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«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único»

Solemnidad de la Santísima Trinidad. Ciclo A
Lectura del Santo Evangelio según San Juan 3,16-18

Ha concluido el tiempo pascual en Pentecostés con el don del Espíritu Santo. Al iniciar nuestro camino por el tiempo litúrgico que transcurre durante el año, esta fiesta de la Santísima Trinidad es una celebración gozosa y agradecida al Dios Uno y Trino por la obra de nuestra salvación. Las lecturas bíblicas nos presentan a un Dios compasivo y misericordioso (Éxodo 34, 4b – 6. 8 – 9).

Por otro lado es tan cercano que sale al encuentro para ofrecernos su amistad, amor y comunión en Cristo Jesús (segunda carta de San Pablo a los Corintios 13, 11-13). La misión por la cual se encarnó el Verbo es para que tengamos vida en abundancia; eso es justamente la vida eterna (Evangelio según San Juan 3,16-18).

«Tanto amó Dios al mundo…»

El texto del Evangelio de este Domingo pertenece al diálogo entre Jesús y Nicodemo , cuyo tema central es el nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu. Su contexto es, por tanto, un relato doctrinal o catequético sobre el bautismo. Esta breve lectura tiene un contenido trascendental. Se habla directamente del Padre y del Hijo, pero no del Espíritu Santo. La frase que abre la lectura es una admirable síntesis bíblica que, podemos decir, condensa todo el cuarto Evangelio. Dice así: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). El motivo de la entrega del Hijo es el amor del Padre por el hombre; y la finalidad de ese don personal, es la salvación y la vida eterna por la fe en Jesús, como leemos en el versículo 17. Jesucristo es el gran signo del amor trinitario por la humanidad, hecho evidente en su Encarnación – Pasión – Muerte y Resurrección por los hombres.

Lo mismo que Moisés levantó la serpiente de bronce en el desierto para la curación de aquellos heridos mortalmente por las serpientes venenosas; así también el «Hijo único» será levantado en la Cruz para que todo aquel que cree en Él tenga vida eterna (ver Nm 21,4; Jn 3, 14-15).

La expresión evangélica de «Hijo único», dos veces repetida evoca también a la figura de Abrahán, modelo de fe y padre de los creyentes, sacrificando a su propio hijo Isaac. Queda claro que Dios no mandó a su Hijo para condenar a los hombres sino para que se salven por Él, abriéndose así a la dimensión del amor del Padre en el Hijo. ¡Ese amor, que no es el Padre ni el Hijo, es justamente el Espíritu Santo!

Dios cercano, compasivo y misericordioso

En la conclusión a su segunda carta a los Corintios , Pablo desea a los fieles de esa comunidad el bien máximo: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2Cor 13,13). Todos reconocemos en esta fórmula el saludo que el sacerdote dirige hoy a los fieles al comienzo de las celebraciones litúrgicas, en especial, de la Santa Misa. A este saludo los fieles responden: «Y con tu Espíritu». Es una fórmula cristiana antigua, pues el escrito en que se encuentra remonta al año 57 d.C. Pero, dada su forma esquemática y la posición en que se encuentra en la carta, se deduce que ésta es una fórmula litúrgica que existía antes de ser incluida en esa carta. San Pablo estaría citando un texto de la liturgia que todos ya reconocían para esa época.

El Dios revelado por Jesucristo, imagen visible de Dios, aunque trascendente no es un Dios lejano e inaccesible, sino próximo al hombre. Como anticipo de esta plena luz evangélica la Primera Lectura nos muestra que Dios, que conduce a Moisés por el desierto; es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad. Por eso perdona la infidelidad de los israelitas y renueva su Alianza con su pueblo al que ha tomado como heredad suya.

Para nosotros que vivimos la plena luz de la revelación neotestamentaria, el Dios cristiano no se puede comprender ni definir sin referencia a Jesucristo que es la imagen y la revelación siempre actual del Dios Uno y Trino. La entrega de su Hijo al hombre, como ofrenda de salvación es perenne. Es decir, no queda solamente en el hecho pasado sino es constantemente repetido en el acontecer humano de nuestra vida, de nuestro mundo, de nuestra comunidad de fe: especialmente por el anuncio del Evangelio y por los Sacramentos en los que Dios actualiza la redención humana, como afirma la liturgia constantemente.

El misterio de la Santísima Trinidad

Dios no puede ser solitario y mudo, cerrado en el círculo hermético de un eterno silencio, sino que es Trino, es amor y comunión. El amor del Padre, el «Yo», al comprometerse y reflejarse a sí mismo engendra el «Tu» que es el Hijo; y del amor mutuo de ambos, procede el «Nosotros», que es el Espíritu Santo, don y devolución de amor, comunicación y diálogo. Después, como consecuencia y porque la Trinidad ama al hombre que creó, nos permite participar de esa comunión Divina como hijos por medio de Jesús: ser hijos en el Hijo.

