«Pero el que fue sembrado en tierra buena, es el que oye la Palabra y la comprende: éste sí que da fruto»
Domingo de la Semana 15ª del Tiempo Ordinario. Ciclo A – 12 de julio 2020
Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 13,1-23
Sin duda las lecturas de este Domingo se centran en la Palabra de Dios revelada al hombre. En la Primera Lectura (Isaías 55,10-11) vemos cómo se resalta la eficacia de la Palabra ya que todo aquello que Dios dice es verdadero y encontrará su cumplimiento en el momento oportuno. Ella desciende desde el cielo como lluvia que empapa y fecunda la tierra. Por otra parte, en la lectura del Evangelio Jesús nos habla de la necesidad de acoger el mensaje de la Buena Nueva para que pueda dar fruto en abundancia. Aunque el sembrador riega generosa y abundantemente sus semillas, éstas deben de caer en tierra fértil (colaboración humana) para que puedan dar fruto.
Finalmente vemos en la Carta a los Romanos (Romanos 8, 18 -23) cómo la creación entera está expectante aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios. Nos encontramos en una situación paradójica: el hombre ya ha sido reconciliado en Jesucristo pero aún debe de peregrinar en la tierra hacia su destino eterno. Es el famoso «ya, pero todavía no». San Pablo utilizará la imagen de una mujer antes de dar a luz para describir la misteriosa realidad del dolor y la alegría que grafica la situación actual del cristiano.
«Así será mi palabra que no volverá a mí sin fruto»
¡Qué consuelo para todo aquel que lleva la Palabra de Dios a los otros! La palabra de Dios jamás dejará de dar fruto ya que está dotada de una fecundidad que va más allá del esfuerzo realizado. Este texto hace parte de la invitación final que Yahveh dirige a su pueblo, a través de Isaías[1], a participar de los bienes de la nueva alianza y a convertirse mientras aún es tiempo: «Yo voy a firmar con vosotros una alianza eterna: las amorosas y fieles promesas hechas a David» (Is 55,3). La palabra de Yahveh es semejante a un mensajero que no vuelve hasta ver realizada su misión. A este respecto dice el Papa León XIII en su encíclica Providentissimus Deus: «Quienquiera que hable penetrado del espíritu y de la fuerza de la palabra divina, no habla solamente con palabras sino con poder, y con Espíritu Santo y con gran plenitud (1Ts 1,5). En cambio, hablan fuera de tono y neciamente quienes, al tratar asuntos religiosos y proclamar los divinos preceptos no proponen casi otra cosa que razones de ciencia y prudencia humanas, fijándose más de sus propios argumentos que de los divinos. Su discurso deslumbra con fuego fatuo; pero necesariamente es lánguido y frío, porque carece del fuego de la Palabra de Dios (Jr 23,29)».
«Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al mar…»
El modo como empieza el Evangelio de hoy nos indica que estamos ante una nueva sección ya que constituye el inicio del tercer discurso parabólico[2] de los cinco que encontramos en el Evangelio de San Mateo. Este es, sin duda, un discurso muy vivo; lleno de interrupciones de parte del auditorio, de diálogos y también de cambios de escena y de público. En la estructuración del Evangelio se ha considerado que éste es un discurso porque así ha sido introducido: «Les habló muchas cosas en parábolas». Siguen siete parábolas que ocupan casi todo el capítulo 13. Y la conclusión nos indica que efectivamente se trata de una unidad: «Cuando acabó Jesús estas parábolas, partió de allí» (Mt 13,53). El tema de todas estas parábolas es también homogéneo: se trata de indicar el efecto que tendrá entre sus destinatarios el Reino de los Cielos que ya ha llegado. En efecto, hasta aquí éste ha sido el tema de la enseñanza de Jesús. Mateo sitúa el comienzo de la actividad de Jesús después que Juan el Bautista fue encarcelado y la resume así: «Desde entonces comenzó Jesús a predicar y decir: Convertíos porque el Reino de los cielos ha llegado» (Mt 4,17).
