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«Y entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria»

Domingo de la Semana 33ª del Tiempo Ordinario.  Ciclo B – 14 de noviembre de 2021

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 13, 24-32

El fiel que acompaña semanalmente la liturgia dominical sabe bien que, en los últimos domingos, cuando ya el año litúrgico llega a su fin, corresponde meditar los hechos finales de la histo­ria. En este domingo, que es el penúltimo del año litúrgico, la litur­gia nos pone ante el misterio de la venida final de Jesucristo y nos invita a considerar la incidencia de este hecho en nuestra vida (Marcos 13, 24-32). En el Antiguo Testamento, vemos como Daniel nos dirá en una visión profética: «Entonces se salvará tu pueblo, todos los inscritos en el libro» (Daniel 12,1-3). En la carta a los Hebreos contemplamos a Cristo sentado a la derecha de Dios Padre, esperando hasta que sus enemigos sean puestos como escabel de sus pies (Hebreos 10, 11-14).

El fin de los tiempos

El libro de Daniel nos remite a la época en que el pueblo judío se encontraba oprimido durante la persecución de Antíoco IV[1] en el año 168 a.C. Era un «tiempo de angustia como no hubo otro desde que existen las naciones» y el deseo de poner fin a la opresión suscitaba en el pueblo una profunda confianza en el amor protector de Dios. En medio de la persecución Daniel proclama proféticamente la salvación que Dios traerá a su pueblo. Miguel, jefe del ejército celestial y protector de Israel, se levantará para ejercer su misión de defender al pueblo judío. En los escritos apocalípticos, la liberación final viene precedida de una gran conmoción histórica y cósmica que acarrea angustias y sufrimientos.

El hombre «vestido con túnica de lino» y encargado de comunicar la revelación a Daniel (ver Dn 10,5.11-12) proclama que Dios salvará a los que estén «inscritos en el libro» (Dn 12, 1), resucitará incluso a los muertos y tendrá lugar el juicio divino que será definitivo: castigo eterno para unos, vida eterna para otros. Daniel nos presenta la intervención divina como castigo de los que tramaron la ruina de sus fieles y salvación de los que confiaron y esperaron en ella (ver Dn 3,22.48; 6,24-25). La salvación luminosa proclamada para los «doctos o sabios» y para los que «enseñaron a la multitud por el buen camino» es una imagen de la salvación eterna concedida a los fieles. Los sabios no constituyen un grupo especial dentro del mismo pueblo, sino aquella parte de la comunidad judía que permaneció fiel al cumplimiento de la ley de Moisés en medio de las persecuciones.

La venida del Hijo del hombre

El Evangelio de hoy comienza con las palabras de Jesús: «Más por esos días…». Con esta expresión quiere decir que comenzará a tratar de acontecimientos que pertenecen a la historia. Es más; los hechos de los cuales tratará son el desenlace de la historia, son los últimos, son los que dan sentido a toda la historia y al tiempo. Y esto es lo principal; su ubicación precisa, «el día y la hora», es menos importante y resulta indeterminado. De todas mane­ras, Jesús ofrece algunas pistas. Ante todo, sucederá «después de aquella tribulación». No es una indicación precisa, pues el mismo Evangelio de San Marcos da una definición de esta expresión en la cual se superponen dos cosas. En un momento parece estar hablando de la destrucción del templo de Jerusalén y la dispersión de los judíos[2]; pero en otro momento la descripción supera ese hecho, por muy tremendo que haya sido: «Aquellos días habrá una tribulación cual no la hubo desde el principio de la creación, que hizo Dios, hasta el presente, ni la volverá a haber» (Mc 13,19).

Los signos que Jesús indica son sobrecogedores: «El sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas». Jesús se acomoda a las nociones de astronomía de su tiempo, en que se creía que el sol y la luna son luminarias de tamaño menor que la tierra, que las estrellas cuelgan del firmamento sobre la superficie de la tierra y que ésta está sostenida por columnas sobre el abismo inferior. Pero, si éstos no son más que signos, ¿cuál es entonces el hecho último de que se trata? Jesús responde: «Entonces verán al Hijo del hombre venir entre las nubes con gran poder y gloria».

Este es el hecho principal. Pero el segundo está asociado a éste y afecta a todos los hombres: «Enton­ces envia­rá a los ángeles y reunirán de los cuatro vientos a sus elegi­dos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo». Esta expresión abarca todo el espacio y todo el tiempo: serán reunidos los elegidos que todavía peregrinen en la tierra y también los que ya hayan con­cluido su curso terreno. Este hecho final dejará en evi­dencia una división definitiva de los seres humanos entre elegidos y reprobados, es decir, entre los que serán reunidos con Cristo y los que serán apartados. Por eso éste es el hecho que da peso y sentido a toda la historia y a todo acto del hom­bre.