Jesús afirmó: «esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Comenta San Bernardo: «pretender probar el misterio trinitario es una osadía; creerlo es piedad; y penetrar en su conocimiento es vida eterna». Penetrar en su conocimiento no significa desentrañarlo, como quien resuelve un problema matemático.

Conocer para amar…

¿Cómo podemos conocer a Dios? Hemos de llegar a encontrar y conversar con Dios mediante la oración y el diálogo personal. Ése fue el camino que el mismo Jesús nos enseñó: apertura y escucha a la Palabra de Dios y después respuesta y oración. Del contacto vivo y personal con Dios por la fe y la oración surgirá la exacta valoración del hombre, de la vida y de las relaciones humanas. El gran teólogo Romano Guardini escribió: «Sólo quien conoce a Dios, puede conocer al hombre». Ya antes, el mismo San Juan constató que sólo el que ama al hermano a quien ve, puede conocer a Dios. Ambas afirmaciones se basan en que hemos sido creados a «imagen y semejanza» de nuestro Creador. Éste es el fundamento de nuestra dignidad que ha sido elevada a un potencial infinito al haber sido, por la Encarnación del Verbo, adoptados como hijos verdaderos del Padre (hijos en el Hijo).

Porque nos sabemos amados de Dios, a nuestra vez podemos y debemos amar a los demás que también son hijos muy queridos de Dios, y por lo tanto, hermanos nuestros. Dios, Uno y Trino, que es amor comunitario, al introducirnos en su «comunidad de amor» nos enseña que la vida es amor compartido, entrega, comunidad, aceptación y diálogo.

En su discurso de despedida Jesús oraba así al Padre: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: » (Jn 17, 20-22).

El Concilio Vaticano II comentó este pasaje resaltando el carácter comunitario de la vocación humana según el Plan de Dios: «Más aún; cuando Cristo nuestro Señor ruega al Padre que todos sean «uno»… como nosotros también somos «uno» (Jn 17, 21-22), descubre horizontes superiores a la razón humana, porque insinúa una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza pone de manifiesto cómo el hombre, que es en la tierra la única criatura que Dios ha querido por sí misma, no pueda encontrarse plenamente a sí mismo sino por la sincera entrega de sí mismo» (Gaudium et Spes, 24).

Una palabra del Santo Padre:

«Hoy es Domingo de la Santísima Trinidad. La luz del tiempo pascual y de Pentecostés renueva cada año en nosotros la alegría y el asombro de la fe: reconocemos que Dios no es algo vago, nuestro Dios no es un Dios spray, es concreto, no es abstracto, sino que tiene una nombre: «Dios es amor». No es un amor sentimental, emocional, sino el amor del Padre, que es la fuente de toda la vida, el amor del Hijo que muere en la cruz y resucita, el amor del Espíritu, que renueva al hombre y al mundo. Y pensar que Dios es amor, nos hace bien, porque nos enseña a amar, a entregarnos a los demás como Jesús mismo se dio por nosotros y camina con nosotros. Y Jesús camina con nosotros en el camino de la vida.

La Santísima Trinidad no es el producto de razonamientos humanos, es el rostro con el que Dios se ha revelado a sí mismo, no desde lo alto de un trono, sino caminando con la humanidad. Es Jesús quien nos ha revelado al Padre y quien nos ha prometido el Espíritu Santo. Dios ha caminado con su pueblo en la historia del pueblo de Israel y Jesús caminó siempre con nosotros y nos prometió el Espíritu Santo, que es fuego, que nos enseña todo lo que no sabemos, que nos guía en nuestro interior, que nos da buenas ideas y buenas inspiraciones.

Hoy alabamos a Dios, no por un misterio particular, sino por Sí mismo, «por su inmensa gloria», como dice el himno litúrgico. Lo alabamos y le damos las gracias porque Él es Amor, y porque nos llama a entrar en el abrazo de su comunión, que es la vida eterna.

Encomendemos nuestra alabanza a las manos de la Virgen María. Ella, la más humilde de las criaturas, gracias a Cristo ya ha alcanzado la meta de la peregrinación en la tierra: ya está en la gloria de la Trinidad. Por esto María, nuestra Madre, la Virgen, resplandece por nosotros como signo seguro de esperanza. Es la madre de la esperanza, en nuestro camino, en nuestra vida es la madre de la esperanza, es la madre la que nos consuela también, la madre de la consolación y la madre que nos acompaña en el viaje. Ahora recemos a la Virgen todos juntos, nuestra madre, que nos acompaña en el camino».

Papa Francisco. Ángelus 23 de mayo 2013

Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.

1. Dios quiere que nos salvemos y que tengamos vida eterna. Por eso debemos conocerle para poder creer en Él. ¿Por qué no dedicamos cinco minutos al día para leer un pasaje de la Biblia? ¿Será tan difícil hacerlo? Tenemos a nuestro alcance algo realmente valioso…

2. San Pablo nos invita a «sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir; vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz estará con vosotros». ¿En mi familia, cómo vivo la paz y la armonía?

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 238- 260.

 

Written by Rafael De la Piedra