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«No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos»

Domingo de la Semana 12ª del Tiempo Ordinario.  Ciclo A – 21 de junio de 2020

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 10,26 – 33

En el Evangelio de este Domingo (San Mateo 10,26 – 33) escuchamos por tres veces la invitación de Jesús: «No tengáis miedo»[1]. Jesús advierte a sus apóstoles sobre las dificultades que encontrarán en su actividad apostólica y los instruye sobre el falso temor a los hombres y el verdadero temor de Dios. Es, pues, una invitación llena de vigor a la confianza, a la seguridad en Dios Padre.  La experiencia que vive el profeta Jeremías es semejante. Dios le ha llamado a dar un mensaje de destrucción para Jerusalén: «y les dices: Así dice Yahveh Sebaot: «Asimismo quebrantaré yo a este pueblo y a esta ciudad, como quien rompe una vasija de alfarero la cual ya no tiene arreglo» (Jr 19,11). Es un mensaje impopular que hiere los oídos de sus oyentes. Incluso sus amigos le dan la espalda y se vuelven contra él maquinando insidias e intrigas.

Sin embargo, Jeremías se levanta con una confianza magnífica: «el Señor está conmigo como un fuerte guerrero» ( Jeremías 20,10-13). La segunda lectura tenemos nuevamente un texto de la carta a los Romanos (Romanos 5,12-15).  También aquí el elemento de confianza y seguridad subyace a la exposición del pecado y de la Reconciliación obtenida en Jesucristo. El tema de fondo de la liturgia es, por tanto, una contraposición entre el miedo del mundo, de los hombres y de la desesperación del pecado y la confianza en Dios que cuida providentemente de sus creaturas y se muestra como aquel «guerrero fuerte» que anima y fortalece a los suyos. El bien ha triunfado sobre el mal y la muerte gracias a Cristo Jesús.

 «Yahveh está conmigo como fuerte guerrero»

 El profeta Jeremías vivió unos 100 años después que Isaías. En el año 627 A.C. recibe, muy joven, el llamado a la vocación profética. Mientras redactaba sus escritos, el poder de Asiria, el gran imperio del norte, se derrumbaba. Babilonia era ahora la nueva amenaza para el Reino de Judá. Durante 40 años, Jeremías advirtió a su pueblo que vendría sobre él el juicio divino por su idolatría y su pecado. Finalmente se cumplieron sus palabras en el año 587 A.C. cuando el ejército babilónico, comandado por Nabucodonosor, destruyó Jerusalén y el templo, y desterró a sus habitantes.

Jeremías rehusó llevar una vida fácil en la corte de Babilonia y probablemente terminó sus días en Egipto. Los capítulos del libro de este profeta no siguen un orden cronológico de los acontecimientos. Ello se debe, seguramente, al proceso de su composición por su secretario Baruc quien reunió diversas profecías e incluso pertenecientes a diversas épocas del largo ministerio del profeta. Los mensajes dirigidos por Dios a Judá por intermedio de Jeremías se dieron durante los reinados de los últimos cinco reyes: Josías, Joacaz, Joacín, Joaquín, y Sedecías.

En el pasaje de este Domingo Jeremías ha anunciado la destrucción de Jerusalén (ver Jr 19) y Fasur (o Pasjur, hijo de Imer, sacerdote y oficial importante en el templo) lo manda azotar y lo echa en el cepo, sujetándolo por el cuello,  los brazos y pies mediante grillos. Luego el profeta dirá una serie de maldiciones e imprecaciones que no son sino enfáticas expresiones muy usadas en el Oriente para expresar un vivo dolor. El terror rodea al profeta por todas partes; acaba de ser azotado injustamente, solamente por haber anunciado la palabra de Yahveh, sus enemigos triunfan y el mismo Dios parece haberle desamparado. Si Jesucristo en la hora de su suprema agonía exclama: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?»(Mt 27,46); ¡cuánto más comprensibles son las profundas quejas del profeta!