La parábola de la higuera

Jesús agrega una parábola para indicar la relación entre el tiempo presente y ese hecho final que nos impli­cará de manera tan radical. Así como sabemos percibir la cercanía del verano por el aspec­to que adoptan las ramas de la higuera. Los signos son tales que siempre se debe sentir que Cristo está cerca, que su venida es inmi­nente. Ésta es una dimen­sión permanente de la vida cristiana. En efecto, Jesús agre­ga: «Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda». Di­fí­cilmente ha dado Jesús más firmeza a una enseñan­za suya: «El cielo y la tierra pasa­rán, pero mis palabras no pasa­rán». Sus palabras son la verdad, ellas son eter­nas, son más estables que el cielo y la tierra. En este caso nos invitan a vivir en la certeza de que Él está cerca, que su venida es inminente, que para cada uno ocurrirá en el espacio de su vida. Y esto es así porque la venida final de Cristo da sentido a nuestra vida y a cada uno de nuestros actos, cualquiera que sea el momento de la historia en que nos toque vivir. Por eso no interesa tanto saber el cuándo. El día del juicio final versará sobre los actos que hayamos hecho, cada uno en su propio momento histórico.

El Evangelio de este domingo concluye con una frase de Jesús que es difícil de interpretar: «De aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre». Antes que nada, debemos observar que éste es el único caso en el Evangelio de Marcos en que Jesús, hablando de sí mismo, se da el nombre de «Hijo» sin más. Y lo hace en relación con el Padre. Afirma que hay algo -«un día y una hora»– que sólo el Padre conoce. En esta expresión el Padre no puede ser más que Dios mismo. Éste es un importante texto que revela que el Padre y el Hijo son dos personas distintas. Cada uno es el mismo y único Dios, pero son dos Personas distintas. La dificultad del texto está en la diferencia que introduce entre el Padre y el Hijo. Entre los que ignoran «aquel día y hora» hay una progresión. Cuando Jesús dice: «Nadie sabe nada», se refiere a todos los hombres. Esto es obvio. Ningún hombre ha pretendido saber el día y la hora en que ocurrirán los eventos futuros, tanto menos si éstos son los eventos finales.

Pero luego Jesús da un paso hacia el mundo trascendente: «ni los ángeles en el cielo». Los ángeles no pueden revelar a los hombres ese momento porque tampoco ellos saben nada «sobre aquel día y hora». La difi­cultad está en que también el Hijo se incluye en el lado de los que no saben, mientras que el único que sabe es el Padre. Pero esta diferencia entre el Padre y el Hijo es imposible: no hay nada que el Padre sepa que el Hijo no sepa. Por eso cuando Jesús dice: «Nadie sabe… ni el Hijo», este «no saber» del Hijo es, en realidad, un «no querer reve­lar». No lo quiere revelar para que los hombres estén siempre vigilantes. La frase siguien­te es precisa­men­te un llamado a la vigilancia: «Estad atentos y vigi­lad, porque ignoráis cuándo será el momento» (Mc 13,33). Esta interpretación está confirmada por el libro de los Hechos de los Apóstoles donde se enfren­ta el mismo tema. Los após­toles preguntan a Jesús resuci­tado: «Se­ñor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?» (Hch 1,6). Ellos están hablando de un reino de Israel terreno y piensan que ya es tiempo de restablecer el esplendor que tenía en el tiempo del rey David. Jesús, en cambio, se refie­re a un Reino eterno, aquél sobre el cual el Credo de nuestra fe dice: «De nuevo vendrá con gloria… y su Reino no tendrá fin». En su respuesta Jesús se refiere al momen­to de su venida final: «A voso­tros no os corres­pon­de conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autori­dad…» (Hch 1,7). En esta respues­ta Jesús da a entender que Él conoce ese momento; pero no lo revela a los após­toles porque a ellos «no corres­ponde cono­cerlo».

El nuevo sacerdote y la nueva alianza.

 La carta a los Hebreos es muy tajante y clara al afirmar que el sacrificio de Jesús deroga de una vez por todas la ley como institución de salvación (ver Heb 10,1), y nos proporciona, de una parte, la santificación, es decir, el paso al modo de existencia y vida propias de Dios, el único Santo. La misma perfección obtenida por Jesucristo, la transformación de su humanidad en una humanidad divinizada, ha sido obtenida y conseguida también para nosotros (Heb 2,10; 5,9; 7,28). En Él hemos sido santificados, consagrados, hechos sacerdotes. A esta nueva condición accedemos por la fe. Y con ella se obtiene, de una vez por todas, la reconciliación definitiva y el perdón de los pecados.