En la introducción del discurso llama la atención el hecho de que Jesús se sienta dos veces: primero, junto al mar y luego, cuando se reúne la multitud, en la barca. Se insiste de esta manera en que él adopta la actitud del maestro que se sienta («kathesthai», de aquí viene nuestra palabra «cátedra») para impartir una enseñanza seria e importante para la vida de los oyentes. De aquí que, cuando el Romano Pontífice, en su calidad de maestro supremo de la Iglesia universal, en uso del carisma de la infalibilidad que posee, enseña una doctrina de fe y costumbres de manera definitiva, se dice que ha hablado «ex cathedra». Es el modo más solemne de enseñar. A una doctrina así enseñada los fieles deben dar el consentimiento de la fe.
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El sembrador y las semillas
«Salió un sembrador a sembrar». Este comienzo ha dado el nombre a esta parábola, llamada habitualmente «del sembrador». Pero, en realidad, el sembrador es secundario. Lo central en la parábola no es el sembrador, sino la semilla. De ella se trata cuando se dice que «una parte cayó a lo largo del camino… otra, cayó en pedregal… otra cayó entre espinas… otra cayó en tierra buena y dio fruto». A la semilla se refiere Jesús cuando explica a sus discípulos el significado profundo de la parábola explicando por cuatro veces la situación de cada semilla. Por eso en su exposición de esta misma parábola Lucas establece esta equivalencia: «La semilla es la Palabra de Dios» (Lc 8,11).
El tema de la parábola es la diversa suerte que corre la misma semilla cuando es sembrada en los más diversos terrenos. Debería llamarse la «parábola de la siembra». Jesús quiere enseñar que la Palabra de Dios cuando es proferida ante la multitud de los hombres comienza en el corazón de ellos la misma historia que la semilla cuando es sembrada en el campo. El tema de la parábola es el impacto producido en cada uno por el anuncio del Reino. Hay que tener una percepción perfecta y un poder de síntesis genial para clasificar las respuestas de manera tan completa y precisa. Ante el anuncio de la Palabra las reacciones son cuatro.
Los diversos terrenos
La semilla que cae a orilla del camino y es comida por las aves se compara con el que escucha la Palabra del Reino, pero viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón. Podemos afirmar que esto es lo que ocurrió cuando San Pablo predicó la resurrección de Cristo en el Areópago de Atenas: «Al oír la resurrección de los muertos unos se burlaron y otros dijeron: ‘Sobre esto te oiremos otra vez’» (Hch 17,32). En éstos la Palabra fue arrebatada inmediatamente por el Maligno. Pero ni aun allí la predicación fue inútil: «Pero algunos hombres se adhirieron a él y creyeron, entre ellos Dionisio el Areopagita, una mujer llamada Dámaris y algunos otros» (Hch 17,34). Sin duda, valió la pena sembrar.
En otros la Palabra ejerce su fascinación: «Oyen la Palabra y al punto la reciben con alegría». Pero son inconstantes y ante cualquier tribulación a causa de la misma Palabra sucumben. Éstos son los que no están dispuestos a sufrir nada por Cristo. No merecerán nunca que Cristo les diga: «Bienaventurados vosotros cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,11-12).
En otros, el terreno tiene espinas: las preocupaciones del mundo y el engaño de las riquezas ahogan la Palabra. Estos están tan ocupados en los asuntos de este mundo que no tienen tiempo para pensar en la vida eterna, ni siquiera para la Eucaristía dominical; o bien son engañados por las riquezas como «el joven rico». A éste le habló Jesús mismo; pero sus riquezas lo convencieron de que ellas lo harían feliz. Pero lo engañaron y ahogaron la voz del Maestro. Jesús dijo esta parábola para sus contemporáneos y también para nosotros, para poder examinar nuestra vida y ofrecer a la Palabra de Dios un corazón como el de la Virgen María: «María guardaba cuidadosamente estas Palabras y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19.51). En nadie ha encontrado la Palabra un terreno más fértil. En ella «la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14).
Una palabra del Santo Padre:
«El sembrador es Jesús. Notamos que, con esta imagen, Él se presenta como uno que no se impone, sino que se propone; no nos atrae conquistándonos, sino donándose: echa la semilla. Él esparce con paciencia y generosidad su Palabra, que no es una jaula o una trampa, sino una semilla que puede dar fruto. ¿Y cómo puede dar fruto? Si nosotros lo acogemos.