Sin embargo, vemos inmediatamente el divino consuelo que Jeremías halla después de este desahogo. Pues la persecución es una de las ocho bienaventuranzas anunciadas por Jesucristo: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» Mt 5,11-12)

 La misión apostólica

En el llamado discurso apostólico, Jesús, lla­mando a sus doce discípulos, los envió a proclamar «que el Reino de los cielos está cerca». Jesús los envía, después de darles diversas instrucciones acerca de lo necesario para esta misión y sobre el modo de proceder al llegar a cada ciudad o pueblo en que entren. En seguida les predice las persecuciones que deberán padecer y los previene: «Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sina­go­gas; y por mi causa seréis llevados ante gobernado­res y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles» (Mt 10,17-18). Se habla aquí de dar testimonio ante gober­nadores y reyes y, sobre todo, «¡ante los gentiles!». Es evidente que Jesús está hablando de la misión universal, la que encomendó a sus apóstoles antes de su Ascensión al cielo.

Uno de los aspectos de esta misión de salvación es la persecución. Jesús es crudamente claro y los previene contra toda falsa expectativa. Si el apóstol quiere ser fiel a su misión sufrirá persecución: «Seréis odiados por todos por causa de mi nombre… cuando os persigan en una ciudad huid a otra, y si también en ésta os persiguen, marchaos a otra…». Si la misión es la misma que Jesús recibió de su Padre, entonces la suerte que espera a sus enviados es la misma que tuvo él: «No está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo. Ya le basta al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su amo. Si al dueño de la casa lo han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos!». Llamar a Jesús con el nombre del príncipe de los demonios es lo máximo; nadie podría imaginar algo más falso. Los enviados de Jesús deberán esperar ser llamados cosas peores. Y no sólo esto, sino que, por su fidelidad a la verdad que tienen que anunciar, deberán también esperar ser sometidos a muerte, como lo fue Jesús. Aquí comienza el Evangelio de este Domingo.

¡No tengan miedo!

En el pasaje que leemos, Jesús exhorta tres veces a sus apóstoles a no tener miedo. Lo primero que no hay que temer es que la Buena Nueva pudiera ser silenciada y la obra de Cristo pudiera quedar sin efecto, como quisieron hacer las autoridades judías, que dicen a Pedro y Juan: «Os habíamos prohibido severa­mente enseñar en ese Nombre, y vosotros habéis llenado Jerusalén con vuestra doctrina» (Hch 5,28). Ante esta amenaza de silenciar a los apóstoles, Jesús les dice por primera vez: «No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubier­to, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuri­dad, decidlo a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo sobre los terrados». Jesús asegura que el mensaje evangélico es indetenible por parte de los hombres y que su obra es indestruc­tible. Esta predicción se ha revelado verdadera, pues en la historia se ha visto que mientras más se ha tratado de ahogar la Palabra, más se ha difundido.

Por segunda vez Jesús los exhorta a no temer, esta vez se trata de no temer a la muerte violenta que podrían sufrir los apóstoles: «No temáis a los que matan el cuer­po, pero no pueden matar el alma». Aquí tendrá cumplimien­to esta palabra: «Aunque mueran, vivirán». Es el espec­táculo impresionante que han dado los mártires de todos los tiempos; han desafia­do a la muerte y a sus verdugos esperan­do en la vida eterna, confiados en la promesa de Cristo: «Al que me reconozca delante de los hombres, lo reconoceré también yo ante mi Padre que está en el cielo». Entonces Jesús agrega a quién ¡hay que temer!: «Temed a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en el infier­no». Hay que temer, por encima de todas las cosas, la sentencia que recibirán en el juicio los que hayan despre­ciado a Cristo: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt 25,41). A estos Jesús dirá: «No os conozco» (Mt 7,23), pues así lo había advertido: «Quien me niegue ante los hombres, lo negaré también yo ante mi Padre que está en los cielos».

 El tercer motivo para deponer todo temor a los hom­bres, es que estamos en las manos de nuestro Padre y él nos ama y nos prote­ge. Dios nos conoce más que lo que cada uno se conoce a sí mismo y le interesamos más. Tanto nos ama que para salvarnos entregó a su propio Hijo. El es más íntimo a nosotros que nosotros mismos. Y para decirlo de una manera más impactante, Jesús asegura que Dios tiene compu­tado el número de todos nues­tros cabe­llos y que no cae uno solo sin que él lo permita, «sin el consentimiento de vuestro Padre». ¡Cuánto más vela nuestro Padre por nues­tra vida! Si creemos en esta palabra, ¿a quién temeremos?