Una palabra del Santo Padre:

« El Evangelio de este penúltimo domingo del año litúrgico propone una parte del discurso de Jesús sobre los últimos eventos de la historia humana, orientada hacia la plena realización del Reino de Dios (cf. Mc 13, 24-32). Es un discurso que Jesús pronunció en Jerusalén, antes de su última Pascua. Contiene algunos elementos apocalípticos, como guerras, carestías, catástrofes cósmicas: «El sol se oscurecerá, la luna no dará su esplendor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán» (vv. 24-25). Sin embargo, estos elementos no son la cosa esencial del mensaje. El núcleo central en torno al cual gira el discurso de Jesús es Él mismo, el misterio de su persona y de su muerte y resurrección, y su regreso al final de los tiempos.

 Nuestra meta final es el encuentro con el Señor resucitado. Yo os quisiera preguntar: ¿cuántos de vosotros pensáis en esto? Habrá un día en que yo me encontraré cara a cara con el Señor. Y ésta es nuestra meta: este encuentro. Nosotros no esperamos un tiempo o un lugar, vamos al encuentro de una persona: Jesús. Por lo tanto, el problema no es «cuándo» sucederán las señales premonitorias de los últimos tiempos, sino el estar preparados para el encuentro. Y no se trata ni si quiera de saber «cómo» sucederán estas cosas, sino «cómo» debemos comportarnos, hoy, mientras las esperamos. Estamos llamados a vivir el presente, construyendo nuestro futuro con serenidad y confianza en Dios. La parábola de la higuera que germina, como símbolo del verano ya cercano, (cf. vv. 28-29), dice que la perspectiva del final no nos desvía de la vida presente, sino que nos hace mirar nuestros días con una óptica de esperanza. Es esa virtud tan difícil de vivir: la esperanza, la más pequeña de las virtudes, pero la más fuerte. Y nuestra esperanza tiene un rostro: el rostro del Señor resucitado, que viene «con gran poder y gloria» (v. 26), que manifiesta su amor crucificado, transfigurado en la resurrección. El triunfo de Jesús al final de los tiempos, será el triunfo de la Cruz; la demostración de que el sacrificio de uno mismo por amor al prójimo y a imitación de Cristo, es el único poder victorioso y el único punto fijo en medio de la confusión y tragedias del mundo.

 El Señor Jesús no es sólo el punto de llegada de la peregrinación terrena, sino que es una presencia constante en nuestra vida: siempre está a nuestro lado, siempre nos acompaña; por esto cuando habla del futuro y nos impulsa hacia ese, es siempre para reconducirnos en el presente. Él se contrapone a los falsos profetas, contra los visionarios que prevén la cercanía del fin del mundo y contra el fatalismo. Él está al lado, camina con nosotros, nos quiere. Quiere sustraer a sus discípulos de cada época de la curiosidad por las fechas, las previsiones, los horóscopos, y concentra nuestra atención en el hoy de la historia. Yo tendría ganas de preguntaros —pero no respondáis, cada uno responda interiormente—: ¿cuántos de vosotros leéis el horóscopo del día? Cada uno que se responda.. Y cuando tengas de leer el horóscopo, mira a Jesús, que está contigo. Es mejor, te hará mejor. Esta presencia de Jesús nos llama a la espera y la vigilancia, que excluyen tanto la impaciencia como el adormecimiento, tanto las huidas hacia delante como el permanecer encarcelados en el momento actual y en lo mundano».

 Papa Francisco. Ángelus 15 de noviembre de 2015

Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana. 

1-Las lecturas de este domingo un llamado a tener una visión sobrenatural y llena de esperanza en mi vida. ¿Estoy preparado para su venida o para mi encuentro con Él?

 2-El ser humano desde siempre ha sido muy sensible al misterio del tiempo. Es por eso que los hechos relativos al futuro y al fin del tiempo suscitan tanto interés. ¿Me doy cuenta que creer en horóscopos, lecturas de las cartas o en algún tipo de explicación esotérica sobre mi futuro va directamente contra mi fe y confianza en Dios?

 3-Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1020-1060.

 [1] Antíoco IV, conocido como el Epífanes (176-164 a.C.), su política helenizante, que pretendía unir a todos sus súbditos bajo un solo idioma, una sola ley y una sola religión, le costó la enemistad con los judíos. Llega a decretar la pena de muerte a aquellos que se negasen a seguir las costumbres griegas (ver 1Mac 1,52). Además invadió Judá, tomó Jerusalén, profanó el templo y realizó una gran matanza de judíos. Ante esta situación, Matatías se rebela y huye a los montes con un gran número de seguidores. El hijo de Matatías es el famoso Judas Macabeo que derrotará repetidamente las fuerzas de Antíoco que se encontraban en franca decadencia. Finalmente muere en Babilonia en una campaña militar (1Mac 6,8-16).

[2] La destrucción del Templo y la diáspora (dispersión) de los judíos ocurrió en el año 70 por obra de los roma­nos

Written by Rafael De la Piedra