Por ello la parábola se refiere sobre todo a nosotros: habla efectivamente del terreno más que del sembrador. Jesús efectúa, por así decir una “radiografía espiritual” de nuestro corazón, que es el terreno sobre el cual cae la semilla de la Palabra. Nuestro corazón, como un terreno, puede ser bueno y entonces la Palabra da fruto —y mucho— pero puede ser también duro, impermeable. Ello ocurre cuando oímos la Palabra, pero nos es indiferente, precisamente como en una calle: no entra.
Entre el terreno bueno y la calle, el asfalto —si nosotros echamos una semilla sobre los “sanpietrini” no crece nada— sin embargo hay dos terrenos intermedios que, en distinta medida, podemos tener en nosotros. El primero, dice Jesús, es el pedregoso. Intentemos imaginarlo: un terreno pedregoso es un terreno «donde no hay mucha tierra» (cf v. 5), por lo que la semilla germina, pero no consigue echar raíces profundas. Así es el corazón superficial, que acoge al Señor, quiere rezar, amar y dar testimonio, pero no persevera, se cansa y no “despega” nunca. Es un corazón sin profundidad, donde las piedras de la pereza prevalecen sobre la tierra buena, donde el amor es inconstante y pasajero. Pero quien acoge al Señor solo cuando le apetece, no da fruto.
Está luego el último terreno, el espinoso, lleno de zarzas que asfixian a las plantas buenas. ¿Qué representan estas zarzas? «La preocupación del mundo y la seducción de la riqueza» (v. 22), así dice Jesús, explícitamente. Las zarzas son los vicios que se pelean con Dios, que asfixian su presencia: sobre todo los ídolos de la riqueza mundana, el vivir ávidamente, para sí mismos, por el tener y por el poder. Si cultivamos estas zarzas, asfixiamos el crecimiento de Dios en nosotros. Cada uno puede reconocer a sus pequeñas o grandes zarzas, los vicios que habitan en su corazón, los arbustos más o menos radicados que no gustan a Dios e impiden tener el corazón limpio. Hay que arrancarlos, o la Palabra no dará fruto, la semilla no se desarrollará.
Queridos hermanos y hermanas, Jesús nos invita hoy a mirarnos por dentro: a dar las gracias por nuestro terreno bueno y a seguir trabajando sobre los terrenos que todavía no son buenos. Preguntémonos si nuestro corazón está abierto a acoger con fe la semilla de la Palabra de Dios. Preguntémonos si nuestras piedras de la pereza son todavía numerosas y grandes; individuemos y llamemos por nombre a las zarzas de los vicios. Encontremos el valor de hacer una buena recuperación del suelo, una bonita recuperación de nuestro corazón, llevando al Señor en la Confesión y en la oración nuestras piedras y nuestras zarzas. Haciendo así, Jesús, buen sembrador, estará feliz de cumplir un trabajo adicional: purificar nuestro corazón, quitando las piedras y espinas que asfixian la Palabra».
Papa Francisco. Ángelus 16 de julio de 2017.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
- ¿Con sinceridad, qué tipo de terreno me considero? ¿La Palabra de Dios es fecunda en mí?
- ¿Leo la Palabra de Dios todos los días? ¿Por qué no le dedico unos minutos diarios?
- Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 543-546. 2705-2708.
[1] Isaías «Yahvé es salvación» es el primero de los cuatro profetas mayores. Era descendiente de uno de los reyes de Judá (sobrino del rey Amacias) y pertenecía a la aristocracia de Jerusalén. Junto con el profeta Miqueas lucha contra la amenaza del abuso del poder y de la riqueza. Es probable que haya sido martirizado de manos del rey Manasés. Vivió en el siglo VII a.C.
[2] Parábola vienen del latín parabŏla, y este del griego παραβολή que quiere decir «comparación». La parábola es una narración de un suceso creado, del que se deduce, por comparación o semejanza, una verdad importante o una enseñanza moral.