 Una palabra del Santo Padre:

 «En el Evangelio de hoy (cfr Mt 10, 26-33) el Señor Jesús, después de haber llamado y enviado en misión a sus discípulos, los instruye y los prepara a afrontar las pruebas y las persecuciones que deberán encontrar. Ir en misión no es hacer turismo, y Jesús advierte a los suyos: ‘Encontrarán persecuciones’. Los exhorta así: ‘No tengan miedo de los hombres. No hay nada oculto que no deba ser revelado (…)  Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día. (…) Y no teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma’ (26-28). Y no tengan miedo de aquellos que solamente pueden matar el cuerpo y no tienen el poder de matar el alma.

 El envío a la misión de parte de Jesús no garantiza a los discípulos el éxito, así como no los pone a salvo de fracasos y de sufrimientos. Ellos tienen que tener en cuenta tanto la posibilidad del rechazo, como la de la persecución. Esto asusta un poco, pero es la verdad.

 El discípulo está llamado a conformar su propia vida a Cristo, que ha sido perseguido por los hombres, ha conocido el rechazo, el abandono y la muerte en la cruz. No existe la misión cristiana en tranquilidad plena; no existe la misión cristiana en tranquilidad plena. Las dificultades y las tribulaciones forman parte de la obra de evangelización y nosotros estamos llamados a encontrar en ellas la ocasión para verificar la autenticidad de nuestra fe y de nuestra relación con Jesús. Debemos considerar estas dificultades como la posibilidad para ser aún más misioneros y para crecer en aquella confianza en Dios, nuestro Padre, que no abandona a sus hijos en la hora de la tempestad. En las dificultades del testimonio cristiano en el mundo, nunca somos olvidados, sino que siempre estamos asistidos por la solicitud premurosa del Padre. Por ello, en el Evangelio de hoy, Jesús asegura tres veces a sus discípulos diciendo: ‘¡No teman!’ ¡No tengan miedo!

 También en nuestros días, hermanos y hermanas, está presente la persecución contra los cristianos. Nosotros oramos por nuestros hermanos y hermanas que son perseguidos y nosotros alabamos a Dios porque, a pesar de ello, siguen testimoniando con valentía y fidelidad su fe. Su ejemplo nos ayuda a no dudar en tomar posición en favor de Cristo, testimoniándolo con valentía en las situaciones de cada día, aun en contextos aparentemente tranquilos. En efecto, una forma de prueba puede ser también la ausencia de hostilidades y de tribulaciones. Además de ‘como ovejas entre lobos’, el Señor, también en nuestro tiempo, nos manda como centinelas en medio de la gente que no quiere que la despierten del adormecimiento mundano, que ignora las palabras de Verdad del Evangelio, construyéndose sus propias verdades efímeras. Y si vamos allí o vivimos allí y decimos las Palabras del Evangelio, esto incomoda y no nos mirarán bien.

 Pero en todo ello el Señor nos sigue diciendo, como les decía a los discípulos de su tiempo: ‘¡No teman!’. No olviden esta palabra: siempre, cuando tengamos alguna tribulación, alguna persecución, algo que nos haga sufrir, escuchemos la voz de Jesús en nuestro corazón: ‘¡No tengan miedo! ‘¡No tengas miedo: sigue adelante! ¡Yo estoy contigo! No tengan miedo del que se burla de ustedes y los maltrata, y no tengan miedo del que los ignora o del que por delante los honra y luego por la espalda combate contra el Evangelio. Hay tantos que por delante te sonríen, pero por la espalda combaten contra el Evangelio. Todos los conocemos. Jesús no nos deja solos porque somos preciosos para Él. Por ello no nos deja solos: cada uno de nosotros es precioso para Jesús, y nos acompaña».

Papa Francisco. Ángelus 25 de junio de 2017

 Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana. 

 1. Lee pausadamente el Salmo 27 (26): «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién he de temer? ¿por quién he de temblar?»

 2. «Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados», nos dice el Señor en el Evangelio. ¿En qué situaciones concretas proclamo la Palabra del Señor? ¿Tengo miedo de hacerlo…?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 543- 550.

[1] Miedo: miedo. (Del lat. metus). Perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario. Recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea.

 

Written by Rafael De la Piedra