«Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed»
Domingo de la Semana 3ª de Cuaresma. Ciclo A – 15 de marzo de 2020
Lectura del Santo Evangelio según San Juan 4, 5-42
A la medida que vamos caminando hacia el corazón de la Cuaresma, aflora con fuerza el tema bautismal que se acentúa particularmente este Domingo. La elección del Evangelio para este Domingo y los dos siguientes[1] responde al esquema de los formularios utilizados desde el siglo IV y que fueron dando cuerpo a la primitiva liturgia cuaresmal. El pasaje evangélico de este Domingo describe la auto- revelación de Jesús a través del símbolo del agua. En relación con la Primera Lectura(Éxodo 17,3-7), el humilde «dame de beber» dirigido por Jesús a la mujer samaritana, recuerda la sed del pueblo israelita en el desierto del Sinaí y su queja airada contra Moisés: «danos agua para beber» (Ex 17,2). En la Segunda Lectura (Romanos 5,1-2.5-8), cuyo tema central es la justificación y la salvación del hombre: el don de Dios se nos ofrece gratuitamente en Jesucristo. El agua que se nos da en abundancia, fundamento de nuestra esperanza, es el amor Padre derramado en el Hijo, es decir el Espíritu Santo.
«Dame de beber…»
En el transcurso de esta extensa lectura se produce un progreso en cuanto al descubrimiento de la identidad de Jesús. El relato comienza con un encuentro casual. Jesús llega por el camino junto al pozo mientras sus discípulos van a la ciudad a comprar víveres, y comienza el diálogo con la petición: «Dame de beber». Jesús cansado y sediento tiene necesidad del auxilio de esta afortunada mujer. Es una expresión poderosa y clara de su condición humana. Apenas Jesús le habla, ella lo reconoce por su modo de hablar, y le pregunta: «¿Cómo tú siendo judío me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana? (Los judíos y los samaritanos no se hablaban)», nos aclara San Juan. Jesús no resulta mejor identificado por la mujer que por su condición de «judío»: «¿Cómo tú siendo judío?»
Pero… ¿quiénes son los samaritanos?
Por el Segundo libro de los Reyes (17,24-41) conocemos el origen de los Samaritanos y de su culto a Yahveh. Los samaritanos descendían de las tribus orientales con que Sargón II, rey de Asiria (720 – 705 a.C.) repobló Samaría, que era el reino del norte o Israel, cuando deportó a sus habitantes a Babilonia, Siria y Asiria a finales del siglo VIII a.C. Estos se habían mezclado con algunos de los israelitas que quedaron allí. Su religión, que al principio fuera idolátrica, con una leve tintura de yahveísmo, se fue purificando sucesivamente, y al declinar del siglo IV (a.C.), los samaritanos tenían su templo propio construido sobre el monte Garizim. Para ellos, naturalmente, el Garizim era el único lugar donde se rendía culto auténtico al Dios Yahveh, por contraposición al templo judío de Jerusalén, y se consideraban como los genuinos descendientes de los antiguos patriarcas hebreos y los verdaderos depositarios de su fe religiosa. De aquí las rabiosas y continuas hostilidades entre samaritanos y judíos, tanto más cuanto que Samaría era lugar de tránsito forzoso entre la septentrional Galilea y la meridional Judea. Estas hostilidades, frecuentemente atestiguadas en los documentos antiguos, lamentablemente no han cesado, y aún hoy se perpetúan en un pequeño grupo de samaritanos que habitan en Nablus y en Jaffa y todavía adoran a Dios a los pies del monte Garizim.
«Veo que eres un profeta…»
Volvamos al Evangelio donde prosigue el diálogo entre Jesús y la mujer. Cuando Jesús demuestra conocer detalles de la vida privada de la mujer, ella le dice: «Señor, veo que eres un profeta». Ha dado así un paso inmenso en el reconocimiento de Jesús. Los profetas, eran hombres de Dios y el pueblo los veneraba; pero no es suficiente para expresar quién es Jesús. Era la opinión común de mucha gente: «Unos dicen que eres Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16,14). Reconocido como profeta, la mujer inmediatamente le plantea un problema «teológico»: ¿Cuál es el lugar donde Dios quiere que se le ofrezcan sacrificios? Jesús aclara que en adelante el culto verdadero será espiritual y no estará vinculado a un lugar físico único. Es una respuesta que la mujer no puede comprender y para evitar entrar en mayor profundidad, dice: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga nos lo explicará todo».
Sigue una afirmación impresionante de Jesús, en la cual revela toda su identidad: «YO SOY, el que te habla». Toda la tradición cristiana se ha admirado de que haya sido esta mujer la beneficiaria de esta primicia de revelación. La sentencia de Jesús, como ocurre a menudo en el Evangelio de San Juan, tiene un doble sentido ambos igualmente válidos. Un primer sentido es el inmediato: «Yo, el que te está hablando, soy el Mesías». Pero otro, también insinuado por Juan, es la clara alusión al nombre divino revelado a Moisés. Dios, enviando a Moisés, le había dicho: «Así dirás a los israelitas: ‘YO SOY’ me ha enviado a vosotros… Este es mi nombre para siempre» (Ex 3,14.15). No está de más notar que todo el relato evoca poderosamente los temas presentes en el Éxodo que leemos en la Primera Lectura: el desierto, la sed, el agua viva. La mujer corre a la ciudad y anuncia: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?». En la consideración de la samaritana, Jesús ha pasado de ser un simple judío, a un «profeta» y a la sospecha de que pueda ser el Cristo. Pero no basta. Para que sea un encuentro con Jesús, que capte su identidad verdadera, es necesaria la fe. Es necesario creer que El es el Hijo de Dios, que El es YO SOY. En el mismo Evangelio de Juan, más adelante, Jesús dice a los judíos: «Si no creéis que YO SOY moriréis en vuestro pecado» (Jn 8,24). En la conclusión del relato se llega a este punto: «Fueron muchos los que creyeron por sus palabras». Y decían: «Nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo». Esta es la experiencia que debemos hacer todos en nuestro encuentro con Jesús y afirmar como San Juan: «Nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo» (1Jn 4,14).
