no fue así al principio; al princi­pio Dios creó al hombre para la inmortalidad. Y no es así ni siquiera ahora, pues ahora Dios crea a todos los hombres para la salvación; quiere que todos los hombres se salven y gocen de la vida eterna. Es por eso que Jesucristo «se hizo pobre para que nos enriqueciéramos con su pobreza» (2Corintios 8, 7.9.13-15) mostrándonos que todos somos hermanos en Cristo Jesús ya que todos estamos llamados a la vida eterna. Finalmente vemos en el Evangelio como Jesús cura tanto a la hemorroísa como a la hija de Jairo, uno de los jefes de la Sinagoga. ¿Qué hace que sucedan estos bellos milagros? La fe en aquel que es la Vida misma y que tiene poder sobre la muerte.

«No temas; sólo ten fe»

En la lectura del Evangelio de San Marcos tenemos dos episodios de salvación, es decir, dos casos en que la muerte y la enfer­medad son vencidas. De ellos podemos deducir que la salva­ción es el encuentro de dos cosas: del poder de Cristo y de nuestra fe en Él. Ninguna de ellas bastaría por sí sola; tiene que ser el encuentro de ambas. Uno de los beneficiados fue uno de los «jefes de la sinagoga». Sin duda debió ser una persona importante, puesto que el Evangelio nos conserva su nombre: Jairo. Está en la categoría de otras personas influyentes que creyeron en Jesús, como es el caso de Nicodemo y de José de Arimatea.

Jairo «cae a los pies de Jesús y le suplica con insistencia, diciendo: ‘Mi hija está a punto de morir; ven, impón tu mano sobre ella, para que se salve y viva’». El mismo episodio narrado por San Lucas añade que la niña moribunda era unigénita y que tendría unos doce años de edad. La curiosidad de la gente, al ver la actitud humilde de este hombre, debió ser grande, pues el Evangelio observa: «Le seguía un gran gentío que lo oprimía». Jairo hace un acto de fe magnífico en el poder de Cristo. Cree que Jesús puede salvar a su hija que está enferma de muerte; que para eso basta que Jesús le imponga las manos. Jesús no puede rechazar una súplica presentada con esa confianza y se fue con él. Pero lo detiene la multitud y lo demora el diálogo con la mujer que sufría flujo de sangre. Mientras el Evangelio transcurre en su relato de esta situación, podemos imaginar el nerviosismo de Jairo, para el cual cada minuto es importante.

Y precisamente en ese momento, llegan algunos enviados de su casa a decirle: «Tu hija ha muerto: ¿a qué molestar ya al maestro?». Queda clara la falta de fe de estos mensajeros. Aparentan preocupación por no incomodar a Jesús, pero en realidad, no creen que Jesús pueda hacer algo. Era comprensi­ble que Jairo, angustiado por la gravedad de su hijita, quisiera intentar todo mientras la niña vivía y quedaba alguna esperanza; pero ahora no tiene sentido seguir insistiendo, porque la niña está muerta. Nos gustaría poder penetrar en el ánimo de Jairo para saber si su fe traspasaba este lími­te; si creía que Jesús podía hacer algo- no sabía qué seguramente – aunque su hijita hubiera muerto; si era necesario seguir suplicando a Jesús; si seguía teniendo fe. Jesús se nos adelanta y dice al padre angustiado: «No temas; sólo ten fe». Llegan a la casa de Jairo y ya está en acto todo el aparato fúnebre. Al ver este espectáculo, Jesús dice: «¿Por qué alborotáis y lloráis? La niña no ha muerto; está dormida». El que ha llegado es el mismo que ha dicho: «Yo soy la vida» (Jn 14,6).

Los pre­sentes opinan que Jesús está desubicado y se burlan de Él. Pero esa burla pronto se transformará en asombro y estupor. Cuando Jesús llega ante la niña, que yacía muerta, la toma de la mano y le ordena: «Talitá kum» (¡Muchacha, a ti te digo, levántate!). El hecho debió ser tan impresionante que los discípulos recordaban las palabras literales que Jesús había pronunciado en arameo y así nos las han transmitido. La niña se levantó y se puso a andar. Es comprensible que todos «quedaron fuera de sí, llenos de estupor». Jesús es el único que permanece sereno. Y también la niña. Mientras los demás no atinaban a nada, Jesús observa que, después de la larga enfermedad y de su consiguiente debili­dad, ahora ella está tan sana que necesi­ta alimentarse: «les dijo que le dieran de comer». ¡Hasta de esto se preocupó el Señor!

«Hija, tu fe te ha salvado»

El episodio intermedio, el que causó la demora de Jesús es igualmente hermoso. Una mujer que desde hacía doce años perdía sangre continuamente y nada había podido sanarla habiendo gastado todos sus bienes en las dolorosas curaciones de ese tiempo[1]. Perdida toda fe en la medicina, la enferma halló su medicina en la fe: «Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré». Y de hecho se salva porque se encuentran las dos cosas que operan la salvación: el poder de Cristo y la fe de la mujer. ¿Por qué lo hace a escon­didas y no le pide a Jesús abiertamente que la cure, como hacen otros? Porque su enfermedad es vergonzosa y la hacía impura, con una impureza contagiosa. Según la ley «cuando una mujer tenga flujo de sangre… quedará impura mientras dure el flujo de su impu­re­za… Quien la toque será impuro hasta la tarde» (Lv 15,19.25).