«El agua que brota para la vida eterna»
«Todo el que beba de esta agua (la del pozo), volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna». Es una frase enigmática que tiene un sentido oculto es capaz de suscitar en la mujer este anhelo: «Señor, dame de esa agua». ¡No sabe lo que pide! Solamente «si conociera el don de Dios» entonces sabría lo que pide. Nosotros nos podemos preguntar: esa «agua que brota para vida eterna» ¿de dónde mana?; si la da Jesús, ¿en qué momento de su vida lo hace? Entonces nos llamará la atención que en cierta ocasión, el día más solemne de la fiesta de las tiendas, cuando se realizaba la ceremonia conmemorativa del agua que Dios dio a su pueblo en el desierto, Jesús puesto en pie exclama: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que crea en mí». El Evangelista comenta: «Como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva». De nuevo el «agua viva», y brota a ríos del seno de Jesús. El evangelista continúa: «Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,37-39). Ahora ya sabemos que el agua viva a la que se refiere Jesús es el Espíritu que ha sido «derramado en nuestros corazones».
https://www.youtube.com/watch?v=k-cZ2P1QIkw
Una palabra del Santo Padre:
«El Evangelio de este domingo, el tercero de Cuaresma, nos presenta el diálogo de Jesús con la samaritana (cf. Juan 4, 5-42). El encuentro tiene lugar mientras Jesús atravesaba Samaria, región entre Judea y Galilea, habitada por gente que los judíos despreciaban, considerándoles cismáticos y heréticos. Pero precisamente esta población será una de las primeras en adherir a la predicación cristiana de los apóstoles. Mientras que los discípulos van al pueblo a buscar comida, Jesús se queda junto un pozo y pide a una mujer, que había ido allí para recoger agua, que le dé de beber. Y de esta petición comienza un diálogo. «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?». Jesús responde: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “dame de beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva […] el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna» (vv. 10-14).
Ir al pozo por agua es cansado y aburrido; ¡sería bonito tener a disposición una fuente brotando! Pero Jesús habla de un agua diferente. Cuando la mujer se da cuenta que el hombre con el que está hablando es un profeta, le confía la propia vida y le plantea cuestiones religiosas. Su sed de afecto y de vida plena no ha sido apagada por los cinco maridos que ha tenido, es más, ha experimentado desilusiones y engaños. Por eso la mujer queda impresionada del gran respeto que Jesús tiene por ella cuando Él le habla incluso de la verdadera fe, como relación con Dios Padre «en espíritu y verdad», entonces intuye que ese hombre podría ser el Mesías y Jesús —algo rarísimo— lo confirma: «yo soy, el que está hablando» (v. 26). Él dice que es el Mesías a una mujer que tenía una vida tan desordenada.
Queridos hermanos, el agua que dona la vida eterna ha sido derramada en nuestros corazones en el día de nuestro Bautismo; entonces Dios nos ha transformado y llenado de su gracia. Pero puede darse que este gran don lo hemos olvidado, o reducido a un mero dato personal; y quizá vamos en busca de “pozos” cuyas aguas no nos sacian. Cuando olvidamos el agua verdadera, buscamos pozos que no tienen aguas limpias. ¡Entonces este Evangelio es precisamente para nosotros! No solo para la samaritana, para nosotros. Jesús nos habla como a la samaritana. Cierto, nosotros ya lo conocemos, pero quizá todavía no lo hemos encontrado personalmente. Sabemos quién es Jesús, pero quizá no lo hemos encontrado personalmente, hablando con Él, y no lo hemos reconocido todavía como nuestro Salvador. Este tiempo de Cuaresma es una buena ocasión para acercarse a Él, encontrarlo en la oración en un diálogo de corazón a corazón, hablar con Él, escucharle; es una buena ocasión para ver su rostro también en el rostro de un hermano y de una hermana que sufre. De esta forma podemos renovar en nosotros la gracia del Bautismo, saciar nuestra sed en la fuente de la Palabra de Dios y de su Espíritu Santo; y así descubrir también la alegría de convertirse en artífices de reconciliación e instrumentos de paz en la vida cotidiana.
La Virgen María nos ayude a recurrir constantemente a la gracia, a esa agua que mana de la roca que es Cristo Salvador, para que podamos profesar con convicción nuestra fe y anunciar con alegría las maravillas del amor de Dios, misericordioso y fuente de todo bien».
Papa Francisco. Ángelus. Domingo 19 de marzo de 2017.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1.El agua que Jesús nos da es la única que sacia el anhelo de todo hombre: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo, ¿cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?» (Sal 42,3). ¿Reconozco la sed de Dios que tengo? ¿Qué hago para saciarla?
2.Nuestra sed de Dios no podrá ser saciada nunca por «sucedáneos» que son ofrecidos por un mundo que quiere olvidarse de Dios. ¿Soy consciente de esta realidad?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 27- 30; 544; 1093-1094; 2835.
[1] De acuerdo a los antiguos formularios pre-bautismales leemos en este tercer Domingo el pasaje de la Samaritana (el agua como símbolo de plenitud y vida); en el cuarto, la curación del ciego de nacimiento (la luz es el símbolo de la fe) y en el quinto Domingo la resurrección de Lázaro (la vida nueva de Cristo Resucitado).