Ella no vacila en tocar a Jesús; está segura de que Él no puede quedar impuro, porque Él es la fuente de toda pure­za. Cuando lo tocó, «inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal». Jesús percibió en ese instante «la fuerza (dynamis) que había salido de Él» y pregunta. «¿Quién me ha tocado los vestidos?»». ¡Todos le han tocado los vestidos! Por eso los apóstoles hacen notar lo absurdo de su pregunta: «Estás viendo que la gente te oprime y pre­guntas: ¿Quién me ha tocado?». Pero Jesús sabe lo que dice; quiere conocer a la mujer que ha demostrado tener una fe enorme en su poder sanador y reconciliador. La mujer «se acercó atemorizada y temblorosa, se postró ante Él y le contó toda la verdad».

Jesús al ponerla en evidencia no quiere avergonzarla, sino darle algo mayor que la salud: quiere que ella goce de una palabra suya, y no cualquier palabra sino esta palabra magnífica: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad». Es la única vez en todo el Evangelio en que Jesús llama a alguien «hija». Revela un profundo afecto por esta mujer, porque ella sufría y se sentía marginada por su enfermedad, y sobre todo, porque tenía una fe tan grande. Es que Jesús se deja impresio­nar por la fe de los hombres y cuando ve una fe grande no deja de expresar su admiración y de manifestar su poder salva­dor.

«Dios no hizo la muerte»

La muerte no hacía parte del amoroso Plan de Dios y es consecuencia directa del pecado que entra en el mundo «por envidia del diablo» que tienta al hombre. San Pablo nos dice que «por el pecado entró la muerte» y «así alcanzó a todos los hombres» (Rm 5,12). Dios crea todo por amor y quiere compartirnos su eternidad. «Unid vuestro corazón a la eternidad de Dios y seréis eternos como Él», nos dice bellamente San Agustín. Los desórdenes actuales no son sino manifestación de esa primera ruptura fruto del orgullo y de la autosuficiencia. «Del orgullo de la desobediencia proviene la pena de la naturaleza» (San Agustín). Los hombres que viven de espaldas al amor de Dios dirán «la vida es corta y triste, no hay remedio en la muerte del hombre, ni se sabe de nadie que haya vuelto del Hades. Por azar llegamos a la existencia…al apagarse el cuerpo se volverá ceniza y el espíritu se desvanecerá como aire inconsistente» (Sb 2, 1-3).

 Una palabra del Santo Padre:

« Primero el Evangelista narra acerca de un cierto Jairo, uno de los jefes de la Sinagoga, que va donde Jesús y le suplica ir a su casa porque la hija de doce años se está muriendo. Jesús acepta y va con él; pero, de camino, llega la noticia de que la chica ha muerto. Podemos imaginar la reacción de aquel padre. Pero Jesús le dice: «No temas. Solamente ten fe» (v. 36). Llegados a casa de Jairo, Jesús hace salir a la gente que lloraba —había también mujeres dolientes que gritaban fuerte— y entra en la habitación solo con los padres y los tres discípulos y dirigiéndose a la difunta dice: «Muchacha, a ti te digo, levántate» (v. 41). E inmediatamente la chica se levanta, como despertándose de un sueño profundo (cf. v. 42).

 Dentro del relato de este milagro, Marcos incluye otro: la curación de una mujer que sufría de hemorragias y se cura en cuanto toca el manto de Jesús (cf. v. 27). Aquí impresiona el hecho de que la fe de esta mujer atrae —a mí me entran ganas de decir «roba»— el poder divino de salvación que hay en Cristo, el que, sintiendo que una fuerza «había salido de Él», intenta entender qué ha pasado. Y cuando la mujer, con mucha vergüenza, se acercó y confesó todo, Él le dice: «Hija, tu fe te ha salvado» (v. 34). Se trata de dos relatos entrelazados, con un único centro: la fe, y muestran a Jesús como fuente de vida, como Aquél que vuelve a dar la vida a quien confía plenamente en Él. Los dos protagonistas, es decir, el padre de la muchacha y la mujer enferma, no son discípulos de Jesús y sin embargo son escuchados por su fe. Tienen fe en aquel hombre. De esto comprendemos que en el camino del Señor están admitidos todos: ninguno debe sentirse un intruso o uno que no tiene derecho. Para tener acceso a su corazón, al corazón de Jesús hay un solo requisito: sentirse necesitado de curación y confiarse a Él. Yo os pregunto: ¿Cada uno de vosotros se siente necesitado de curación? ¿De cualquier cosa, de cualquier pecado, de cualquier problema? Y, si siente esto, ¿tiene fe en Jesús? Son dos los requisitos para ser sanados, para tener acceso a su corazón: sentirse necesitados de curación y confiarse a Él. Jesús va a descubrir a estas personas entre la muchedumbre y les saca del anonimato, los libera del miedo de vivir y de atreverse. Lo hace con una mirada y con una palabra que los pone de nuevo en camino después de tantos sufrimientos y humillaciones. También nosotros estamos llamados a aprender y a imitar estas palabras que liberan y a estas miradas que restituyen, a quien está privado, las ganas de vivir».

 Papa Francisco. Ángelus Domingo, 1 de julio de 2018.

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1.Nada puede detener el poder salvador de Dios revelado en Jesucristo cuando es acogido con fe. Ni siquiera la muerte es obstá­culo, pues ella también es vencida por Cris­to. ¿Qué tan sólida es mi fe en Jesucristo?

 2. San Pablo nos recuerda que la verdadera riqueza viene del Señor Jesús que «siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza». ¿Cuál es mi riqueza? ¿Dónde está mi corazón?

 3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 295. 356. 646. 1502-1505. 1006-1011.

[1] Ver el pasaje en el paralelo de San Lucas 8, 40 – 56.

Written by Rafael De la Piedra